CUENTO / octubre-noviembre 2020 / No. 89
La sangre de las plantas


Vivimos en aquella casa un tiempo en que todo parecía tan lento y tan espeso como la sangre de las plantas.

Vivir ahí, en esa casa azul como los cielos del pueblo, fue dar el salto a una casa “de verdad”, una con patio grande en el que había una bugambilia color magenta que desde entonces se convirtió en mi árbol favorito. Ahí tuve por primera vez un cuarto para mí sola, mis muñecas y mis libros, mientras mis hermanos todavía compartían el suyo.

La vida en la orilla, a la salida del pueblo, nos dejaba escuchar el paso del tren cada noche y el crepitar de las ventanas cuando llovía furiosamente, como era costumbre en verano.

El ferrocarril, que tenía muchos años sin funcionar para llevar a la gente desde ahí hasta Tampico, seguía todavía su recorrido como un fantasma, mientras transportaba sabrá Dios qué cargas. Cuando pasaba, lo acallaba todo con su rugir; las piedritas se alzaban del suelo e intentaban seguirlo, pero caían tristes y olvidadas cuando lo veían alejarse, como todos los que nos quedábamos ahí a esperar su siguiente vuelta.

Al lado derecho de nuestra casa había un terreno baldío lleno de yerbas que cubrían los cascarones de autos viejos y oxidados bajo las patitas de las ardillas que a mis hermanos y a mí nos gustaba ver por encima de la barda del balcón.

Al otro lado estaba la casa de Karla, una niña de mi edad que tenía dos hermanos, igual que yo. Su mamá, doña Mari, vendía tacos rojos por las noches, mientras su esposo se emborrachaba junto a otros señores en la vulcanizadora de la esquina.

Karla y sus hermanos iban a jugar a la casa muy seguido: a veces todos juntos, corriendo entre los patios conectados por un largo pasillo, y otras sólo Karla y yo, en el patio del frente, el más bonito y espacioso.

Karla, delgada y casi transparente, pero con ojos muy oscuros, me enseñó muchos juegos nuevos. Por ella aprendí a sacar intactos los pasteles de lodo que se forman en la tierra cuando se agrieta después de que no ha llovido en varios días. Nuestro secreto era mojarlos un poco, sólo poquito, para que no se hicieran polvo al separarlos de los otros y no se desmoronaran en nuestras manos. El agua refrescaba los pasteles del suelo y así podían salir completos, sin romperse aunque los arrancáramos de sus otras piezas.



Un día, cuando buscábamos en qué entretenernos después de repasar todos los juegos que sabíamos, arrancamos pequeños trozos de una planta en la jardinera del patio, una de tallos firmes con hojitas dispuestas en pares que se sujetaban a él y que, cuando las cortábamos, desprendían un líquido morado y espeso.

—Mira, las plantas también sangran —me dijo Karla con sus ojos eternos mientras dibujaba con los tallos rotos en el suelo, que se inundaba de esa tinta espesa y oscura.

—¡Sí es cierto, sangran! —contesté, aunque a mí la sangre me asustaba y sólo la había visto aquella vez que me caí de la bicicleta y me abrí la rodilla. Una cicatriz que nunca se borró.

Karla restregaba los tallos en el suelo, lento, lento, y decía cosas que yo no podía escuchar bien, como platicando con ella misma, muy quedito. De pronto sus ojos perdidos soltaron unas lágrimas que escurrieron pesadas por sus mejillas blancas.

—¿Por qué lloras? —pregunté asustada.

—Mamá a veces sangra. Yo también, pero duele.

Esa tarde no supe qué más decir y Karla no supo a qué más jugar, así que se despidió con el movimiento desganado de su mano antes de cruzar la puerta y volvió a su casa.



Otra cosa que me encantaba era el balcón, pero no podía estar ahí mucho porque para llegar a él tenía que entrar al cuarto de mis papás. Ellos tenían la mejor vista. Desde ahí arriba podían observar toda nuestra cuadra, mientras mis hermanos y yo, abajo, no veíamos más que la negrura que quedaba cuando se apagaban las luces, en un lugar que entonces parecía muy grande.

Aun así, desde mi ventana podía ver muchas cosas aunque en realidad no las viera. Con sonidos, con luces a lo lejos, con vidrios que temblaban anunciando el tren o una próxima lluvia. Por eso aquella noche me di cuenta de todo.

Doña Mari gritaba, lo sé porque a mi cuarto se colaba su voz como lo hacían los ventarrones. Yo escuchaba que decía perdón muchas veces y lloraba y lloraba a jadeos interrumpidos por rugidos. Estaba segura de que era Mari, toda ella y toda su voz de tormenta, que sonaba a viento, truenos y agua, pero más triste.

Atenta, asomada al pasillo, oí bajar a papá. Quise ver un poco más y me escurrí de puntitas hasta las escaleras, lo seguí con la mirada mientras bajaba, cargando en su mano algo que brillaba en medio de la negrura y el frío de esa casa. Papá abrió la puerta que daba a al patio y después la de la calle. Yo corrí en silencio hasta el sillón de la sala. Parada en él podía ver todo por la pequeña ventana.

Parecía un juego, uno muy raro. Me recordó a Los Gallitos, ése en el que cada jugador debía cuidar bien su globo para que no tronara, mientras buscaba reventar el de algún otro. Y la gente de afuera los ve y se ríe, grita o aplaude mientras espera un ganador para ir a festejarlo. Pero esa noche nadie aplaudía ni gritaba ningún nombre para prevenirle a su dueño, sólo observábamos un poco las cortinas. Los ojos de la señora de la tienda y los de las casas de enfrente, también mis ojos. Nos veíamos todos en la oscuridad, como gatos parados en las bardas, silenciosos y ligeros; era como estar y no estar ahí.

El vecino, afuera de su casa, casi frente a nuestra reja agitaba a doña Mari con una mano aferrada a sus cabellos chinos. Él, una figura deforme que gruñía y soltaba de pronto palabras enredadas que apenas se entendían, como bañadas de rabia. Su otra mano era un puño que azotaba la cara de su esposa ya cubierta de ese líquido espeso que escurría de las plantas. “Mari es una planta”, pensé. Se doblaba como los tallos cuando intentábamos arrancarlos mientras dibujaba por el suelo con su espeso líquido morado.

Papá ya estaba afuera. Lo vi plantarse bien firme en el suelo, grande como un árbol. Levantó el brazo que, con su extensión brillante como lo vi en el pasillo, explotó en un trueno hacia el cielo y me hizo saltar de miedo. Fue un ruido tan fuerte que espantó a todos los ojos de gato y de pronto devolvió todas las cortinas a su sitio. El disparo hizo que el papá de Karla saltara y dejara libres los cabellos de Mari, que se cubría los oídos y el rostro como podía con esas manos de hoja. “¡Si la tocas de nuevo llamo a la policía!”, gritó mi papá, y nada más se oyó esa noche.



Me deslicé a mi habitación antes de que papá entrara de nuevo a la casa. Me cubrí hasta el último pelo con las sábanas y di vueltas, muchas vueltas antes de poder dormir. Soñé con los puños y con los cabellos enredados; con papá lanzando explosiones, truenos más terribles que esos de las noches de tormentas. Soñé con las plantas que escurren sangre espesa como los ojos de Karla. Sus ojos que me ven, me acechan en el rincón de mi cuarto mientras me gritan: “¡Mira, las plantas también sangran!”, “¡las también plantas sangran!”. Esos ojos que después lloran. Y yo lloro, lloramos hasta que al fin logro despertar.





Lorena Rojas (Cerritos, San Luis Potosí, 1992). Estudió Lengua y Literatura Hispanoamericana en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Ha colaborado en medios impresos y digitales como Neotraba, The Fiction Review y Playboy México. Fue seleccionada en la convocatoria “Historias del té” 2019 lanzada por la Compañía Nacional de Teatro y la productora Tejedora de Nubes, y obtuvo mención honorífica en los Juegos Florales de Lagos de Moreno 2020.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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