CUENTO / abril-junio 2020 / No. 85-86
El murmullo

Gracias a la cuarentena escucharon los murmullos en el cielo. Siempre habían estado ahí, pero con el ruido de la ciudad nadie se había percatado. 

Primero lo escuchó un niño, después sus padres, al cabo de un rato los vecinos y un par de horas después la ciudad entera volteaba hacia arriba, con cada ciudadano asomado desde su ventana. Todos ansiaban saber de dónde venía ese sonido. Algunos balbuceaban “es la muerte anunciando su lista”; otros más, tras santiguarse, decían que eran las trompetas vaticinadas por santos; entonces las risas histéricas rebotaban aquí y allá, y el nerviosismo, traducido en lógica, se apresuraba a buscar otra teoría. “De seguro sólo está temblando en el firmamento, una masa de éter ha chocado con otra y no hay misterio detrás del murmullo”, se aventuró a explicar alguno, y recibió miradas aprobatorias, mas éstas pronto se diluyeron, pues, en medio de los asentimientos de cabezas, una viuda negó y susurró: “Es Dios que agoniza”.

Incómodos ante la sugerencia, los ciudadanos comenzaron a cerrar sus ventanas intentando ignorar el susurro; deseaban convencerse de las palabras del hombre de ciencia, pero el éter les parecía aún más intangible que la existencia de un dios agónico.

Por las noches aquel zumbido se intensificaba, parecía crecer e inundarlo todo, su bramar era un llamado insistente detrás de las nubes o estrellas. Una especie de trueno prolongado. Acosados por el insomnio, los ciudadanos pasaban horas pegados a la ventana discutiendo el origen de ese ruido. Una mañana despertaron con la noticia: un loco había intentado construir una escalera a la bóveda celeste.

Aunque las críticas abundaron, al cabo de una semana, se volvió a repetir el incidente. En cuestión de tiempo las personas sucumbieron a una carrera desesperada por ver quién lograba crear la escalera más alta. Los ciudadanos, olvidando la peste, comenzaron a salir de sus casas para construir escaleras. Llegó un momento en que parecían llover cuerpos. Los familiares de los difuntos, avergonzados por el fracaso de sus deudos, atribuían las caídas a la enfermedad y reforzaban la escalera asegurando: “Nosotros llegaremos primero al cielo”.

Cuando las fosas fueron insuficientes y no hubo manera de probar la existencia de una pandemia, decidieron aceptar la inutilidad de las escaleras, entonces crearon pirámides, edificios y torres, artefactos para ver más allá de las nubes, catapultas, máquinas cual aves, aviones, proyectiles, cohetes, transbordadores, todo…

Se obsesionaron tanto con la idea del cielo que se olvidaron del murmullo y éste permaneció hablando solo, a la espera de la siguiente cuarentena.


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Alejandra R. Montelongo (Zacatecas, 1993). Psicóloga y licenciada en Letras por la UAZ. Ha sido psicopedagoga y consultora en proyectos de género, cultura y medio ambiente. Publicó en Todos somos inmigrantes (2018), Y son nombres de mujer (2018) y II Antología de Escritoras Mexicanas (2019).

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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