CUENTO / abril-junio 2020 / No. 85-86
Encierro dentro de una crisálida artificial


II


Han pasado dos semanas desde que nos encerramos en casa de Elo, el mismo tiempo que ella lleva cuidando de Heriberto, una oruga que encontró en las frambuesas. Preparábamos el desayuno; ella picaba frutas, su compañera de cuarto colocaba los platos y cubiertos en la mesa y yo cocinaba huevo con champiñones. De repente, sin previo aviso y con la emoción con la que suele expresarse cada vez que algo la sorprende, gritó:

—¡Hay una oruga en las frambuesas!

Tomó un vasito de plástico y colocó con suavidad la frambuesa junto con el huésped que la habitaba y nos quedamos observando.

—La llamaré Heriberto —dijo con una sonrisa, mientras colocaba algunos pedacitos de fruta en el vaso. Después de contemplarla unos minutos, continuamos preparando el desayuno y posteriormente fuimos al comedor a desayunar.

Fue en ese momento cuando, al revisar en Facebook, nos dimos cuenta de la gravedad de la pandemia de coronavirus. Los casos en España e Italia se habían disparado y México se preparaba para tomar las medidas correspondientes que le permitirían contener la propagación del virus. Había llegado el momento de invitar a las personas a que permanecieran en cuarentena dentro de su casa; además cerraron bares, cines, teatros, suspendieron las actividades escolares y pospusieron festivales y conciertos.

Elo llevaba una semana más de encierro. En su escuela de teatro interrumpieron las clases casi de manera inmediata, en cuanto se supo que el virus ya estaba esparciéndose en México. Tanto su roomie como yo iniciamos nuestra cuarentena aquella mañana. Desde entonces hemos estado encerrados cuidando una oruga que, al igual que cientos de personas en toda la ciudad, busca la forma de escapar de su encierro.

Lo cierto es que, al menos hasta este momento, la casa de Elo nos ha funcionado como una cura para una enfermedad que lentamente nos había estado consumiendo sin darnos cuenta, y es que, para ser sinceros, concordamos con que estábamos hartos de salir a la ciudad. Tal vez la vida del hikikomori es la respuesta a nuestro mal, a esa infección que nos orilló a no hacer absolutamente nada de lo que siempre nos habíamos propuesto.

Y es que por primera vez nos levantamos a hacer ejercicio, desayunamos platillos cuya preparación exige tiempo y dedicación, y lo mejor: aprendemos de Heriberto. Por ejemplo: según la Wikipedia, su nombre científico es Spodoptera exigua, mejor conocido como Rosquilla Verde o Gusano Soldado. Descubrimos que no le gusta la naranja, pero ama la sandía, la fresa y la lechuga. Al principio buscaba la forma de escapar de su vaso, pero gracias a la abundante fruta con la que lo alimentamos a diario, Heriberto comenzó a tomarle cariño a su encierro. Por otro lado, y para disgusto de Elo, descubrimos que la oruga no se volvería una mariposa, sino una polilla.

Para cerrar con broche de oro nuestras dos primeras semanas de encierro, decidimos realizar una fiesta de tres personas. Compramos una botella de vino, hicimos pastel de chocolate y aperitivos, inflamos muchos globos de todos los colores que encontramos en el almacén de la despensa y pusimos música a todo volumen. Fue un festejo que guardaremos con mucho cariño en nuestras memorias: una fiesta para olvidar, por primera vez, el bombardeo de malas noticias con las que Facebook nos ha recibido cada mañana, durante quién sabe cuánto tiempo, y por un instante casi lo conseguimos, casi logramos deshacernos de todos los problemas que estaban ahí, presentes, anulados por la fortaleza que hasta ese momento representó la casa de Elo. Esa noche casi conseguimos deshacernos de todos los problemas, pero no fue así: esa noche se escapó Heriberto.



II


La noche que escapó Heriberto no pude dormir. Pensaba en cómo una oruga había rechazado todas las comodidades que pudimos ofrecerle para buscar... ¿para buscar qué? En su vaso tenía comida suficiente, tierra húmeda e incluso un par de tronquitos de un árbol, ¿qué más podía pedir? ¿Qué era tan importante como para abandonarlo todo? Sin embargo, y pese a todo pronóstico, escapó, y con su escape sólo liberó en mí un montón de pensamientos esa noche. De alguna manera permitió que nosotros mismos escapáramos de una fortaleza cuya construcción, ahora lo pienso, sólo fue un desesperado intento por negar la gravedad en torno al coronavirus.

Y es que el COVID-19 ahora se mostraba como un inmenso virus que de verdad me aterraba, un virus capaz de cambiar para siempre nuestro estilo de vida. Primero pensé en cómo fue capaz de hacer que muchas personas perdieran sus empleos, o simplemente dejar sin clientes a todas esas personas que se dedican al comercio. ¿Cuántos negocios, restaurantes o puestos de la calle se irían a la quiebra?

Y en cuanto a las personas que sí se habían recluido, pensé en la rapidez con la que surgieron varias iniciativas para fomentar su estancia en casa. De repente el arte se levantaba como el salvador del aburrimiento de miles de personas: películas, libros, obras de teatro y conciertos (tal vez los conciertos del mañana, desde la comodidad de tu hogar) completamente gratis en todas las plataformas digitales. El arte se convertía en una de tantas actividades para “sobrellevar” la cuarentena, porque en el encierro no caben las experiencias a través del arte, no: sólo se necesita un efecto placebo, algo para que el tiempo en casa pase más rápido. Y así como estaba el arte, también estaban los videos para hacer ejercicio, los cursos para aprender a usar programas de computadora, las clases en línea de cocina o de idiomas y las adictivas redes sociales.

Pero no todo era entretenimiento, también había que dedicarle tiempo al home office, el trabajo “del futuro”. Pronto entendí la velocidad con la que las empresas se habían adaptado a este nuevo sistema que, si bien ya existía, se aplicó en masa hasta este momento. La oficina se trasladaba a nuestros hogares y con ello los gastos de luz, agua y, sobre todo, ¡el pago del Internet! Y sí, es bien cierto que el trabajo en la comodidad de tu hogar es algo sumamente tentador; también es cierto que con ello habría que dejar a un lado el contacto humano: ¿ya no habría relaciones entre los trabajadores?, ¿se esperaría que el desempeño fuera aún mayor?, ¿ahora todo sería vía Zoom, Skype o alguna otra plataforma similar?

¿Y qué pasaría con la privacidad? Imaginé al dataísmo y al COVID-19 caminando juntos de la mano. Con el uso excesivo de las redes sociales y las plataformas digitales, el flujo de datos crecía de una manera excesiva. ¿Cuánto faltaría para que permitamos, en el nombre de la salud y con el terror de resultar enfermos, el acceso a la información de nuestros teléfonos sólo para mantenernos a salvo?

Comencé a sentirme paranoico: ¿y si de verdad la creación del virus sólo era parte de un plan biopolítico tan bien elaborado que no tenía margen de error? Esa noche no dormí nada y pensé, por primera vez, que lo que está pasando de verdad se asemeja a una novela cyberpunk o algo peor, y eso me aterraba.



III


Los días posteriores a la noche paranoica, me dediqué a continuar con la rutina que establecimos en casa de Elo y que, poco a poco, comenzaba a estar cargada de desesperación y tristeza. Los desayunos se habían un tanto silenciosos desde que Heriberto escapó; sin embargo, y pese a que su ausencia representaba un enorme hueco en la casa, me gustaba pensar que se había vuelto una polilla, volaba libre en una ciudad en la que ya no había tantas personas. Si algo bueno había detrás del coronavirus era eso: gracias al encierro, distintas partes del mundo habían sido habitadas por animales hermosos, como las playas de Filipinas pintadas con medusas rosas.

Anoche, cuando bajamos a tirar la basura, y después de estar todo el día tirados en el suelo, vimos pegada en la pared una polilla que esperaba ser vista. No se asustó cuando nos acercamos, y aunque las posibilidades eran casi nulas, nos aferramos a creer que era Heriberto. Quizá porque no nos gusta la idea de pensar que está muerto o tal vez, sólo tal vez, porque con su partida perdimos algo y anhelábamos, con todas nuestras fuerzas, poder recuperarlo.


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Miguel V. González (Ciudad de México, 1994). Egresado de la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas de la FES Acatlán de la UNAM. Autor de La matriz que nos mantiene dormidos (Super Ediciones Prisma, 2019). Becario del Festival Cultural Interfaz ISSSTE Cultura “Los signos en rotación” 2018 en la categoría Poesía.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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