CUENTO / febrero—marzo 2020 / No. 84
Hamelin

 


En aquella mi primera visita a Hamelin mi hermano me regaló una cometa amarilla, que en medio de una fuerte ventisca marina se desprendió del hilo que yo manejaba con descuido. A mis 16 años era la primera vez que volaba una cometa; no es que no me gustaran o que desconociera su existencia, era más bien que en la ciudad había poco tiempo y espacio para hacerlo; además había leído, en aquellas novelitas rosas que mamá solía dejar en la mesita de noche, que el verano era la mejor época del año para las primeras veces. Hamelin era uno de esos pueblos de la Costa, en los que los ríos desembocan en el océano y mi hermano, uno de esos muchachos que creen que pueden fumar tabaco antes de cumplir los dieciocho pero que sus hermanitas menores no deben hacerlo. Aquella mañana él me había reprendido por meter los pies en los hoyos de la arena:

—Te va a morder un cangrejo —me había advertido, sin saber, el pobre, que los cangrejos no muerden sino que aprietan con sus tenazas.

Ese verano era la primera vez que visitábamos la playa, y era la primera vez que veíamos el espectáculo del río entrando en el mar; a mi hermano, con su falsa sofisticación de adolescente casi adulto, no le impresionaba mucho ver algo así, a mamá pareció gustarle durante cinco minutos, al cabo de los cuales sus temores de gente indefensa ante los embates de la naturaleza la hicieron volverse a la playa donde la gente civilizada consumía bebidas bajo las palapas que los lugareños alquilaban. No era una de esa playas demasiado populosas como las que solían frecuentar mis compañeros del colegio, no habría en ella más de 100 turistas que, al igual que nosotros, habían tenido que atravesar una laguna en lancha de motor para llegar a la zona turística; supongo que a poca gente le gustaba aventurarse a lugares tan remotos y que por ello no tenía tanto éxito como otras playas del país, en las que abundaban turistas extranjeros. A pesar de ello me sentía bastante bien, salir de la monotonía al menos una vez al año me era tan necesario como los brasieres que un par de años atrás había empezado a usar.

Las personas del lugar no eran profesionistas del turismo, eso también me gustaba; eran sólo gente de provincia, que ponía todo su empeño en retener a los pocos visitantes del lugar, aunque no por ello dejábamos de parecerles ajenos. Nos escuchaban decir "el mar" y meneaban la cabeza, incluso la mujer que vendía los cometas me dijo que el mar no era el mar, sino la mar, y que los cometas no eran cometas sino papalotes. La corrección de los papalotes me la esperaba, sólo los citadinos llenos de smog les decimos cometas a los papalotes, pero la feminidad del mar sí fue todo un descubrimiento, aunque no tan asombroso como mi descubrimiento de la zona manglar que rodeaba la desembocadura del río. El verdor húmedo que se extendía muchos metros más allá de la zona turística me causaba un poco de miedo, no como el que le causaba a mamá, pues yo no pensaba, como ella, que de ahí saldría algún caimán hambriento de carne humana, sino más bien ese miedo que produce el vértigo, que es instinto de supervivencia pero también morbo. Para mi mala o buena suerte, fue justo en esa zona donde vi caer la cometa amarilla después de que el viento me la arrebatara de las manos. Corrí a buscar el artefacto tras la espesa vegetación, aprovechando que mi hermano se lucía sintiéndose un rompeolas humano y mi madre dormitaba boca abajo sobre una toalla azul. Apenas había avanzado unos pasos, pisando enormes raíces y alborotando la pequeña fauna, cuando escuché, no muy lejos, el atravesar del aire por un instrumento metálico. Como un roedor hipnotizado perseguí la melodía cuyo origen se podía rastrear hasta el otro lado del río. No sabía nadar en aquel entonces, pero el río no parecía profundo y ya antes había cruzado un río similar en el pueblo de papá, un lejano fin de semana que nos llevó a conocer a los abuelos. La música, además, contenía algo de viejo, algo de antiguo testimonio que la hacía irresistible. Me aventuré entonces en las aguas dulces. Todo iba viento en popa pero justo a la mitad del camino (¿es un río un camino?) la corriente parecía tener más fuerza y ser más profunda. Un calambre en el pie derecho me hizo entrar en pánico y gritar.  Lo último que recuerdo es que el agua que entraba por mi boca ya no era dulce.

Cuando desperté, mis labios estaban secos y había en ellos el mismo leve rastro de sal que sintiera antes de perder el conocimiento. Lo primero que mis ojos vieron fue su rostro bajo la claridad del crepúsculo. Por supuesto, no parecía ser de Hamelin; al contrario, sus profundas ojeras, los lentes circulares a lo John Lennon, la nariz ligeramente quebrada y sus cabellos lacios, demasiado peinados para alguien de la costa, me hicieron pensar que seguramente estaba en casa o en algún hospital de la ciudad. Supe que se llamaba Ríos, aunque no: desde luego que Ríos no era su nombre de pila sino su apellido, pero se había apropiado de él como si lo fuera y ninguna palabra podía describir mejor el constante fluir, el movimiento dirigido, el curso lógico de agua que parecía ser Ríos.

—¿Estás bien? —preguntó, y una especie de asomo de sonrisa se deslizó por la comisura de sus labios.

—¿Era Chopin? —pregunté tontamente, y es que al único músico que recordaba de mis clases en la preparatoria era a Chopin.

—No, era Bach.

—Ah, música clásica.

—De hecho Bach es barroco…

—¿Y Chopin?

—Romántico.

De su mano derecha pendía lo que, después supe, que era una flauta travesera. No sólo lamentaba la torpeza de medio ahogarme, sino la torpeza de no saber distinguir entre música clásica, barroca y romántica. Me ofreció su mano libre para ayudarme a levantar y luego volvió a tocar nuevamente. La música fluía como fluye la corriente. Caminé, de nuevo hipnotizada, siguiendo las notas que flotaban densas en aquel aire del trópico. Lejos del bullicio de los turistas  y el alboroto de los lugareños, Ríos me guió a otra zona de la playa por un pequeño recodo donde el río se adelgazaba como el aire se adelgazaba al atravesar su flauta.

Hamelin se convirtió entonces en el paraíso de arena y agua, y después de que sus manos acomodaran la flauta en un estuche que reposaba sobre la arena, dirigió su diestra a mis cabellos despeinados y los acomodó tras mi oreja. Me contó entonces que el camión donde viajaba con el resto de la orquesta se descompuso a mitad de aquel pueblo olvidado de Dios y que tocaba desde los seis años. Su voz era melodía, y sus manos cometas amarillos que volaban de un lado a otro mientras hablaba. Yo era tan joven en aquel entonces, era todo tan nuevo que hasta la sal de mis labios sabía de pronto desconocida.

—Le dicen la mar porque hay ciertas épocas del año en que algunas especies de algas diminutas colorean las aguas de rojo, como una mujer que menstrua —me explicaba Ríos. En esos días los pescadores no pueden salir a pescar, como el hombre no sale a encontrarse con su mujer, pero el río, el río siempre está penetrando a la mar, al río no le importa si hay días rojos o azules. Cuando el río entra en la mar dos humedades se encuentran  —continuó, como si todas las horas que había pasado en ese pueblo le hubiesen traído ideas nuevas. Ahí donde el agua dulce y el agua salada se encuentran, ahí donde el aire frío y el aire caliente…

—Ríos —le dije—, yo soy la mar.

Ríos asomó nuevamente aquella mueca casi sonrisa y su mano se deslizó por mi clavícula como se deslizaba por la flauta. La piel fue entonces una larga partitura que Ríos tocaba con maestría. Dentro de mí, Bach sonaba con vibraciones de aire del trópico, y en su infinito fluir creía ahogarme con el ahogo feliz de los marinos. Imaginé entonces que el río se demoraba tanto penetrando a la mar porque sin duda la besaba largamente, igual que Ríos me besaba. En la soledad de aquel lugar había que apresurar las caricias, pues una vez reparado el autobús, Ríos cambiaría su curso, llevando el rumor de su flauta a algún auditorio de la ciudad.

Cuando la noche llegó, dejé sobre su boca la última melodía fluvial en A menor, y no olvidaré la masculina voz de mi hermano voz interrumpiéndonos:

—¡Sara! Mamá lleva horas buscándote.  

En ese momento algo se ahogó, Ríos nos miró con extrañeza, como esperando una presentación formal. Mi hermano nos miraba con el mismo desconcierto, como esperando una explicación lógica. Era irremediable, el río se había unido a la mar, no había marcha atrás. Algo en mí se sacudió como las olas. Desbocada, agitada, sentí aquel impulso de marea embravecida, me armé de valor y le solté a mi hermano, sin ninguna otra explicación, un simple:

—Hola. Ella es Ríos.


Xóchitl Natividad Juárez Alarcón (Chilpancingo, Guerrero, 1991). Pasante de la licenciatura en Historia de la Universidad Autónoma de Guerrero. En 2011 participó en el Curso de Creación Literaria para Jóvenes de la Fundación para las Letras Mexicanas. Ha colaborado en Aeroletras y Revarena.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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