ATALANTE / febrero-marzo 2019 / No. 78
 
Apuntes de FICUNAM9




Temperamento de ceniza: Ash is purest white, de Jia Zhang-Ke

Domingo 10 de marzo, 16:45 horas, Sala Julio Bracho.

Qiao y el volcán. Qiao de piel casi blanca; piel que podría ser la ceniza en lo alto de aquel paisaje. La mujer mira y piensa el volcán, y el volcán y ella se condicionan porque saben que las cosas que arden en altísimas temperaturas son aquellas que tienen más pureza. Por eso Qiao le pregunta a Bin si el volcán está activo. Tiempo después de aquella interlocución, en un verdor ya no tan acabado como el que alguna vez hubo en ese mismo paisaje, Qiao volverá a esa montaña para mirar su propia naturaleza. Parecería que el lugar es el mismo, pero no es así. Ella también es otra a pesar de que contempla su volcán, o su interior, tal y como hizo algunos años atrás con un luminoso vestido de estampado verdi-azul.

Qiao (Tao Zhao) y Bin (Fan Liao) son una pareja influyente en algún barrio de Dantong: ella es bailarina; él dirige una mafia local con influencia en un club nocturno. Están unidos por códigos de lealtad explícitos. En un contexto de violencia que incluye el crimen contra un hermano del grupo, la pareja es emboscada por motociclistas de otra pandilla. Consciente de que las armas son ilegales, Qiao decide disparar una pistola para proteger a Bin. Luego de cumplir una condena de cinco años, la mujer sale de prisión con la idea de continuar su relación, pero Bin ha cambiado del mismo modo que el entorno.

Tiempo íntimo y tiempo colectivo, en Ash is purest white (2018) hay una exploración consciente de lugares y situaciones que evocan el principio de una década. Es el año 2001 y en los centros nocturnos de China las parejas bailan "Ymca", las armas son ilegales, el desempleo abunda y los obreros salen a las calles. Junto a esos síntomas de temporalidad socioeconómica, en el más reciente filme de Jia Zhang-Ke (Shanxi, 1970) nos encontramos con la historia de una mujer de carácter fiero, recién enamorada, que develará un punto de vista en el que los espacios urbanos (multifamiliares y barrios típicos) y naturales (una colina y un volcán) entretejen una transformación íntima.

Dentro de la línea referencial ya tratada por Un toque de pecado (2013) en cuanto al tratamiento de un contexto que abarca un periodo de cinco años, Zhang-Ke ahora reduce el repertorio de relatos de aquella entrega al seguimiento de una sola mirada que reconocemos desde el arranque del filme. Qiao viaja en transporte público, pero llega al club nocturno como si fuera una de sus gobernantes. Camina entre las mesas con solvencia. Al saludar, golpea fuertemente la espalda de los leales de Bin. Las secuencias iniciales emprenden una ruta plagada de indicios que sugiere el genuino interés de la película: mostrar las maneras en que la mujer construye un espacio propio en un entorno masculino.

Espacio íntimo y espacio colectivo entrelazados o, mejor aún, espacios mutuamente condicionados. Bin lleva a Qiao a una colina que sirve de mirador para mostrarle cómo disparar un arma. En el fondo de ese paisaje hay un volcán cubierto de ceniza que entra a la memoria íntima de la pareja. Ese lugar tendrá una segunda participación tal y como una calle comercial, una serie de multifamiliares, alguna construcción y, por supuesto, el club que Bin tuvo como base de sus negocios. Este montaje cíclico pone atención en las variaciones sutiles del espacio para develar el cambio explícito de las personas. El volcán es como un heraldo de la violencia que separará lo que estaba unido por la lealtad.

Aunque Ash is purest white ofrece un repertorio temático vinculado con una modernidad errática que impulsó el desempleo, la violencia y la deslealtad, su principal aporte no es el realismo que revela el desmoronamiento de los valores más apreciados en la región de Jianghu. La metáfora del volcán está vinculada con Qiao. El personaje eje del filme ofrece una figura típica sobre la que pesa la carga simbólica del paisaje. Qiao y el volcán son como un mismo ser. Su vínculo está construido explícitamente por las escenas donde ella contempla ese lugar. Ella es, de alguna manera, la ceniza. Qiao ha conocido situaciones límite. El blanco de su rostro es el mismo color que habita su interioridad.

Película de temperamento antes que de contexto, el aporte de esta película se debe al trabajo de Tao Zhao. La actriz materializa cambios de personalidad a ratos sutiles y a ratos explícitos. Sus gestos son distintos según los entornos. Su postura corporal evoca naturalezas diversas y ofrece instantes memorables como el encuentro con una pandilla; una secuencia cuya solución de cámara y montaje está entre las más notables del realizador de Naturaleza muerta (2006) con todo y que estamos ante una película muy convencional dentro de una filmografía no tan convencional.

El contrapunto inicial entre los personajes de Qiao y Bin se desvanece para cederle la película al personaje femenino hasta particularizarlo como un símbolo ampliado. Qiao es un tipo concreto específico del filme y específico de su tiempo por el modo en que está relacionado con el contexto cambiante. En esta película las señales de preocupación de una modernidad en la que los individuos aspiran al éxito material o al salto socioeconómico hasta abandonar su mentalidad, la figura de Qiao aparece como un centro rodeado de un espacio-tiempo íntimo y colectivo en el que coexisten el cambio y la permanencia: como símbolo de lealtad Qiao prevalece más allá de que se transforma en tanto mujer en un espacio social condicionado por hombres.

Cambio y permanencia. Hubo una vez un paisaje con un volcán desprovisto de ceniza donde Qiao aprendió cómo usar un arma. Permanencia y cambio. Todavía sin ceniza en lo alto de un lomo volcánico, una mujer volvió a un paisaje para enseñar a un hombre a caminar de nuevo.

Rodrigo Martínez
Marzo 5





Música universalizada: El silencio antes de Bach, de Pere Portabella

Domingo 3 de marzo, 19:00 horas, Cinematógrafo del Chopo.
Miércoles 6 de marzo, 12:00 horas, sala Carlos Monsiváis.

En las urbes de nuestro tiempo, no es extraño encontrarse con un instrumento musical en el transporte público. Podría pensarse, de hecho, que es una viñeta cotidiana. El viaje del estudiante de música, el artista itinerante que trabaja en espacios públicos o, por qué no, un mensajero con un paquete por entregar. Más allá de transportar un instrumento, ¿alguna vez se han preguntado qué otra razón podría llevarnos a un encuentro con, digamos, un violonchelo en el vagón del tren o una pianola en la sala de un museo?

En El silencio antes de Bach (2007), el cineasta catalán Pere Portabella (Figueras, 1927) elabora algunas visiones de esta posibilidad al ofrecernos presencias de instrumentos con comportamientos asombrosos en espacios públicos de ciudades europeas. Esta serie de situaciones atípicas ofrece una revelación significativa: la faceta cotidiana del instrumento musical se vuelve más bien extraordinaria mientras que la música que suele pensarse como la más exclusiva, como puede ser el caso de trabajo de Johann Sebastian Bach, torna más bien cotidiana.

El cine de Pere Portabella suele ser asociado con el trastrocamiento de la continuidad narrativa. En el caso de su trabajo documental, su inventiva formal va más allá porque implica la renuncia a las convenciones que caracterizan el tratamiento fílmico de lo real. El silencio antes de Bach es una aproximación idónea a esta poética que, como en este caso, no recurre a la línea sostenida que es común en las narrativas, sino que crea una figura que le sirve como instancia de continuidad: pianos, pianolas, órganos, violonchelos y otros instrumentos conforman un conjunto figural de motivos sonoros articulados, dentro y fuera del campo visual, por la música de Bach y de otros compositores (Mendelssohn y Lygeti) en secuencias autónomas que lo mismo representan el siglo XVIII, XIX ó XXI. No hay un relato en este filme, sino un salto en el tiempo del presente al pasado y de regreso, así como numerosas presencias dadas por personajes (como una amazona o una pianola) aparentemente anómalos.

Para explorar el universo cotidiano de la obra de Bach, el cineasta catalán repensó el documental. No utilizó la entrevista como un diálogo informativo, sino como ejercicio conjetural. Los datos están escenificados a través de un actor que viste como Bach para los visitantes. La función descriptiva de la cámara también tiene alcance lírico pues colecciona numerosos campos vacíos para trastocarlos con irrupciones sorpresivas de motivos musicales. La recepción musical, que es uno de los tema en sí, está relacionada con espacios públicos de modo tal que los sonidos de la calle intervienen su sonoridad del mismo modo que los instrumentos modifican el ambiente.

La idea visual de poblar lo cotidiano de la urbe con acciones musicales aprovecha la fuerza expresiva del campo vacío (un tunel, una calle, una sala, un río) al mostrarnos planos duraderos al tiempo que se ocupa de que el espacio afecte la pieza musical. Aquí surge una dialéctica entre lo popular y lo culto que, en conjunto, permiten impresiones plásticas y lúdicas. Estos condicionamientos mutuos instauran la pauta escénica de llevar el instrumento a un lugar momentáneamente vacío, cargado con su propia sonoridad, para habilitarlo mediante lo que podemos llamar un acto cinemático-musical. La mezcla de espacio ambiente y música es como un diálogo del que podemos desprender la idea de que la música considerada como de culto, propia de un griupo social con su carga de protocolos a cuestas, también es una expresión actualizada y revitalizada por otras clases y por otras maneras de apreciación.

Sin una línea de continuidad narrativa, el viaje por tres siglos muestra el proceso de apropiación de la música en épocas diferentes en unas cuantas secuencias repletas de inventiva escénica. Al final somos conscientes de que la música nunca es la misma. Cada interpretación, como cada acto cinético-musical de este filme, recrea alguna dimensión de la partitura ya sea por la individualidad del artista o por los tantos factores socialmente condicionados que intervienen en la música en distintas épocas. En esta película, la intención representativa del proceso histórico-musical funge como catalizador de una intención creadora donde la anomalía da lugar a imágenes fílmicamente posibles, como un piano que cae en algún lugar de Dresden, y que habitan la mente de algún camionero o, mejor aún, de alguno de nosotros si es que hemos imaginado qué haríamos con un instrumento musical en el transporte público.

Rodrigo Martínez
Febrero 24




La dualidad espectral: Introduzzione all´oscuro, de Gastón Solnicki

Martes 5 de marzo, 18:00 horas, sala José Revueltas.
Sábado 9 de marzo, 20:15 horas, sala José Revueltas.

Un cielo quieto; un cementerio con abolengo musical; tazas y platos de porcelana bautizados con el nombre de un café o de un restaurante; la tinta Pacific Blue de un bolígrafo destinado a redactar cartas y telegramas en la era del correo electrónico; un piano intransferible en una ciudad con túneles que dejan ver fragmentos de tranvías que parecen marchar sin prisa; una simetría de teatros y cines que proyectan películas de Lubitsch y Straub mientras afuera una pista de hielo huye rumbo a la intemporalidad del fuera de campo.

Estas viñetas de la ciudad de Viena constituyen materiales distintivos de la mirada que propuso Gastón Solnicki en su más reciente trabajo: Introduzione all'oscuro. Después de la muerte de su amigo Hans Hurch, quien fuera director de la Viennale durante 20 años (1997-2017), el realizador de Buenos Aires fue invitado a participar en un homenaje donde pensó rodar una película sobre su colega recién fallecido. Buscó a Rui Pocas, el cinefotógrafo portugués (Tabú, El Ornitólogo, Zama), para comenzar a filmar sin un guión en su primera colaboración con la productora Rei Cine.

Concebido como un documento mucho más íntimo que contrasta con la distancia de sus películas anteriores, Solnicki se aleja de las convenciones del documental a través de una pauta descriptiva donde miramos objetos, lugares y calles en su relación con cartas y conversaciones grabadas. Los materiales audiovisuales de esta ciudad fragmentada en close-up o planos medios están articulados mediante la composición musical de Salvatore Sciarrino de la que proviene el título de la película. Este empalme de elementos no es importante solamente porque miramos una Viena ajena a la postal turística más allá de que algún encuadre deje ver una de sus cúpulas características o la fachada del Rathaus (el Ayuntamiento). Tampoco es revelador de una forma original que rehúye el documental con testimonios e informaciones de la vida de un perfil destacado de la cultura cinéfila. La clave es que invoca la imaginación del espectador para constituir algo que podemos llamar una dualidad espectral que impregna la plasmación del protagonista y de la propia ciudad.

Salvo un par de insertos fotográficos, Hans Huch nunca aparece en pantalla, digamos, en imágenes de registro directo con cámara de cine. Su presencia está sugerida. Su modo analógico de vida también. En una secuencia, Gastón visita el Café Engländer y, tal y como lo hacía su colega, oculta una taza en su chaqueta y sale del establecimiento después de pagar. Esta clase de momentos fungen como catalizadores: hay que imaginar el espectro de Hurch en esos lugares que miramos; hay que mirarlo utilizando los objetos; más aún, hay que pensar que la ciudad que le tocó vivir tampoco es la misma.

Aunque decir "la Viena de Hans" sugiere que el filme partió de una premisa que podría pasar por un cliché o lugar común, Introduzione all'oscuro resulta muy interesante como proceso pues ofrece una poética del montaje. Es un ensayo fílmico, armado en pleno viaje, poco tiempo después del deceso de Hurch. La pieza final resultó de una escritura última desde la sala de edición donde, como lo ha confesado el propio Solnicki, tuvo la posibilidad de llegar al ensamblaje final por que Rui Pocas logró numerosos materiales aprovechables en sólo trece días de rodaje.

El filme de Solnicki funciona sobre ejes paralelos marcados por sus motivos recurrentes como sucede con la composición de Sciarrino: los espacios de la ciudad simétricamente tratados para idealizar su belleza; los objetos decorativos propios de esa urbe vinculados con el particular modo de ser de Hurch; los elementos espectrales que irrumpen prácticamente desde que miramos las tumbas de Beethoven, Brahms y del propio Hurch en el cementerio de Zentralfriedhof. Como en Kékszakállú (Solnicki, 2016), el sistema del filme acude a la música como elemento articulador, pero el proceso de realización ofrece algunos descubrimientos interesantes en los propios espacios como los incidentes en la visita a una tienda de pianos muy prestigiosa (Bösendorfer Salon), el registro de textura casi pictórica de una virgen o tres fotografías verdaderamente fantasmales, por supuesto analógicas, que irrumpen en un momento decisivo.

Rodrigo Martínez
Febrero 23





Tres miradas deshumanizadas: Scum, de Alan Clarke

Viernes 1 de marzo, 20:00 horas, Cineteca Nacional.
Domingo 3 de marzo, 11:00 horas, Sala Carlos Monsiváis.

Una de las propiedades más sugestivas de Scum (Escoria) es la peculiar convivencia de su eficacia narrativa con la incertidumbre que advertimos hacia el cierre del relato. Pieza ejemplar del realismo social británico que vino inmediatamente después de la generación de Karel Reisz, la primera película de Alan Clarke (1935-1990) fue muy representativa de su cine: una narrativa directa y decidida que nos confronta con la duda y, también, que nos conduce a repensar la poética del propio realismo.

Luego de cometer desacatos de distinta gravedad en sus internados de origen, Carlin (Ray Winstone), Davis (Julian Firth) y Toyne (Herbert Norville) son trasladados a una prisión juvenil (los llamads borstal). Desde el primer momento, los muchachos se enfrentan con un microsistema social en el que autoridades y reclusos están coludidos en lo que parece ser, a pesar de sus implicaciones, el mejor método para mantener el orden en ese lugar.

Scum comienza en el interior de una camioneta con tres planos rítmicamente proyectados que son mucho más que la presentación de un muchacho blanco, uno pelirrojo y otro moreno. Uno mira al frente; el otro mira a la izquierda; el último, a la derecha. Los tres se dirigen al mismo lugar, pero sus destinos en ese lugar serán tan diversos como las direcciones de su mirada.

Esta secuencia de predestinaciones no sólo indica que Carlin es el eje de la continuidad tensa que logró el montaje de Michael Bradsell, sino que también hace que tres miradas juveniles tornen en una suerte de símbolo emanado del propio filme por el hecho de que una mirada similar, aunque colectiva, será lo último que veremos. La clave de este motivo aparentemente tan sencillo es que indica un estado de irresolución de la situación representada. El borstal será cuestionado pues Clarke simplemente buscó que se dudara de su eficacia.

Hay un momento en Scum en que la cámara de Phil Meheux esta situada al interior de la planta baja de la correccional para hacer un movimiento que sigue a los tres muchachos mientras corren hacia la puerta. La peculiaridad de esa escena es que el recorrido muestra un cuarto de billar, una estancia, un pasillo y una reja en una quietud que prevalece por muy poco tiempo.

Además del literal paso de lo luminoso a lo sombrío, este desplazamiento presenta al cuarto personaje de la película: el borstal; una locación relativamente simple, rectangular y de simetría horizontal y vertical. Todos los actos determinantes del filme seguirán el mismo orden de ese movimiento de cámara. Carlin se presenta ante los otros en la sala de billar; es decir, en el mismo lugar donde más adelante habrá un trastrocamiento de las jerarquías de poder de ese lugar desprovisto de derechos humanos elementales.

La solución visual de Scum es un minimalismo de espacios y de actos violentos in crescendo situados siempre de lleno al campo visual para ofrecer una percepción directa de la deshumanización de la juventud reclusa de esa época. Es también una muy reveladora tesis sobre la condición de los dos grupos de personas que conviven en el borstal: la afirmación, proferida en una escena que bien pudo ser una de las inspiraciones de la célebre secuencia dialogada de Hambre (Steve McQueen, 2008), en la que el sagaz Archer (Mick Ford) sugiere a una autoridad que toda las personas en la prisión son iguales para el sistema más allá de que sean reclusos o burócratas.

El empalme entre las argumentaciones dialogadas y la observación de las relaciones de subordinación, discriminación, violencia, hostigamiento, racismo, acoso y represión en los rincones de la correccional conducen a un final que problematiza el referente temático del filme y también las ideas de la mímesis cinematográfica. La preceptiva mimética demandaría un final que correspondiera con la lógica del mundo de ficción dado. El problema es que el plano colectivo con que finaliza la primera película de Clarke no ofrece ninguna certeza, pero parece muy cierto si se le coteja con la realidad social. Sí; la realidad de un sistema penitenciario más enajenante que redentor. Un sistema que carecía de ruta. Quizás esa fue la razón por la que el director de Wallasey pudo estrenar Scum hasta 1982, año en que hubo una reforma a los borstals.

Rodrigo Martínez
Febrero 21





Incierto animal nocturno: Fausto
Andrea Bussmann

Viernes 1 de marzo, 20:00 horas, Cineteca Nacional.
Domingo 3 de marzo, 11:00 horas, Sala Carlos Monsiváis.

Fausto
Andrea Bussmann
México-Canadá, 2018, 70 min


Un ver cierto y un ver incierto recorren la totalidad de Fausto (2018), el primer largometraje de Andrea Bussmann, que ofrece una incursión en fenómenos ópticos, permitidos por la era digital, antes que una aproximación rigurosa a las convenciones fílmicas de la adaptación cinematográfica o al tema que la propia realizadora ha sugerido en sus diálogos con el público y la prensa: la intrusión del capital en las costas vírgenes.

Una cámara digital apta para rodar en condiciones precarias de iluminación registra relatos de habitantes de la costa oaxaqueña al tiempo que explora la naturaleza diurna y nocturna de la región. La polifonía aborda anécdotas de casas encantadas, irrupciones del diablo y hechos de telepatía, entre otros asuntos, al tiempo que un narrador revela detalles de un proyecto inmobiliario y económico en la región. Presentados en paralelo, viñetas y relatos se imbrican y muestran un imaginario mítico de un ser diabólico.

Después de su trabajo como codirectora de Historias de dos que soñaron (2016) con Nicolás Pereda, Bussmann presenta un proyecto propio, próximo al ensayo fílmico, en el que la redundancia de algunos de sus motivos visuales y el extravío de su tema sociológico (el capitalismo) no restan interés a los descubrimientos que hace al experimentar con la materialidad de la imagen digital de un modo parecido al que vimos en Que el verano nunca regrese (Let The Summer Never Come Again, 2017). Sólo que en esa película Alexandre Koberidze hizo una exploración óptica de la capital de Georgia y del efecto pixel con la cámara de un teléfono móvil.

En su ámbito técnico, Fausto ofrece un cine como problema óptico y tecnológico. Una de las intenciones de esta película es que notemos los juegos de texturas, las manchas de luz, los contornos sombreadísimos y, sobre todo, las distorsiones de la imagen. Estos elementos no son un divertimento. Hay una intención: lograr que lo visible no deje de ser incierto más allá de las posibilidades que ofrece una cámara que registra lo que normalmente no podríamos ver. Se trata, digamos, de convertinos en inciertos animales nocturnos al tener una experiencia visual próxima a la de aquellas especies capaces de ver en la oscuridad.

Nuestra visión de animales diurnos deviene en una visión de animales nocturnos como los que pueblan el propio filme y que, además, justifican que la cámara de la directora viaje hasta un museo donde hay especies animales disecadas. A pesar de que nuestros ojos se expanden en la noche, pronto nos hacemos conscientes de que atestiguamos una ilusión. Y es que, en rigor, hasta la imagen digital de la tecnología más reciente tiene inconsistencias. Esto introduce a un ámbito temático del filme, pues sus imágenes y sus relatos dan lugar a la suposición. El ver nocturno de la cámara de Bussmann sigue dando lugar a la duda o la creencia.

Más allá de que la conjetura (y la duda) tiene un referente universal en Blow Up (Michelangelo Antonioni, 1966) con el motivo de la fotografía del momento dudoso, Fausto también se aproxima al tema con la polifonía enmarcada por el narrador en off que, además de contarnos la historia de un plan de edificación en la playa perpetrado por tres jóvenes, nos expone las circunstancias de la tecnología en la naturaleza. Allí descubrimos dos rutas de interpretación. Por un lado estamos mirando el impacto que el ambiente tiene sobre los aparatos de registro; después miramos la conversión de la naturaleza en imaginarios populares donde cada relato es una leyenda incompleta o que incurre en contradicciones. Como las distorsiones ópticas, cada relato contiene una distorsión narrativa. El ver cierto-incierto también se vuelve un decir cierto-incierto.

El tercer elemento de interés en este filme exhaustivo es la apariencia de la imagen. Si relacionamos deliberadamente el estilo visual con el bagaje del llamado cine primitivo, son evidentes las viñetas alrededor del encuadre, la duplicación de los contornos incluso en las secuencias rodadas durante el día y, también, la sensación de ralentización de los personajes cuando actúan o hablan en la noche. Este efecto está magnificado por el trabajo de posproducción con el que Andrea Bussmann obtuvo una mezcla analógica de las imágenes que magnifica las inconsistencias provocadas por la humedad y los elementos propios de la costa.

Si bien es posible que Fausto disuelve su fuente literaria al concentrarse en los resultados ópticos y plásticos de la cámara, hacia la parte final hay una línea de diálogo adaptada que encaja con los relatos previos: desde algún lugar, el omnipresente narrador (¿Mefistófeles?) nos dice que es capaz de ver todo. En contraste con este ser mítico que parece poblar la geografía natural y humana de la costa de Oaxaca, esta frase nos pone a pensar en la cuestión de la duda, pero, sobre todo, en una mentalidad habituada a suponer posibilidades sobre aquellos fenómenos que vemos. Quizás por eso varios planos registran paisajes y habitantes desde lejos; una mirada a distancia equivalente a un estado de incertidumbre en un lugar habituado a la creencia.

 
 
 

Rodrigo Martínez. Es docente, investigador, editor y crítico. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, Icónica y F.I.L.M.E. Es profesor visitante de la División Ciencias de la Comunicación y Diseño de la UAM-Cuajimalpa. Imparte asignaturas de periodismo y cine en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. También participa en el Diplomado de Teoría y Análisis del Cine (Ditacine), de la UACM.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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