ESCRITORES DE AGUASCALIENTES (1985-1997) | CUENTO  / junio-julio 2019 / No. 80
 


El color que vino del océano



Ciclo 384, Quinta Era
Mares Anthal


Jamás olvidaré la entrevista que le hice al superviviente del Oourang, Mal’Goloth, un viejo lobo de mar orco proveniente de Nantucket. Me temo que las cosas que me contó por su parte, y lo que vi yo por la mía, se han apoderado tan firmemente de mi alma que cualquier recuerdo, cualquier ilusión que haya tenido de felicidad o de futuro se han perdido en la bruma que se levanta todas las mañanas sobre la superficie del mar. Ahora me temo que mi historia, la de Mal’Goloth y la del Oourang se han ligado a un solo destino, a una monstruosidad que pulsa y late bajo las olas del Gran Mar Océano.



***


Mal’Goloth tenía en la mirada una tensión extraña, como si de verdad creyera que hablaba para proteger una verdad más grande que él. Como si su vida misma dependiera de las cosas que diría, de lo que había visto, de lo que recordaba. Y así era, de cierta forma. Fue uno de los dos supervivientes del desastre marítimo de hace unos meses que les costó a Nantucket, a Ashbury y a Londres tres excelentes barcos. Lo peor de todo es que tampoco se pudo recuperar la sonda de exploración Anansi I. Recuerdo vagamente que se reportó la pérdida de las grúas y que, a lo lejos, se escuchaban disparos y gritos; algunos canales incluso reportaron la presencia de magos a bordo, pero esto, como mucho de lo que afirma Goloth, está en entredicho. Después, los radios emitieron un silencio constante, irrompible. Las placas de acero de la cubierta estaban rasgadas, como si alguien o algo de una fuerza descomunal las hubiera jalado desde el fondo. El lado de estribor del Liberty estaba arañado y los restos del Ireti presentaban abultamientos en gran parte de la popa y el lado de babor. Además, los tres barcos estaban cubiertos de una sustancia luminiscente de origen desconocido. Hasta ahora, los laboratorios no han dicho nada al respecto, pero se cree que ésta podría ser de origen extraterrestre.

Cuando se encontraron los navíos fantasmas, los viejos lobos de mar no tardaron en asegurar que se trataba de alguna criatura nacida en los abismos, quizá más grande que el kraken de las leyendas gnómicas, y no faltó quien comparara los abultamientos del Ireti con las marcas que dejarían las ventosas de dicho animal. A nosotros, la Prensa Internacional, se nos ordenó que tratáramos el asunto como un accidente a pesar de lo que viéramos o descubriéramos. No querían levantar una falsa alarma en Úrim, llamar la atención del Obelisco y menos detener el mercado marítimo entre Hiva, El Dorado y Thule, ahora que las aguas se estaban empezando a serenar. Además, decían, el accidente estaba lo suficientemente lejos como para que lo que destruyó a los navíos no pudiera llegar a las rutas de intercambio de bienes.

Mientras pensaba en estas cosas, me percaté de que Mal’Goloth se ponía cada vez más nervioso. Quizá mi silencio había sido demasiado largo o lo que vio era mucho más abominable de lo que se dejaba ver en los reportes y satélites. Recordaba haber visto las carcasas de las naves atascadas en Nantucket, donde los magos intentaban encontrar el origen de la radiación y las marcas de la bestia. Goloth estaba, decía, nervioso. Le sudaban las manos, la frente, y resultaba evidente que lo que al principio parecía una lucha interna por revelar o no la verdad era, más bien, contra un miedo que lo roía dentro. Goloth se exaltaba fácilmente, como si cada palabra que pronunciaran los que lo rodeaban hubiera estado pensada para contradecirlo; como si, más bien, el simple hecho de escuchar a otro le irritara mucho, sobremanera. No era la primera vez que me contaba su historia, pero sí la primera en que había decidido entrevistarlo formalmente, y desde que me senté frente a él, supe que había cometido un error descomunal. Encendí mi equipo de grabación y empecé.

—Una vez más, Mal, si no le molesta, ¿qué fue lo que vieron?

—Un monstruo. Eso… eso es lo que recuerdo. Tentáculos, brillos, una espuma azulada. —Sus ojos pequeños, rodeados por una frente ancha y poderosa, lo hacían ver más nervioso a la luz de la lámpara blanquecina—. Por favor, Robert, necesito advertirles.

—¿Advertirnos qué? ¿Recuerda algo del incidente?

—¡Estamos perdiendo el tiempo con estas preguntas estúpidas! ¡Un monstruo, carajo, eso es lo que recuerdo!

No era la primera vez que Mal se refería a un monstruo o a fantasmas; en cualquier caso, siempre a una entidad sobrenatural. Pese a que los etermantes y los necromantes de Granada solían acompañar las expediciones hechas en el Gran Mar Océano, la creatura de la que hablaba Mal’Goloth había resultado ser… elusiva, por decir lo menos. Durante décadas se pagaron expediciones, grupos de científicos, rastreadores. Nada. Las bestias del éter decían no saber nada al respecto, y los muertos no conocían a nadie con las características que decía el orco, pero éste estaba completamente convencido de que sí lo había, y de que las cosas a bordo del Oourang se habían precipitado en apenas unos segundos. Una fuerza inhumana, similar a la de los dragones, habitaba las profundidades, decía el orco, y atacaba sin provocación. En el puerto aseguraban que ningún ser vivo submarino podría provocar daños similares a los que presentaban los barcos perdidos en el océano. Sin embargo, había rumores. Las leyendas decían que el monstruo aparecía para defender los barcos que se veían emboscados por piratas y que protegía a las naves más pequeñas de huracanes. El rumor había iniciado hacía relativamente poco, y en los poco menos de 200 ciclos que tenía circulando de capitán a capitán, y de polizonte a pasajero, se habían recolectado al menos 40 casos de avistamientos de un pilar de agua que detenía huracanes y hundía bombarderos. Con esto en mente, seguí intentando convencerlo de que hablara.

—¿Escuchó alguna explosión dentro de los navíos?

—Todo el tiempo, dentro de los navíos, en mis sueños, en los sueños de los demás. —El orco se movía en la silla, sudaba, parecía mareado—. Pero te lo repito, Robert, viene por nosotros. Nos sigue en los sueños, a todas horas, aunque estemos en tierra firme. — Un vehículo en las afueras del puerto debió de frenar de golpe. El ruido sobresaltó a Mal y pasó a gritar y aullar, y de todas las cosas que dijo y de entre todas las maldiciones que escuché esa tarde, sólo distinguí dos cosas: —¡Todo el tiempo, Robert! ¡Todo el jodido tiempo lo escucho!

Tardé casi dos horas en tranquilizarlo. Para entonces ya había oscurecido y apenas si circulaba algún vehículo entre las calles del puerto. Omití decirle que su historia me interesaba más en un nivel personal que profesional. De cualquier manera, Mal’Goloth terminó cediendo y, al percatarse de que, en efecto, estábamos en tierra firme, se mostró más cooperativo, menos violento y tomó mejor las preguntas que le hice. Volvimos a iniciar la sesión, pero esta vez retrocedimos un poco más en la narración.

—Dígame, Mal, ¿por qué aceptó el capitán del Oourang, Fedor Boykov, la misión de recuperar la sonda de exploración Anansi I del fondo del océano?

—El Oourang era famoso en Baltimore y sus alrededores por adelantar los tiempos de entrega. Su gran tonelaje, además, lo hacía ideal para transportar la sonda. Los trolls y los gnomos iban de apoyo porque nuestra grúa no alcanzaba a levantar sola el peso de la roca.

—¿Dirías que era el buque insignia?

—Sí. Todos los tripulantes estábamos orgullosos de poder recuperar la sonda y de servir al mundo en nombre del Imperio.

—¿Tuvieron algún altercado durante el viaje?

—No que yo recuerde. Poco antes de llegar a la zona de impacto, algunos de mis amigos decían que se veía espuma blanca y muy brillante en la noche. Como si hubiera estado llena de medusas. Lo que nos pareció raro es que mientras más nos acercábamos a la zona de impacto, más espesa se sentía el agua. Se dispararon algunas bengalas y los trolls del Ireti dispararon un cañón de advertencia para los demás barcos que pudiera haber en la ruta.

—¿Alguien comentó algo sobre ella? ¿Sobre la espuma?

—Por los Guardianes, claro que no. —El orco sonrió por primera vez desde que nos entrevistamos. Se levantó un poco, se quedó mirando a través de las gruesas ventanas de vibranita y siguió: —Cuando vives en el mar te acostumbras a encontrarte cosas extrañas. Esto no era diferente a las alucinaciones del calor o la soledad. No, la espuma nos parecía normal. Nos llamó la atención que fuera tanta, nada más, pero por lo demás la ignoramos. —Si había habido una sonrisa antes, se extinguió rápidamente. —Algunos llegamos a creer que era de esa espuma venenosa que se junta donde hay basura. Recuerdo que Kar’gash e Ik’Bathol tomaron una red y la arrojaron. Tiraron un par de veces, y nada—. El orco me miró como esperando respuesta de mi parte, pero como estaba claro que no entendía qué esperaba de mí, se explicó: —Ambos son arak’hai. Son casi tan fuertes como los trolls. Pero en vez de deshacerse, las redes se enredaron y atraparon los miles de cadáveres de medusas que formaban la espuma blanquecina y brillante. Lo más raro fue que venían trenzadas unas a otras, formando grandes líneas con sus cuerpos deformados. Tiramos de las cuerdas de medusa durante unos cinco minutos. En total, fueron más de 80 metros. El primer oficial Maluk’gar se acercó a nosotros y nos preguntó qué hacíamos. Le contamos de nuestro descubrimiento y nos indicó que debíamos estar ayudando en los preparativos. Apenas dimos unos pasos, Ik’Bathol se percató de que el primer oficial se había quedado a revisar las medusas.

—¿Los otros no reportaron nada?

—No—. El orco inhaló, se volvió a sentar y me permitió acercarme más. Pude ver las cicatrices de sus brazos con mayor claridad: una serie de aguijonazos que dejó una línea de puntos. Quizá, como decía él, era un tentáculo de medusas o algo así. Sabíamos del veneno de los habitantes de las profundidades desde hacía ciclos; él aseguraba que era parte de las marcas que le dejó la cuerda de moluscos—. Nada raro, al menos. Todo iba de acuerdo con el plan y el incidente de estribor pasó desapercibido, aunque notamos la luz de las medusas justo donde la habíamos dejado. Recuerdo que el capitán Maluk’gar hablaba más por radio con los gnomos desde que llegamos a la zona. Los medidores de radiación se volvieron locos y nuestros radares indicaron la presencia de un gran cuerpo que yacía a cuatro kilómetros y medio de profundidad. Desde luego, ambas cosas las esperábamos. El Liberty se adelantó para anclarse a su posición final. Unas horas después bajamos las grúas para buscar la sonda. —Al mencionar las grúas volvió a mostrarse nervioso. Intenté calmarlo una vez más, aunque era evidente que la historia real, si la había, empezaba a fusionarse con su delirio.

—¿Qué pasó después?

—Bajaron. Bajaron hasta el fondo del mar. Bajaron hasta el dominio de un dios antiguo, dormido, tan grande como el fondo del océano mismo a hurtarle su tesoro del cielo. Y lo despertamos, quizá con las bengalas o los cañones. Lo despertamos. —Había topado de frente una vez más con dioses y fantasmas; sin embargo, esta vez decidí seguirle la corriente. Era mejor que hablara de lo que creía haber visto y extraer, aunque fuera, la información del clima, de los eventos y de qué creía que había pasado con las tripulaciones de no uno, sino de tres barcos completos. Se habían extraviado alrededor de 800 individuos y el único testigo vivo que quedaba hablaba de sombras y magia antigua.

—Un dios. Muy bien, Mal. ¿Qué hizo est…? —El golpe del orco me impactó de lleno en la mandíbula. Tenía una fuerza tremenda, y ni siquiera me percaté de a qué hora se levantó de su silla. Me derribó, mi cabeza golpeó con la pared del fondo. La pistola que tenía cerca de mí cayó lejos, muy lejos como para que cualquiera de nosotros pudiera alcanzarla.

—¡Sé lo que vi ahí en el mar, rodeado de cientos de miles de cadáveres de medusas, con el olor de la muerte metiéndose hasta la última bodega, hasta el último rincón de nuestro cuerpo! —Goloth me levantó con un solo brazo, mientras con el otro se cubría el oído derecho. Había dejado de hablar conmigo—. Sé que lo que vimos no era de este mundo ni de este tiempo. Eran los eslabones de una dimensión lejana arrojados al mar para que se oxidaran, para que crecieran peces y algas. Todos sabíamos que no nos creían. Lo sabía Ágathos, lo sabía Ik’Bathol, lo sabíamos el capitán y yo; lo sabían gnomos, hombres y trolls y ellos se sacrificaron para que el mundo supiera esta historia. El Liberty y el Ireti dispararon cargas de profundidad, y el dios antiguo respondió. Escapamos de la locura del océano para advertirles: los dioses han despertado y nos castigarán por nuestra avaricia, por haber profanado su templo de agua. —Lo escuchaba, lo escuché durante lo que me pareció una hora, y aullaba y seguía: —¡Debiste verlo, Robert! Las medusas, las jodidas medusas eran apéndices de una locura del tamaño del cielo, una locura que crecía y se perdía con el horizonte sin apenas levantarse del mar. Era más grande que el kraken, y estaba alumbrado por la luz del abismo. Los gnomos le dispararon, oh, Kósmon, si no le dispararon, pero no puedes matar a una montaña a pedradas. El estribor del Oourang, donde habíamos subido las medusas, se había transformado. Los moluscos se transformaron en cadáveres de pulpos, de mantas, y las medusas que quedaban se retorcían como buscando algo—. Me seguía sosteniendo, y aunque sus ojos estaban clavados en mí, ahora su mirada estaba en otro lugar, en otro tiempo. Sólo esperaba que la grabadora funcionara. Al fin lo había hecho hablar. —Luego empezó el ruido. No era un sonido muy alto; definitivamente no era un grito, sino un zumbido, un tarareo que proviene desde las entrañas del mar. Todo el océano vibraba la canción de la locura. Era un sonido leve, pero muchos de los marineros intentaban cubrirse los oídos; otros nos quedamos de pie mientras veíamos cómo se alzaban las olas a nuestro alrededor. Sea lo que fuere, debió de haber sido colosal. Era un llamado poderoso, lento como la eternidad misma, pero que hacía vibrar el mundo alrededor de él. Unos segundos después, Ik’Bathor caminaba hacia el mar, como respondiendo a las olas. No pudimos detenerlo. Se arrojó del Oourang como poseído por un impulso muy superior a él y no hizo esfuerzo por regresar a la superficie. El capitán salió del trance antes que yo cuando escuchó que el metal de la grúa del Ireti cedía. Me sacudió y logramos despertar a varios más. En nuestro asombro, no nos habíamos percatado de lo que pasaba a nuestro alrededor. La barcaza troll estaba siendo envuelta por los pesados, gigantescos apéndices luminosos que surgían del océano lanzando espuma bioluminiscente por todos lados. Ventanas, puertas, máquinas. Todo estalló. Muchos marineros se refugiaron dentro de sus camarotes, pero los tentáculos los atraparon.

La narración de Mal se había vuelto frenética. Estaba viviendo su delirio en su máxima expresión. Sus manos se doblaron hacia dentro, como impulsadas por una fuerza ajena que iba en contra de su articulación natural. En unos segundos, su cuerpo sufrió una horrible contorsión, y juro por lo más sagrado de mi nombre que vi un pequeño tentáculo azul saliendo de la oreja del marinero. A lo lejos, como si una gigantesca máquina se encendiera y sus vibraciones atravesaran los huesos y el mundo, comenzó el tarareo de algo tan inmenso que no puede describirse sin pensar en un dios.

—¡Oh, Dios, Robert, huye! ¡Está pasando de nuevo! ¡Corre, corre y cuéntale al mundo lo que has visto! ¡Corre, imbécil, corre! ¡Me viene siguiendo! ¡Sabía que se le había ido uno y viene por mí! —Los ojos del orco se volvieron hacia adentro, hacia su cráneo, y del lagrimal unas pequeñas luces azules dieron paso a un par de tentáculos. Dijo algo, algo podrido, algo nacido del fondo del mar, ajeno a sí mismo; algo que, estoy seguro, no pertenecía a ningún idioma nacido en la tierra—. Tú. Robert. Ma’resh unmekathi akthámerosh. Este planeta, Úrim. Mar, casa. Fai marash ajalmènerosh. Ustedes, Úrim muerte. Yo Tayé, vida, océano. Uti Róberaki anashíshmerash. Maj’narai ahtenmàkeros. Nosotros el mar. Nosotros somos la ira del mar.

***


No tuve que ver más. Recuerdo que le pegué una patada al cuerpo torcido y que éste empezó a vibrar, a producir el lento tarareo que se oía desde hacía unos minutos. Corrí hacia la pistola, le di un par de tiros, pero no se detuvo. La luz surgió de los orificios y éstos se transformaron en bocas. Me alejé corriendo y vi cómo Mal’Goloth, transformado en una especie de araña, de patas brillantes con el cuerpo central torcido y empalado por la luz, se iba corriendo hacia las olas. No sé qué haya sido de él ni pretendo averiguarlo, aunque sé perfectamente bien que está muerto. Sé que escuché el zumbido y que vi la luz azul, la luz maldita del Oourang, acompañado de sus hermanos el Liberty y el Ireti, una tríada de fantasmas que me advirtió que destruyera la cinta. Lo hice, por supuesto. La arrojé tan lejos como pude, para que la bestia golpeada por la sonda se quede con ella y haga lo que le venga en gana. Aún en sueños puedo escuchar el murmullo de las aguas y veo la espuma azul en todos lados. Son las medusas. Mi nombre, nacido de labios de un dios, está condenado. Y, a veces, mientras lloro y sudo en la mitad de la noche, me recuerdo tanto a Mal’Goloth que me doy miedo. Le entregaré este informe a quien tenga las agallas y después, oh, Kósmon, después quién sabe. Ésta es la historia del Oourang.

Que Kósmon se apiade de nuestras almas.

Robert C. Pierce
Reportero de la Prensa Internacional para el caso del carguero orco Oourang
Ciclo 184, Quinta Era
Mares Anthal



Sergio Martínez Medina (Aguascalientes, Aguascalientes, 1990). Ha publicado Necromancia (Amazon, 2016), El Gólem, Novarii y La Grieta (Amazon, 2019) y diversos relatos en la revista digital Quinta Raza.


 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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