SIETE CUENTISTAS EN EL ENCIERRO / julio-septiembre 2020 / No. 87-88
Siete cuentistas en el encierro
Taller online de narrativa | Literatura UNAM

Por la ventana del bosque



No creo en el llamado crepuscular de las tardes de lluvia. Tampoco creo en los cientos de finales del mundo que hemos vivido a causa de una tormenta. Simplemente me siento sobre el sofá a vislumbrar la forma de las nubes y su paso torrencial y amoroso sobre la tierra. Cuando era niña y llovía despiadadamente, soñaba con quedarme horas frente a la ventana y descifrar el origen de la lluvia, con escuchar taciturna alguna música antigua y brindar con el bosque la llegada tardía de la lluvia. Y heme aquí, cumpliendo los sueños lejanos que me habitan en esta tarde lluviosa de vino, música y recuerdos.

Admiro las frías tardes que se posan sobre el horizonte lejano, la voz de la tormenta que escribe con sus truenos poemas sobre el bosque. De pronto, como entre sueños, me veo caminando en medio de verdes constelaciones, y me surgen las ganas de volverme árbol y sentir la caricia constante de ser gota que se resbala por mi cuerpo. Siento curiosidad por aprender el lenguaje de las plantas, volver a transitar esas palabras olvidadas que se despiertan en mis recuerdos.

Jamás he caminado el bosque con tanta libertad como lo hago en sueños. Sentirse fuerte y valiente, sonreír a cada paso con el que te adentras en él, apreciar cada forma de vida y recordar que somos uno con el todo. Quién puede negar la libertad de caminar de nuestra propia mano a través de las sendas olvidadas de nuestra memoria.

Me gusta sentarme debajo del gran roble; huele a antaño, a abuela milenaria. Siempre recuerdo ese 4 de junio, cuando pensativa contaba las semillas de roble sobre la pradera y me cuestionaba si la semilla en los sueños se convertiría en árbol al otro lado. Estaba tan entretenida que no me dio tiempo de preguntarme si Iguaque habría salido del árbol o de alguna semilla. Así conocí al hombre vestido de verde con cara de luz. Siempre he creído que el gran roble es un portal secreto a otras dimensiones, pero nunca he encontrado la puerta. Iguaque siempre me habla de romper con el tiempo, de mirar más allá de las formas y sus signos olvidados. Las metáforas son sus frases preferidas para enseñarme, pero yo nunca entiendo nada. Un día me llevó hasta la pequeña quebrada que da contra los pinos; allí me enseñó a sentir el palpitar de la tierra, me habló de la importancia de leer y tener en cuenta los mensajes ocultos de las palabras, la musicalidad de los mitos y la voz del viento. Nunca entendí cómo él, viviendo acá, sabía tanto de allá. Confieso que no terminé de leer algunos libros, otros ni los he empezado; no conozco algunos paisajes. Iguaque también lo sabe; por eso hace llover todo el tiempo, para que yo no pueda venir más al bosque y termine las lecturas. Aun así me he dado cuenta de que la lluvia no moja tanto de éste lado, y persisto en mis caminatas.


Iguaque me ha prestado su casa en el bosque para cuando me coja la noche. Allí ha dejado semillas, libros en idiomas que no entiendo, hierbas para hacer té y una pequeña caja que parece un radio, al cual nunca se le acaba la batería. Cuando se hace noche me siento en un sofá de terciopelo vino tinto a escuchar la radio, que emite el canto de los pájaros del bosque. Sentada medito sobre las palabras de Iguaque. Desde que lo conozco siento que este lugar es más mi casa, al otro lado despierto con la zozobra de quien está atrapada en la dimensión equivocada. Tal vez Iguaque me está volviendo loca, quizá quiera recordarme alguna verdad postergada o simplemente soy la semilla de un árbol que cobró vida y despertó allá.

A las 3 de la tarde me esperan en el bosque. No sólo son los árboles: son las mariposas que revolotean frente a mi ventana, las ardillas que muestran nuevos caminos, los pájaros con su canción santa, el aleteo del cóndor que recibe mi llegada bajo las fuertes lluvias…

Sé que algún día terminaré de leer los libros y seguramente allí encontraré algunas respuestas. Por ahora vivo en la casita del bosque y cuando duermo sueño que soy una humana, que la vida se me va entre buses repletos de gente y días que se consumen sin horas, minutos en los que trato de rasgar la ventana para ser pájaro y volar en esa búsqueda incesante de un nido donde sentirme a gusto. Una caminante más, a veces sin camino; alguien que de vez en cuando escribe libros sobre el lenguaje de las plantas, que de seguro nadie leerá y mucho menos entenderá.

Cada tarde como ésta me encuentro con la certeza de ser más lluvia y menos ventana, de navegar como agua que viaja con el viento por entre cielos desiertos, de querer traspasar el cristal que me divide del alba y sentirme amigable, una vez más, con el bosque, mi otra casa.






Laura Luna (Tunja, Colombia). Es licenciada en Idiomas Modernos por la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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