ENSAYO / diciembre 2019-enero 2020 / No. 83
Expectativa de vida



Paseo a Tea, la perrita mitad labrador y mitad incógnita que L. y yo adoptamos, y pienso en sus (especulativos) siete meses de vida. Nadie con certeza sabe cuándo nació: sólo la encontraron bramando, con una profunda mordida en el lomo y el tamaño suficiente como para que el veterinario dedujera que tenía dos meses de nacida. Según los cientos de infografías que abundan en internet —y una prestigiosa universidad que hasta antes de esta escueta investigación no conocía— su vida útil será de diez a 12 años, dependiendo de su alimentación y cuidados. ¿Vida útil? Lo entiendo aplicado en licuadoras, enlatados y hasta en listas de nómina, pero jamás en la utilidad que pudiese tener una mascota. Es (quizá) una de esas reminiscencias cientificistas pavlovianas o una mala traducción hecha por un procesador que poco sabe de vida, pero mucho de utilidad.

Suelo preguntarme si afectará en su expectativa de vida que la gente crea que su nombre significa Trastorno del Espectro Autista (TEA) y no la diosa griega que dotaba de oro o un diminutivo de Galatea. Nadie sabe nada de su otra mitad incógnita, de sus enfermedades crónicas (aún) ocultas o de sus achaques en potencia. Por fortuna, su diseño corpóreo no fue hecho por un afán de mascotas a diseño, ni siquiera por deseo humano: su origen es el mero azar instintivo de un impulso inconsciente por perpetuar la especie. Con los mismos rasgos característicos de un labrador, pero una talla menor; cosa que el tamaño de mi departamento lo agradece.

Entre más lo pienso se vuelve más absurdo. Según el Banco Mundial (léase con seriedad), mi esperanza de vida es de 77.12 años y a la baja. Todo esto dado por el país donde vivo y las condiciones que favorecen o perjudican (según se les quiera ver) la mortandad de una población en un periodo. Irónicamente, y conforme a las cifras, iré perdiendo días que se volverán años hasta estancarme en 75.7777; esto sin considerar mis sutiles tendencias autodestructivas y mi afanado amor por la comida que no da tregua a que aumenten estas estadísticas. Es el día a día lo que hará que mi frívolo paso por estos lares coincida con esas decimales tan cabalísticas y se termine por ratificar que las cifras no mienten. Es quizá la mala calidad del agua en la ciudad y sus altos porcentajes de cadmio, las constantes contingencias por partículas PM2.5 que se irán agravando, el encarecimiento de los alimentos de calidad y su consecuente ascenso a ser considerados productos de lujo, las dos horas con minutos que gasté (y seguiré gastando) a diario en llegar a todas partes y la sobrepoblación citadina, base puntual de todos los males, que multiplicará lo ya mencionado hasta ser considerado parámetros comparables al ciberpunk o a las distopías más dóciles y cariñosas de la ciencia ficción ochentera. Sin embargo, lo que no cabe en las cifras (y que Dinamarca, Noruega e Islandia saben bien), volverá de ese 75.7777 el punto de no retorno para lo que llaman “esperanza” en esta parte del mundo: felicidad. Y traducido a un vocabulario más feroz: no vivir en un constante y perpetuo peligro-incertidumbre-inestabilidad-crisis-delirio-surrealismo-inseguridad-cordura-realismo mágico. Por eso nadie quiere descansar aquí. A modo de revancha o última venganza, a todos nos aguarda una pequeña tumba en un pueblo de difícil pronunciación y a kilómetros de distancia. Un sitio donde la contaminación no hará que perduremos más tiempo del que debamos.

Un “.7777” parece una buena sentencia de muerte. Un sino marcado en sí mismo, más cercano a un designio divino decretado por las matemáticas que la cantidad de tiempo que le resta de vida a una persona. Después de los 75 años, sólo quedarán 283 días, 20 horas y 39 minutos con 48 segundos. Un instante después de ese tiempo será un fallo de cálculo, un desliz en la gráfica y un margen de error. Morir antes de esos 75.7777 años significará un cobro anticipado, una variable con alteraciones y una estadística proporcional de los que sobrepasan su esperanza de vida. A final de cuentas, todo es trazado por una ecuación para la que siempre fui una incógnita a despejar.

Como si la vida se pudiera medir en expectativas, conceptos llenos de sofismas que distraen sobre lo absurdo que resulta tener un 75.7777 tatuado en la frente. Finjamos creer que “Esperanza” y “Expectativas” son sinónimos, que la OCDE, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional tienen razón. A mis 25 no compré una casa, no me casé, no tuve hijos y mucho menos un plan de vida en desarrollo. Me quedan 50 años y poco más para todo lo que resta: los altibajos, el desamor, las enfermedades, la fragilidad emotiva, la frustración, el progreso de las carencias emocionales, la postergación de los sueños, el estrés y —en menor medida— los éxitos, la reafirmación de identidad, los momentos de lucidez, las sonrisas verdaderas, el descubrimiento de un sentido, los aguinaldos, encontrarnos y todo el tiempo muerto lleno de automatismo.

Según los bancos podré comprar algo así como dos departamentos en la ciudad (si desde mis 35 años gano mensualmente lo que tres personas en un año) y los termino de pagar antes de morir. Apuestan que viviremos para pagar, en un sentido estricto de la expresión. Las jubilaciones nos prometen una vida después de la vida, sin preocupaciones y sin pesadumbre económica, un sueño de libertad en lentitud y una burbuja en dirección al olvido. Pero antes, debió de haberse destinado —sin importar la generación— toda una vida (de 30 o 40 años) a trabajar en lo que se pudo y como se pudo. Los seguros de vida nos ofrecen la certeza de que, si morimos antes de tiempo, los demás en verdad existen y se beneficiarán de nuestro infortunio. Por su parte, los seguros de gastos médicos mayores nos prometen que si tenemos la suerte de no morir, tendremos el dinero suficiente para sobrevivir esperando que estemos en las mismas condiciones de antes. Las garantías de por vida nos dan la ilusión de que escucharemos niños llorar y verlos crecer sin que unos audífonos se descompongan o reemplazarlos hasta que nos cansemos de llevar una hoja membretada a una tienda; claro, por un costo extra. Los contratos y los testamentos nos seducen con la idea de que una firma es capaz de resolverlo todo, de regir una vida (aún después de ella) y de pretender que la palabra tiene un valor inamovible. Sin embargo, como desfortunio para todos, los sueños no caben en los contratos y mucho menos en los bancos (así sean mundiales).

Vuelvo a pasear a Tea. Su herida se ha vuelto prácticamente imperceptible, tanto que quizá con los años nos olvidaremos de la razón por la que fue encontrada. Ella jamás entenderá que se espera —según su alimentación y cuidados— que viva (útilmente) entre 10 y 12 años, y que cuando muera, el tiempo que le sobró o faltó, se le agregue a otro can de su misma raza para alimentar este cálculo. Jamás lo entenderá y parece no importarle.


Ángel Godínez Serrano (Ciudad de México, 1992). Narrador y ensayista. Estudió la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la FES Acatlán de la UNAM. Cursó el diplomado de Creación Literaria en la Escuela Mexicana de Escritores. Sostuvo dos columnas en la revista Morbífica. Se desempeñó como redactor para El Financiero.


 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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