ENSAYO / julio-septiembre 2020 / No. 87-88
Mi favorito es el de tutti frutti


Quizá por el coronavirus he pensado, más que antes, en ese idilio con el que muchos soñamos: ver, de una vez por todas, caer a las grandes empresas, esos monopolios que se han vuelto los dinosaurios ya no sólo del mercado, sino de la cultura misma. Y es que, por como pinta la cosa, muchos podrían entrar al “corredor de la muerte”: el trayecto ínfimo que los separa de la extinción. Quién sabe. En este punto de mi vida, pienso, me habría gustado estudiar Economía para entender de otro modo lo que acontece a nivel mundial con la crisis. Pero lo cierto es que no lo hice y mejor entrego esos minutos de análisis a fantasías.

Entre ellas se encuentra que en menor medida me gustaría ver a Miniso y a Starbucks en la ruina: sin gente, sin un alma, con hierba en lo que antes eran las paredes lisas de un imperio aparentemente invencible. En mayor medida —aunque tal vez por eso imposible—, a McDonald’s y a Coca-Cola: monstruos que, como Smaug en El hobbit, esconden bajo su cuerpo un tesoro que les pertenece a otros y que esos otros piensan, ahora, reclamar. Sin embargo, y como bien lo sabe quien para no sufrir pasó horas inmerso en un libro para niños en algún momento de su adolescencia pero a quien —si se le preguntara ahorita— se avergonzaría de admitir que lo leyó, el trayecto sería difícil, cuando no mortal.

Pensar en esto inevitablemente me condujo a pensar en Coca-Cola. Estrella luminosa y ardiente, que al rozarla puede quemarte, Coca-Cola es el monopolio por excelencia del mercado capitalista, la empresa que por años se ha beneficiado de los recursos naturales de países tercermundistas, los cuales al mismo tiempo le dan su mano de obra para la fabricación del producto y que, por si no fuera ya demasiado, se lo compran a precios a veces irrisorios —nada más mencionar que Chiapas es el lugar que más la consume a nivel mundial causa cierto resquemor—. Con justa razón alguien la bautizó las aguas negras del capitalismo, frase que sería reapropiada por tu familiar cuarentón y emitida en alguna reunión mientras él se pega a los labios el vaso cargado del burbujeante y negro líquido.

Como toda estrella, Coca-Cola tiene a su alrededor una serie de astros y satélites que no pueden hacer sino contemplarla. Podríamos mencionar a Pepsi o a Dr. Pepper y, sin embargo, mi atención seguiría centrándose en uno que resalta justo por su discreción. Aledaño a esa estrella existe y está Jarritos, marca de refrescos mexicana que, la mayoría de las veces, se consume por accidente: porque no hay de otra, porque en el lugar no disponen de otra marca aparentemente mejor. Y porque no se consume, o porque se consume debido al azar, como llegan a adquirirse —por ejemplo— las enfermedades, la marca no le compite a la transnacional que en éste y en el país más recóndito del planeta tendrá un refresco en su haber.

Jarritos por mucho tiempo ha sido menospreciado hasta ser sumido casi en el olvido total. Son pocos los lugares que hoy venden la marca y serían menos los dedos que tendría para contar a las personas que al comer consumen un Jarritos. Con una sola mano cuento amigos, conocidos y familiares que piensan en tomarse un refresco de éstos cuando hay otras marcas disponibles a su antojo.

Entidad antitética a Coca-Cola, Jarritos tiene el potencial de significar la lucha del mexicano contra la colonización estadounidense: en su trinchera, sin muchos recursos pero con mucha garra, está la marca, resistiendo los embates cada vez más fuertes del rampante capitalismo. Es, también, una embotelladora independiente del monstruo FEMSA, la embotelladora más grande de Coca-Cola a nivel mundial. Analogía chafa motivada por un nacionalismo igualmente chafa o algo más objetivo, así se despliega Jarritos frente a mí: como la marca que sigue de pie y en la batalla, como muchas personas, en el día a día.

Sea por la economía del país que le permite a las marcas extranjeras acaparar el mercado, sea por la vulgaridad de la vida, creo que son pocos, entre ellos yo, los que toman con cierto gusto un refresco Jarritos. Y cuando puedo hacerlo le insinúo a mi acompañante —si es que tengo— hacer lo mismo. Tomármelo con alguien significa algo básico y al mismo tiempo muy difícil en mí: hacer comunidad. Desde el nombre, el asunto cobra otra forma: Jarritos añade al sustantivo la marca de plural, como si debiera haber un acompañante para que existiera jarritos.

Llegado este punto quizá deba admitir que al pensar en Jarritos lo hago con cierta nostalgia, pues a la marca le debo algo sumamente romántico pero, por lo mismo, ineludible: unir a mi familia. De los pocos —y placenteros— recuerdos familiares que conservo está el salir con mis papás a comer antojitos cerca de mi casa. Son pocos debido a que la participación y presencia de mi padre en casa fue poca, cuando no nula. Así, los recuerdos ahora se presentan en el momento en que nos sentábamos en el mercado y bebíamos Jarritos. Todos, creo, y cayendo en el lugar común, éramos lo que podría llamarse “felices”. Por un momento nos olvidábamos de la violencia que mi padre ejercía en casa y que llevaba, al mismo tiempo, a que él se distanciara de nosotros y nosotros de él. La brecha se borraba tan pronto llegaba un Jarritos para acompañar el desayuno o la comida. Hasta podría decirse que comíamos porque bebíamos Jarritos. Nos sentíamos, por unos instantes, lo que no éramos: una familia.

Esos mínimos recuerdos me entregan también una imagen casi antitética de mi padre, una, sin embargo, tanto o más marcada que la otra: la impresión de lo que mi papá era pero no podía —ni hoy ni nunca— ser: un hombre feliz. Pues parece que el hombre en esta sociedad se reduce a volverse un ser enojado y frustrado tan pronto empieza una vida “matrimonial” o “familiar”. Mi padre no fue la excepción. Y como muchos otros en el mundo, pocas veces lo vi feliz. Digo, también, que pocas veces pudo ser feliz ya que algo fuera de nuestras manos lo impedía.

En una ocasión, se había ausentado de casa alrededor de tres semanas. Un buen día llegó y llegó feliz. Traía en sus manos un Jarritos de tamarindo, de dos litros, para el desayuno. Lo compartió con todos y se le notaba un atisbo de auténtica felicidad. Ese hombre violento —a su manera, sí, pero no por eso justificable— quedaba reducido a niño con su juguete nuevo: indefenso y emocionado por la nueva adquisición. Tigre reducido a garra, creo que es Lizalde quien lo dijo. Aunque cabría aquí precisar que esa garra, aún dañina para el que osa acercarse, era en este caso de plástico: garra reducida a mero juguete, indumentaria que terminaría por asustar al más desprevenido y, por ende, tonto.

Tengo rato sin ver a mi papá y sin tomarme un Jarritos. Probablemente lo primero que haga al salir sea ir a comer algo para tomarme uno. Mi favorito es el de tutti frutti. El rojo de la botella me produce, sorprendentemente, calma. Quién sabe qué pase. Igual y en una de ésas desaparecen todas las marcas que conocemos, incluidos nosotros.





Juan Carlos Báez (Puebla, Puebla, 1999). Estudia Lingüística y Literatura Hispánica en la BUAP. Obtuvo mención honorífica en la categoría de Ensayo del Premio Filosofía y Letras BUAP 2019. Fue beneficiario del programa “Contigo a la distancia” del FONCA.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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