POESÍA / octubre-noviembre 2020 / No. 89
Río Bravo
(fragmentos)


Toque de queda1

En aquel entonces
la noche sonaba al motor V8
de un viejo Mustang
azul cromado
con placas de Texas.
El zumbido que empezaba
en un extremo de la calle
hacía vibrar los mosquiteros en las ventanas
y levantaba la tierra que el paso de los carros
había amontonado a los costados de la vía.
Cuando el brillo azulado del Mustang
pasaba como fantasma por la ventana
rascando el viento,
apagábamos las luces
y esperábamos a que se perdiera
al otro extremo de la calle
donde el pavimento cedía a la terracería
y se levantaban las lápidas
del antiguo cementerio comunal.
Entonces nos asomábamos
por el borde de las cortinas
y descubríamos a la oscuridad del cielo
descender en el polvo
hasta asentarse
de nuevo
en el pavimento.
Era hora de dormir.



La migra

Vi a seis hombres armados subir a un camión
que se dirigía al norte de Texas.

Sentado en un banco de la central
vi a los seis hombres bajar de una patrulla
y entrar a la estación de camiones
como si algo grave hubiera sucedido.

Caminaban deprisa
vestidos de verde pino
con las manos listas para desenfundar
sus armas
y en sus lentes oscuros
ocultaban la misma ira
con la que el viento ardiente
azotaba sus rosadas caras.

Nada había pasado en la central
por Dios
pero los hombres iracundos
se abrían paso
a toda velocidad
por entre las maletas y los pasajeros
con la mirada fija en un Greyhound.

El sol se hundía en el parabrisas
cuando abordaron la unidad.

Momentos después
como en una procesión
descendieron los seis uniformados
tomando por el brazo
a una señora chica, chiquita
que parecía un niño a su lado.

Era el otoño.
La rama de un olivo
se partió en dos.



Detuve la camioneta
cuando un grupo de hombres armados me lo indicó.
Enfrente había un auto estacionado
sobre el boulevard
a un costado del canal Anzaldúa,
un extenso hilo de agua
donde los niños nadaban con dirección al sur
y los hombres pescaban
lo que la corriente
había arrastrado consigo
desde el Río Bravo

La tarde olía a las naranjas
putrefactas
que la gente no recogía
en esa tierra de nadie

El auto estaba rodeado
por personas que cubrían sus rostros
con pasamontañas
y que retenían en su pecho
las siglas de la muerte

Los sin cara
apuntaban sus fusiles de fuego
a una mujer cuyo rostro
se hundía en el pavimento.
La tomaron por el mecate
que amarraba sus brazos por la espalda
y la arrastraron a la orilla del canal
frente a mis ojos

Ella cayó de rodillas
en un cuadro de pasto seco

El sol quemaba al horizonte
de rojo

A donde se dirigiera el río
sus aguas arrastraban consigo
la muerte







1 El toque de queda lo anunciaba un grupo de narcotraficantes con carros que daban arrancones en cada calle de cada fraccionamiento de Reynosa. En ese momento, las luces de cada predio se tenían que apagar y no era nada seguro salir. Si no se respetaba, los carros se detenían y los hombres que lo abordaban, con una madera que parecía remo, tableaban las nalgas del infractor hasta reventarlas.



Mateo Mansilla-Moya (Ciudad de México, 1994). Estudió Derecho en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Ha publicado los libros de poemas De sueños rotos, promesas olvidadas y un final feliz (Acribus editorial, 2016) y La temporada de ballet clásico ha terminado (Buenos Aires Poetry, 2019). Sus textos han sido publicados en El Universal, Pretextos Literarios por Escrito, Cardenal Revista Literaria, El Puro Cuento, Malabar y Mood Magazine.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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