SIETE CUENTISTAS EN EL ENCIERRO / julio-septiembre 2020 / No. 87-88
Siete cuentistas en el encierro
Taller online de narrativa | Literatura UNAM


Donde no podrá encontrarte



Sus nudillos encajan bien en los espacios entre tus costillas. Estás parada frente a él. Piensas que ya estás harta, no sabes si soportarás un día más. Das la vuelta y te retiras de la sala. Ya estabas por irte, lo planeaste todo con mucho cuidado. Te llama apenas vuelves a la cocina, te pide le lleves más cerveza, te grita que te apures o si no —anuncia— te meterá un chingadazo; aunque le llevas su cerveza lo más rápido que puedes, te dice que ni siquiera para eso sirves. Ya no más, piensas, no más. Lograste ahorrar algo con lo que juntaste de los cambios de los mandados, entraste a varias de las tandas que organizaba tu cuñada, pero a ella le pediste que fuera discreta, que no le dijera a este cabrón lo que hacías. Le inventaste que estabas ahorrando para comprarle una pantalla gigante para su próximo cumpleaños. Llamaste a tu prima, la que se fue a vivir a Guasave y enviudó; le pediste ayuda y sin dudarlo accedió, te dijo que podías quedarte en su casa y que vería la manera de conseguirte algún trabajo. Tal vez allá, lejos, él no podría encontrarte.

Lo tienes todo resuelto, ya no te importa el recuerdo de su boda en el patio de la vecindad a la que acudió toda tu familia y tus amigos de la secundaria, ya no pesa en ti que él haya conseguido llevar a la boda el mismo sonidero con el que se conocieron y bailaron por primera vez; eran muy jóvenes, pensabas que estaban enamorados. Te pregunta por los limones y la sal, así que se los llevas. Todo iba bien hasta que dijeron en las noticias que era necesario permanecer en casa mientras la situación no mejorara. Nunca pensaste que esto duraría meses. Te llama de nuevo, te pide las tostadas de pata; apúrate, chingado, te grita y alcanzas a oír otras palabras que dirige hacia ti, se ríe. Al menos antes salía a trabajar, el patrón le pedía estar 12 horas en la ruta, a veces hasta más, o eso decía, porque en ocasiones no llegaba y, si lo hacía, entraba apestando a alcohol y oliendo a perfume, de esos que te gusta oler cuando vas al mercado. Antes podías descansar de él cuando no estaba, pero ahora sólo trabaja cuatro horas diarias; está aquí prácticamente todo el día, todos los días. El patrón repartió los turnos entre todos sus choferes: apenas mueve un microbús, no le da para más. Al principio lo ayudó unas dos o tres semanas más pagándole el turno completo, pero luego le dijo que ya no podría ayudarlo y que sólo pagaría por la cuenta del día.

Las costillas te duelen, sientes que se contraen hasta casi romperse, que reciben la presión de no tener dinero, del malhumor, de saber que ya te ibas a ir y de que no pudiste hacerlo. Tomas las tostadas de pata y su risa revolotea desde la sala y llega hasta la cocina, la intentas esquivar como si fuera un ave de mal agüero, pero te alcanza y te sacude toda; vieja guanga, escuchas. Entonces recuerdas la semana pasada: él te llamó y te dijo que el patrón le había pedido cubrir todo el día la ruta debido a que sus otros choferes ya estaban enfermos, se habían contagiado. Claro: no llegó sino hasta el otro día, orinado, vomitado; ese tufo de alcohol te causó repulsión, asco. Lo primero que hizo fue acomodar la palma de su mano donde parece que tú ya la tienes marcada desde esa primera vez que la colocó con esa fuerza, hace más de 10 años. En cuanto lo acostaste en la cama, fuiste de inmediato a buscar entre las ollas el dinero que habías juntado. Tu prima tenía razón cuando te llamó y te dijo que ya podías salir, viste en las noticas que ya había corridas de autobuses, incluso pensaste que sería mejor viajar en avión. Jamás habías subido a uno, ni sabías dónde comprar un boleto, ni cuánto costaban; pero eso no importaba, querías huir. Ya no más, pensaste, estoy hasta la madre de ti. Descolgaste las ollas de la pared, descubriste que el dinero de las tandas ya no estaba y entonces supiste lo que tenías que hacer.

Apúrate, chingada madre, te llama; ya quiere su comida, sabes que no le gusta comer si su cerveza ya se calentó. Tu mirada acaricia el cuchillo sobre la mesa y no puedes evitar sonreír, tu visión se nubla, ¿Quieres que me pare yo y la traiga o qué pedo?, escuchas mientras te acercas; no estás consciente del momento en que tomaste el cuchillo que llevas en tus manos. Aquí tienes, amor, le dices; volteas el plato y le dejas caer sus tostadas justo frente a sus pies, ves su reacción y, antes de que él pueda hablar, dices con voz firme: come. Pierdes por completo la visión, tampoco escuchas con claridad, sueltas el plato, de pronto ves el techo como si se tratase de una fotografía, luego ves una imagen de tu mano, sueltas el plato que seguramente cae y se rompe; no lo sabes, apenas puedes oír tu respiración. Sientes un leve forcejeo y de repente escuchas lo que parece su voz: es él, que intenta articular algunos sonidos, y en tu mente otra voz: ya no, cabrón, ya no más. Por unos instantes no ves ni oyes nada: todo es silencio y oscuridad, tú eres silencio y oscuridad. 

Comienzas a percibir el ruido de la televisión encendida, abres los ojos, te encuentras tendida en el piso, sientes el cuchillo en tu mano y lo sueltas, te pones de pie, recuperas la visión poco a poco. Lo ves tendido boca abajo en el sofá. Por más que buscas no encuentras el mínimo rastro de sangre, ni una gota, pero comienzas a sentir la humedad en tu mano. Quisieras que así hubiera sucedido. Tal vez así fue. Te tocó ventanilla, verás la ciudad desde el cielo.

Te vas.






Erick Zapién (Ciudad de México, 1980). Estudió Letras Inglesas en la UNAM, es licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma de Sinaloa y maestro en Investigación Histórico-Literaria por la Universidad Autónoma de Baja California Sur.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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