RESEÑA / octubre-noviembre 2019 / No. 82
La anarquía de las minucias



Tomografía de lo ínfimo
Laura Sofía Rivero
México, Fondo Editorial Estado de México, 2018
Siempre he admirado a aquellos escritores que encuentran en los gestos mínimos, en los detalles aparentemente fútiles, el modo de romper con la abulia de todos los días. En sus libros reconozco la anarquía suficiente para que la rutina tambalee. Desde la insurrección de Bartleby hasta las distopías que germinan en la intimidad de los pormenores, he leído historias que narran la caída del gigante por culpa de algo tan absurdo y maligno como una cáscara de plátano. En Tomografía de lo ínfimo, Laura Sofía Rivero (Ciudad de México, 1993) tiende la cubierta del banano como la bromista que disfruta de sus fechorías escondida en un rincón.

Los ensayos de Laura Sofía le rompen la crisma a la cotidianidad. No sólo nos revelan su fascinación por las minucias que a nadie más interesan; al reparar en ellas, también, algo en nosotros se ilumina. No es casualidad que el primer ensayo sea una reflexión espinosa sobre las uñas enterradas, martirio que acosa los pies de incluso los más fuertes de la tribu. A menudo lo mínimo de nuestro cuerpo conlleva las mayores dolencias. La enfermedad, el dolor y el sufrimiento nos estorban para ser nosotros mismos. Hasta los virus, en su parvedad, nos tiran en la cama por semanas. Apunta la autora en "Meditación sobre las uñas":

Un padecimiento transgrede el modo automático del transcurrir de nuestros días: destroza planes, incomoda. Toda dolencia apunta a lo que señalaba Hume: para vivir, damos por sentada la naturaleza de las cosas con el propósito de normalizar los imperfectos y olvidarnos del azar.
Tengo la impresión de que la gestación de este libro sucedió entre carcajadas malévolas de quien planea atentar contra el orden del mundo y sabe que el arma más poderosa es la palabra. Mediante un lenguaje hiperbólico y mordaz, Laura Sofía consigue hacernos pensar en la importancia de las cosas triviales. Gracias a los chispazos de humor, que a menudo disfrutamos los perversos, los morbosos, los ociosos lectores, el ensayo, tal como lo entiende Rivero, recupera sus orígenes desarrollándose como oposición directa a la solemnidad impresa por aquellos ensayistas de largo (y rancio) aliento que escriben aún como antropólogos decimonónicos. Acaso, sin aquella ironía, reparar en bagatelas sería de una flojera asesina.

De hecho, es imposible mantenerse serio cuando la ensayista se pitorrea de aquello a lo que no le habíamos prestado suficiente atención. No obstante, me pregunto si habría forma de apreciar las nimiedades de otra manera que no fuera mediante el humor y la exageración socarrona. ¿Quién, si no Laura Sofía Rivero, redactaría un manifiesto a favor del uso de las pantuflas en la oficina, y casi de inmediato, como el reverso de la misma moneda, criticaría el acartonado uniforme para adultos tristes que es el traje sastre y la corbata?

"El mayor riesgo del oficinista es su propensión a la tristeza".

Leo con placer "Manifiesto sobre el uso de pantuflas en la oficina", y el Godínez que vive potencialmente en mí se siente interpelado. El planteamiento a favor del calzado cómodo —aparentemente ingenuo, pero subversivo y desafiante— me recuerda a ensayistas como Vivian Abenshushan y Luigi Amara, quienes, cada quien a su modo pero partiendo del ocio como factor antisistema, rompen filas frente al capitalismo, demonio encerrado en las cosas pequeñas.

Hablando de ensayistas que han honrado al género con creces, la autora de Tomografía de lo ínfimo se suma, junto con el par de arriba, a aquellos que, al igual que Alfonso Reyes, emplearon símiles memorables para descifrarlo. En lo que respecta a Laura Sofía, sus comparaciones se adaptan muy bien a los tiempos líquidos actuales, cuya densidad fluctúa entre la dispersión, rasgo inherente a la escritura ensayística, y lo pegajoso como condición de los textos incómodos, provocadores, de actitud bravucona.

La comparación más afortunada se da con el chicle, y cabe decir que no es gratuita. Las palabras tienen un gusto especial, y el ensayista las paladea hasta perderse en el paroxismo de los sabores. Un ensayo, mientras más se extienda, más placentero resulta no sólo de leer sino también de escribir, sobre todo esto. En la boca del ensayista un festín tiene lugar.

Ya Benjamin describió el placer que embarga al comelón. Si estuviera vivo hoy, cuando una señora llamada Marie Kondo dicta normas y estilos de vida minimalistas y cuyos seguidores son víctimas de una neurosis tirana, Benjamin no podría disfrutar de sus sabrosos higos con "la voracidad, el desvío desde la llamada avenida del apetito hacia la selva de la gula". Con Marie Kondo de madre, un Benjamin enclenque y reprimido se habría muerto de hambre tan sólo probar la dieta de la luna.

"Nuestra humanidad se extiende por los mínimos placeres. Y a ellos debemos volver".

Laura Sofía Rivero entiende que comer y escribir desaforadamente son actos que contienen en sí mismos el placer de la desmesura, y que son los sabores concentrados, mínimos en tamaño pero portentosos en la degustación, los que sazonan la comilona. Con su prosa, lleva hasta sus últimas consecuencias la naturaleza desbordante y ambiciosamente inútil del ensayo. Sin embargo, tal como sucede con aquel que no puede explicar el regocijo que experimenta cuando deglute con perversidad unos tacos de carnitas o un pozolito de maciza, la autora se queda corta al definir el género. Lo cual no es un error sino, acaso, un favor, una manera de no acabarse de un bocado el plato. Como con el sexo, el deseo se acaba cuando queda satisfecho.

El problema es que, en este regocijo, la ensayista analiza de más, lo cual la conduce a una intelectualización excesiva. No considero que esto sea un defecto grave. Se trata, me parece, de una tentación, un desliz en un afán creativo, es cierto, por sondear las profundidades de la banalidad.

El tratamiento de Laura Sofía Rivero en torno a las minucias que ensaya tiene mucho de pornográfico. Hay una explosión de imágenes que como lector percibo y disfruto, aunque me intimide muchas veces y otras más se me antojen como se antoja no sólo saciar el apetito con suculentos manjares, sino aprender a prepararlos.

A lo largo del ensayo el adjetivo acompaña y empodera a un nombre que, de otro modo, pasaría desapercibido. La minucia no alcanza por sí sola, pues se quedaría ensimismada en su fútil naturaleza; el adjetivo la arrastra hasta alterarla y convertirla en material peligroso.

En los detalles se encuentran verdades insoslayables. En el ensayo "Bolsas que guardan bolsas" está presente la idea de la resurrección a partir de las reminiscencias. Los residuos en una casa dan cuenta de que está habitada. Dicho texto da pie a una crítica demoledora de la precariedad a la que nos obliga un sistema económico representado por la bolsa, amenaza plástica. Somos la bolsa que guarda más bolsas, imagen potente de la represión a la que el capitalismo nos tiene sometidos, reprimidos y a punto de asfixiarnos como si tuviéramos la cabeza metida en, ay, una bolsa.

Gracias a los detalles es posible hacer una arqueología en el futuro. Aquellos que se interesen en nosotros deberán mirar las minucias, sólo así entenderán que en ellas reside la anarquía.


Diego Casas Fernández (Puebla, 1992). Estudió Lingüística y Literatura en la BUAP. Es autor del libro de ensayos Punto ciego (Ediciones de Punto de Partida, 2016). Ha publicado en las revistas Tierra Adentro, Divague, Temporales y Punto de partida, así como en la antología Somos un lugar inventado (Intendencia de Letras/UAM-I, 2013). En 2014 fue beneficiario del PECDA en Ensayo. En 2015 obtuvo el primer premio de Ensayo en el Concurso 46 de Punto de Partida.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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