CUENTO / julio-septiembre 2020 / No. 87-88
Ordinary moon
La luna no se alcanzaba a ver desde ninguna de las ventanas de su casa. Intentó más tarde: abrió la puerta y se paró en el umbral, pero el resultado fue el mismo. A Celia le pareció que su mala suerte era mucha, por el cielo estaba despejado en una noche de primavera como aquélla, cuando —además— se suponía que la luna sería la más grande del año al colocarse en un punto muy próximo a la Tierra. Si ése era el caso, ¿cómo no podía encontrarla? Sin embargo, nada.

Pensó en arriesgarse. Miró a ambos lados de la calle: vacío aquí, vacío allá. Sin cambiarse de ropa antes, caminó en piyama y pantuflas hacia una esquina, luego hacia la otra y sin molestarse en mirar por donde pisaba, escudriñando el cielo como si buscara una estrella lejana y no a la pink moon, según el nombre que apareció en los artículos de internet que leyó desde su sillón durante la tarde. De haber sido un martes normal, habría estado trabajando en lugar de pasar el día picando en uno y otro link; probablemente no se habría enterado de aquella luna. No estaría entonces en short y playera de tirantes a las 11 de la noche, desesperada. Pero hacía semanas que los martes habían dejado de ser normales, así como los miércoles, los jueves, los viernes... Apenas llevaba un mes y ya sentía que la cuarentena había durado 40 años, que probablemente se extenderían aún más porque la situación empeoraba.

Rendida, al no querer alejarse de la calle de su casa, sin cubrebocas ni guantes que le dieran el valor de aventurarse a buscar algún mejor punto de visión más allá de su cuadra, Celia volvió adentro. Con las muñecas cansadas por haber sostenido el celular prácticamente todo el día, buscó un CD y lo puso en el estéreo a un volumen razonable para no quebrar el silencio que la rodeaba. Escogió un álbum en el que había una canción sobre la luna. Ya que no podría verla, sería bueno que alguien se la describiera. No es que no supiera cómo era: incontables noches antes del encierro se la había topado, pero en ese momento sentía una urgencia... Pensaba que era culpa de los artículos leídos, que se la habían antojado, como cuando miras un comercial de chocolates o refrescos y te dan ganas de ir a la tienda. O tal vez porque se trataba justamente de una súper luna y, aunque en años pasados seguramente había tenido lugar el fenómeno astronómico, ella no lo había presenciado. Si acaso lo hizo, no fue consciente de ello.

El sonido del teclado en la canción le dio un toque de tranquilidad a su insomnio, lo que le sirvió para animarse a cantar un rato acompañando al vocalista de la banda. Pronto, sin embargo, sintió vergüenza por su nula afinación. Descansadas las muñecas, puso a cargar su celular, tomó un libro de poesía y se dispuso a releerlo. Un montón de tipos geniales le contaban más acerca de la luna: la vestían, la decoraban, la hacían persona, la anhelaban, la perdían, la maltrataban, la soñaban, la acogían, le lloraban, la nombraban para luego llamarla de una forma distinta y así hasta la última página. Celia rió porque lo más que pudo hacer por el astro fue compararlo con refrescos y chocolates. Definitivamente, no había nacido para escritora ni para cantante. Pero esto no le causaba demasiado pesar: creía que aprender a ser una buena espectadora también tenía su mérito. Es lo que se había propuesto para aquel tiempo de encierro. Cualquiera que no la conociera bien la habría tachado de floja. Sin embargo, quedarse callada y escuchar, detenerse a mirar eran acciones que a ella siempre se le habían dificultado, por lo que esforzarse le parecía buena idea.

Satisfecha por haberse puesto aquella meta, se estiró al levantarse del sillón y una sensación placentera le recorrió la espalda. Fue a lavarse la cara como en las últimas noches procuraba hacer antes de acostarse, no tenía preocupación por la alarma del día siguiente. Se miró un largo rato en el espejo luego de haberse secado; encontró arrugas y ojeras que no tenía cuando trabajaba. “Sin duda, el reposo te envejece. O quizá sea la angustia. Es difícil no sentirse así cuando todo parece una mala película”, se dijo mientras observaba sus ojos. Era lo que más le gustaba de ella incluso sin el maquillaje, “y pensar que podría enfermarme a través de ellos, con un solo toque”. Nada más por esta idea volvió a lavar sus manos a pesar de haberlo hecho antes de enjuagar y enjabonarse la cara.

Dio vueltas en la cama. Eran ya las 2 a. m. y hacía un calor terrible. En su cabeza hizo cuentas del dinero que le quedaba en el banco y los ajustes que tendría que hacer para alargar su liquidación lo más que pudiera. Lo que le habían dado desde su despido, que ocurrió en cuanto comenzaron los contagios, disminuía rápido. Se levantó y volvió a colocarse en el umbral de la puerta, con el temor a que la esperanza no le sirviera para nada. De nuevo caminó a un extremo de la calle. Corrió a la otra esquina, pero tropezó antes de llegar.

De regreso: a lavarse y a ponerse alcohol luego de conseguir unos raspones, tanto en las palmas como en las rodillas. Volvió a la puerta y esta vez sólo la entreabrió. Al bajar la vista del cielo, ahora completamente resignada, notó a su vecino de enfrente asomándose de la misma manera que ella; sólo dejaba ver la mitad de su cuerpo. Tenía estirado el brazo hacia afuera, para arriba, sosteniendo su celular. “¡Una foto!”, gritó Celia sin poder contenerse. Al oírla, el hombre metió su brazo para quedar él dentro y cerrar la puerta, permitiendo que su vecina pudiera atravesarse. “Qué tonta”, pensó Celia cuando por fin pudo encontrar la luna. No se le había ocurrido cruzar la calle.

La pink moon no lucía tan increíble. De hecho, era similar a otras lunas llenas que ya había visto, en noches en las que el satélite se hallaba más lejos de lo que se suponía estaba en ese momento. Lo que sí: era redonda y brillante, aunque común. Era posible que en otra parte de la ciudad o del mundo, con un telescopio o con una cámara con telefoto, se viera mejor. No exactamente rosa, pero sí más impresionante. Sin embargo, desde el punto frente a su casa, no era así. Aun con ello, ¡se quedó tanto tiempo ahí parada! Tal vez lo habría hecho igual si hubiera aparecido sólo una luna menguante o una estrella, es decir, posiblemente se habría quedado incluso si todos los artículos consultados hubieran sido fake news. Comenzó a aclarar y la pink moon empezó a difuminarse poco a poco. Cuando oyó el noticiero al otro lado de la puerta del vecino, Celia cayó en la cuenta de que era de mañana y corrió a su casa.

Lavó sus manos otra vez. Se acostó en el sofá. Antes de cerrar los ojos pensó en su trabajo, en sus idas al cine de los fines de semana, en las fiestas de cada viernes con sus amigos. Tampoco eran recuerdos rosas, en realidad. Cada día había tenido sus peleas, sus corajes, sus decepciones, su aburrimiento. Pero si sólo al cruzar la calle o, mejor aún, si desde su ventana o puerta pudiera tener algo de eso… A pesar del sueño, se levantó a buscar su diario, en el que había dejado de escribir varios años antes. No era la mejor narrativa, pero al menos le permitió contemplar su propia vida, después de un largo tiempo de no haberlo hecho con verdadero detenimiento.

Al caer dormida, soñó con una media luna. También era brillante.


Daniela Perlín Vega (Ciudad de México, 1997). Egresada de la licenciatura en Filosofía de la Universidad Autónoma de Querétaro. Ha colaborado en las revistas Enchiridion, Palabrerías, Monolito, así como en la Gaceta de la Universidad Autónoma de Querétaro. Obtuvo mención honorífica en el III Concurso Nacional de Cuento “Cuéntame uno de muertos” del Canal 22 en 2017.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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