Queda, muchos años después de haberla visto, la imagen del sol sobre el lago Canandaigua: una naranja fresca, hinchada de jugo, recién sacada del hielo, flotando sobre un agua sin límites verticales. Una postal perfecta de los estacionamientos y del mediodía, las mujeres color de levadura que salen del supermercado y miran apenas el lago a un costado; también textura, también volumen de la masa, seres que no conocen más allá de su aliento. Miles asiente, Cathy dice que ya no se acuerda. El verano ardiente y cenagoso que emborrona los contornos, el verano de siempre en aquellos alrededores. Sólo la naranja del sol permanece templada, ajena al calor que ella misma emana. Es un sol nacional, que puede cegarte si no le rindes al menos la pleitesía de entrecerrar los ojos. Un auto se aproxima por la calle, la plaga de niños que corretean, los adultos que cuidan sus pies a la orilla del agua, tranquilos como quien observa muertos lejanos. El auto se detiene en una casa más pequeña que el resto: a pocos metros está el Canandaigua formando un recodo escondido. Es la ventaja del terreno: por más que uno lo intente, no puede lograrse entre las cejas atención suficiente para romper el silencio fuera de nuestra propia habitación, ni siquiera cuando pasan decenas de camionetas por aquellas líneas de asfalto impecables. Una advertencia: aquí cruzan ciervos a todas horas. Cathy y su familia sólo iban allí en verano, Miles la esperaba todo el año como se aguarda la tarde-noche del cumpleaños o la cena de Acción de Gracias. Con Cathy saldría a ver la noche, y habría estrellas, y no luna, más brillantes en el ambiente que los faroles. Teníamos doce: éramos enclenques, diminutos.

Miles se ha acostumbrado a que ella corre como las estaciones. Madre, ya pronto vendrá Cathy, esta semana llega Cathy. Se bajan del auto y el agua hierve, en las cocinas blancas, en el Canandaigua, en el horizonte. Cathy no quiere admitir que también le busca, desde antes de que termine el viaje, por las ventanillas, a través de los niños, las bermudas, las caras sucias, las pantorrillas; lo suyo es un callar como el de esos padres respetables que no se atreven a decir que votan a los demócratas sin saber por qué. Y el hechizo del televisor no le absorbe mientras su madre acomoda la compra en la cocina: la emoción vuelve al aparato un espejo de agua que viola la ley de la gravedad, un destello que pasa muy rápido. Miles se asoma por la ventana. ¡Madre, ha llegado Cathy! ¿Puedo, puedo invitarla de una vez a la fogata? Y salir. Habían tenido que ir al supermercado, claro, porque Cathy aparece y hay que abastecerse, provisiones de guerra. Las fogatas no se encienden solas, no de pura excitación de malvaviscos y chocolates y galletas y esas cosas. Y Miles corre, como si apenas aprendiera a hacerlo, sobre un par de hojas caídas, sobre el césped igualmente caído si se puede.

Hay sonrisas de estruendo, el recoveco sideral que configuran los jardines que dan al lago. Zapatillas amontonadas, sandalias. Las risas no dañan la superficie del agua. Buenas tardes, señor Thompson. Está también el abuelo, nostálgico de la administración de Reagan, y los padres de Cathy ante el asador lo palmean, le desordenan el pelo, Miles. ¿Un helado? Recuerda la temporada anterior: Cathy reciclando envases en una máquina afuera del Wegmans a cambio de unos centavos para comprar un tarro de mantecado. La crema, el escurrimiento, un sabor que destroza deliciosamente los cuellos, la carne interna: su precio irrisorio. Miles agradece, el padre señala con la cabeza. No se han visto en muchos meses, han olvidado algo pero no los detalles, que son, por definición, infinitos. Se han preparado con semanas de antelación: los libros de la escuela, el sándwich del almuerzo, la hora del gimnasio, el autobús por fuerza amarillo, en la casa por la noche las cigarras. Ella ha mutado: ahora es esbelta, no delgada; el cabello más caoba brillante; pero siguen idénticos los hombros, la ropa barata con que se enfrenta el verano. Hola, dice Miles. El silencio y la repetición del silencio. En realidad mi amor se llama Cathy Thompson. Pero ella ha sonreído de costado, que es la manera de la profundidad. Y atrás, el ruido tranquilizante de la carne acostada en el asador, de una hielera que se abre y el tejemaneje que es como una clase de natación abreviada en la mano. Rochester a lo lejos, una ciudad que no existe. A Miles le encantaba ir los fines de semana por la mañana al centro de Rochester: piedras, maleza que crece en esos acantilados enanos. Un fantasma de lo que fue la vida en aquel sitio, un pasado que no podemos situar sobre la mesa. ¿No te gusta nuestra nueva casa, cariño? Sé que es pequeña pero está junto a un lago. Miles había pensado qué importa el lago, tía Margaret había dicho que él y su madre se iban a vivir a aquel pueblo porque era más barato, que no podían hacer otra cosa desde que su padre se marchó, que la ciudad no, y él les había odiado, a todos, hasta que en el verano Cathy. Cathy que fue como saltar en la cama mientras se hacen los deberes, o ver bajo la almohada el pago del hada de los dientes. Como gastar el tiempo acumulado.

La niña le indica con un gesto que le siga. Más allá, doscientos metros, empiezan los árboles como familia y hay que cruzar la calle para seguirlos. ¿Cómo estás? Bien, ¿y tú? Regular, mis padres no estaban seguros de venir este año. Las palabras de ella suenan impersonales, como lo que se dice antes de hablar sobre lo que en verdad importa. La madre de Cathy ha gritado, ¡no os vayáis muy lejos, chicos!, y ellos han asentido y vuelto sin demora a su camino. Quieren vender esta casa. Miles ansía preguntar, ¿y qué piensas tú al respecto?, pero calla. Parlotean un rato acerca de los pasatiempos, Cathy ha dejado aquellas clases de ballet con que daban ritmo a los días, ya no les encuentra sentido, dice, y Miles que nunca pudo con los deportes, que ve en sus brazos como cerillas un impedimento, una condición que sin embargo le arraiga la dicha en el cuerpo por las tardes. El temblor del fósforo al comenzar la combustión, la flama breve, el aroma que deja como la marca de un depredador acariciando su territorio de muebles de madera, en la cocina la madre ante cada cena, o una carta de otra era tocada con perfume. Tantas veces vislumbrar a Cathy en una secuencia de arrebato que ella nunca aprobaría, imposible además de realizar así con sus pies desprevenidos sobre la pinaza: grand plie, cuarta posición, port de bras, de frente a la naranja de los veranos, capaz de arrastrar la fruta por los meses subsiguientes.

El interior del bosquecillo sorprende siempre por las semejanzas que desata en los ojos con su oscuridad moteada de calor: un cementerio las filas de troncos gruesos, una catedral su techumbre de ramas como dedos jugueteantes, alguna clase distinta de templo o de departamento de soltero en gran ciudad, los susurros que resucitan conforme se camina en la tierra fresca, una cafetería privada, el denso moho de dos o tres maderas. Una boca: por la noche haremos una fogata, ¿vendrás? ¿Quiénes?, y una sonrisa. Mi madre y la madre de Pete, son muy amigas, ¿sabes?, viven justo al lado, camino de la cabaña de Marty. Cathy se acerca, chocan los hombros como dos rocas descendiendo por el desfiladero. Mi padre lo llama el hippie, a Marty, dice que es un drogadicto, y que además vende carísimo… Es un buen tipo, en invierno siempre nos ayuda a cargar el árbol de navidad y hace unos días le prestó a mi madre su podadora porque la nuestra ya no arranca. El césped caído si se puede. Cathy debería ser miembro del club de debate de su escuela, el impulso de responder, de centrarse en el cuadrado y dejarse poseer por el ánimo de combate. Pero… No hay razón ahora en realidad: el hombre de la cabaña es nadie.

Siéntate. La voz de una futura monarca en la vida de una comunidad de relaciones trenzadas como serpientes y escaleras. Las manos de Miles de repente forzadas a enterrarse en la hojarasca. ¿Te han dicho alguna vez que te pareces al presidente Bush? Miles: ¿qué? Ella se ha sentado a su lado, recargada entre raíces. Cuenta la anécdota de sus últimos fuegos de artificio: un puñado de chicos y chicas, vacilando por el aire como la fauna de los bosques, girando una botella de cristal afuera del colegio. Conozco el juego, dice él, que Cathy sepa que yo también estoy en su escalón, que puedo mirarle a los ojos de miel sin temblar como el rebaño del Señor ante la idea del pecado. ¿Ah, sí? ¿Y has besado ya a una mujer? Mira en derredor: no se trata sólo de besarse unos con otros, pueden asignarse retos, cualquier cosa. Pero todos sabemos, ladeando la cabeza lentamente, que eso es lo que en verdad importa. Da inicio el crepitar de las llamas, apóstrofes que saltan feroces, delfines sobre el suelo, sosegada la exactitud del sinsabor de la ceniza; el saludo de la manzana de Adán en Miles. ¿Es eso lo que crees?

En aquellos pasillos canta un pájaro y Cathy se inclina, una diagonal de virutas que se abrazan, cohesionadas en estatua. ¿Tú no crees que sea así?, murmura. Paréntesis en labios, Miles procura cerrar los ojos, con fuerza, intentando de esta suerte ver la escena desde lejos. Mucho después, ¿ya no te acuerdas?, ella niega en esa plaza del futuro: será él más alto finalmente, un muñeco de hilos que le mira desde arriba, reducida, port de bras en potencia, mostrando el inicio de los pechos por la ropa. Aunque… hay un reto posible que puede tener cierta importancia. Tú fuiste la primera y el sonrojo. En lontananza la quietud del Canandaigua. ¿Cuál? Cathy pretende sonreír, hundiendo la comisura. Con mis amigos lo hicimos, una tarde atrás de un muro en sombra del colegio. Se inaugura el olor a sal quemada, un filo que ronronea en las narinas. Bájate los pantalones. Extiende una palma abierta y, fracción de algún reloj, Miles la toma y se levanta. Madre, que esta semana llega Cathy. Observa los árboles en pie, arbustos dormidos en una pose para el recuerdo, luego el silencio. El botón helado que quema en sus bordes; deja caer la tela, continúa el protocolo. Exhibe un momento los calzoncillos azules y apagados, repasar el elástico con la yema del pulgar y desprenderse. Ella baja sólo entonces la mirada, un punteo de un único zigzag, inexpresiva. Antes de que pueda advertirlo en su magnitud, reduce la distancia y lo toma con suavidad. Cathy las pupilas dilatadas, hiperventilando pianísimo. En contraste con el fuego, Miles piensa en el agua del horizonte, el lago testigo. Una caminata viable sobre la superficie del Canandaigua, encima de aquellas fuerzas intermoleculares de los líquidos que permiten andar a los mosquitos o flotar a las agujas. Ella recorre la pelusilla dorada, tantea el cuerpo, restriega la uña contra la cicatriz de la circuncisión, y la dureza. La pausa, el fin.

Tu turno. Teníamos doce: éramos nada. La tensión superficial como un preludio de la aglutinación en las profundidades, a punto de quebrarse siempre el lecho lacustre: agua trocada en vidrio de cualquier textura imaginable, deslizándose de arriba abajo por aquel espacio sin límites verticales. Cathy que luce un momento cubierta de acero, que en seguida impone alrededor de sí otra vez su propia piel. Y se transforma, va mutando conforme se aleja, deteniéndose para quitarse por completo el corto de jean, la braga aún infantil pero ya viciada hasta la más fina hebra del algodón. Se echa de espaldas como si esperara una nana, revolviendo despacio su pelo con las manos, mostrándole. Acentuando el aliento Miles avanza poco a poco, a gatas, olvidado de cubrirse, amando el tacto de la pinaza que se adhiere e irrita sus rodillas. A un palmo y medio se contiene: una inmensidad en un escaso relieve, trabajado en piedra del desierto. La delicadeza se define así: la carne hinchada e inmóvil, expectante de violencia o de ternura, de un roce. Cathy abre con dos dedos los pliegues de la hendidura, Miles siente en una mejilla el calor de un muslo, una torre para recargarse al terminar la cabalgata. Ella ha conseguido tomar su mano, descubierta por el método de los gusanos revolcándose en la tierra; despojada de presión, la acomoda abierta en su vientre, deseando que ahí queden impresas las líneas deshilvanadas donde algunos sueñan husmear el destino.

Y veremos esto, el Canandaigua, que es infinito. Muchos años después de habernos ido quedará la huella del verano en los omóplatos cansados, como una quemadura trepando por el cuello. Al caminar de regreso, Miles piensa en la bahía que se forma a unos metros de su casa, en los círculos concéntricos de pinchar con un pie la calma del agua. Ya pronto encenderán los faroles, más brillantes que nunca y para siempre. La repetición del silencio, un bucle el camino. Tomarla de la mano: no. Dirigirse a la casa de Pete, encontrar una fogata de sacrificio. ¡Hola, linda!, la madre de Miles ya sobre Cathy. Cuando la encuentre en el futuro, media mañana en una plaza, no hablaremos del bosque. Alguien pone en sus manos malvaviscos, galletas, pedazos de chocolate. Cathy que era como el inicio tímido de la nieve, como nadar en la orilla muertos de risa por la cosquilla de las algas en los empeines. Cathy que no volverá las próximas vacaciones. Hay luciérnagas esta noche para facilitar la risa, para fingir que nada ha ocurrido y desatarse de nuevo en su rutina. Al final le observa entre la gente, si ella es capaz de sonreír no me quedaré atrás. Cómo pensar ahora en Cathy, cuando esté lejos, en su escuela, sin pasatiempos, en la calle de una ciudad cuya potestad no está concedida a la imaginación, y Miles aquí, con madre que azuza el fuego, que le mira sin duda, Cathy Thompson por el mundo. Cuando se despidan con un abrazo en un instante ulterior, Miles pensará en madera, en un trazo diagonal, en la espera de cada día y el flujo apenas satisfactorio de las estaciones, en el ansia de entrar de golpe a un supermercado, la posibilidad del reciclaje. Al fondo, el sol tragado por el Canandaigua.




* N. del A.: Este cuento forma parte del libro Tensión superficial, escrito con el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, que reúne una serie de historias íntimas enmarcadas en la cotidianidad rural estadunidense. En muchas ocasiones, la literatura de estos sitios ha llegado a nosotros a través de traducciones españolas que no dudaron en adaptarlas al habla de la península antes que buscar términos generales para el resto de los hispanohablantes. Así es como, para algunos, esa Norteamérica profunda ha quedado inevitablemente ligada a voces propias de Madrid. La extrañeza de las traducciones localistas es uno de los recursos que este proyecto utiliza en su intento de lograr la ficción.


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Manuel del Callejo (Oaxaca, Oaxaca, 1994). Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Ha publicado la novela Antequera o el paraíso (Secretaría de las Culturas y Artes de Oaxaca, 2012) y la colección de cuentos Algunas consideraciones sobre el fuego (Instituto Cultural de Aguascalientes, 2014), por la que recibió el Premio Nacional de Literatura Joven “Salvador Gallardo Dávalos” 2013. Textos suyos han aparecido en las revistas El Comején, Mujeres, Parteaguas, Avispero y Página Salmón. Fue becario del programa Jóvenes Creadores del FONCA en 2016.


 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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