POESÍA / febrero-marzo 2019 / No. 78
Espacios en blanco
Entrevista en el psicólogo

—¿Así que le gustaría saber más? Es imposible. No hay nada que decir.
Ya entiendo, no me cree; ¿que cuándo lo dejé de ver?
Su pregunta está mal formulada.
¿Cree que no he entendido?
Pero si es tan simple: no es que haya dejado de verlo.
De nuevo se equivoca.
No me cuesta hablar de él, ¿cómo se habla de lo que no se conoce?
Me imagino que su vocación científica no le permitirá una respuesta irracional.
Dudo que prefiera que yo haga una historia inverosímil,
como la del dios creador y benevolente.
No, yo no voy a inventar historias de lo que no existe,
una historia de esas que me ayuden a tener sostén y esperanza.
No me malinterprete. A veces sí quiero saber, pero no voy a preguntar.
Hay muchas más razones para el silencio,
hay rasgos y gestos que se reservan al anonimato.
Antes… claro, antes sí imaginaba cosas, pero he dejado de hacerlo.
Antes sí inventaba esas historias
y existía su presencia en mis juegos pueriles.
Mas pronto aprendí que las cosas debían quedarse en mi cabeza.
¿Algo más?
Sí… ya que lo menciona, una vez le pregunté por él.
Yo sabía que según las reglas de sociedad debía llevar otros apellidos.
Pregunté por el apellido.
Las tres sílabas que pronunció mi madre fueron una desgarradura.
De nuevo el silencio, el silencio salva, ¿sabe? No tenemos que enunciar todo.
¿Si lo recuerdo?
El nombre que me taladró las vísceras, sí.
Está presente más por el temblor y el llanto que se escurría hasta el pasado.
Recuerdo tanto que desearía no haberlo preguntado.
Entonces entendí que el silencio es en realidad un privilegio.
No deseo nombrarlo, sólo he reproducido esa palabra en mi mente, el privilegio, el silencio, recuerde.
¿Qué? ¿Encima me pregunta si quiero buscarlo?
No, no.
Me quedo con la fantasía ocasional de las formas otorgadas a un ser que desconozco por completo.
A veces trato de encontrarlo en mí,
en los rasgos que no son de mi madre,
en los que siento que por pura eliminación deben ser los de él.
Mis fantasías lo contienen callado también, él no habla, no tiene voz,
pienso que toda su voz se la tragó mi madre y se quedó en ella para regarle el llanto diario.
A veces imagino que es contrario a mí en todo aspecto.
Lo veo como un desconocido que de pronto se aparece con un fulgor brevísimo,
unos segundos nada más, lo mismo que duró su nombre en los labios de mi madre.
Luego lo pierdo de nuevo.
¿Ya hemos terminado?
Espero que sí.
Parece que no me entiende,
he tratado de explicarle que no tengo nada que decir al respecto.

Inédito



Día del padre

La maestra me pregunta cuál dibujo me gusta. O más bien, cuál le gustaría más a él.
Sobre la mesa ha dejado tres hojas con dibujos diferentes.
Qué le gusta a tu papá, insiste.
La maestra espera mi respuesta.
Es sencillo, hay que elegir un deporte, futbol, basquetbol, beisbol.
La tarea también es simple, adecuada para la niñez:
llenar los balones con cereales, semillas, pasta.
Es un regalo de los del grupo de primer grado para sus respectivos papás.

Después de unos segundos de insistencia, cedo.
A veces mi abuelo ve el futbol.
No hay box ni toros.
Lo que viene después es muy fácil, arroz blanco y frijol negro,
y el pasto y los demás detalles con crayolas recién compradas.
Comienzo a intuir que la parte difícil viene después.
Cómo se supone que deba darle esta hoja deforme y pegajosa a mi abuelo:
él, que disfruta la perfección y no tolera los errores.

Siento vergüenza
Pero es tarea, es deber. Y mi madre me ha enseñado a obedecer.
Es la obligación entregar el regalo del Día del Padre. Es deber.
Pero me falta un padre y sólo medio lo tengo a él.
La vida no es justa, ha dicho mi madre; a veces, a veces, también, parece que le duele.
Las cosas tienen que hacerse aunque él me mantenga a distancia, como lo que verdaderamente soy, un error, una
      mancha en la armonía, una vergüenza con ojos y vivacidad, con manos sucias que le regalan una tarea a fuerza.
Finalmente entrego el dibujo,
un momento que aunque sutil no esconde mi propia inseguridad.
El abuelo se ve incómodo, yo estoy triste y bajo la cabeza.
No tardo mucho en entender que lo que sentí era pena, ridículo.
La mentira fue difícil,
qué hace uno cuando no conoce su propia verdad,
qué si se camina con miedo,
con las manos llenas de mugre y resistol
y la vergüenza de saberse una farsa.

Inédito



Laetitia

I
Nunca me dijo su nombre, sólo que no le gustaba y que yo podía nombrarla como quisiera. Apareció un día de invierno en la orilla del espejo; es una niña de eternos nueve años con un vestido blanco y un moño grande en la cabeza; tiene una memoria prodigiosa y en su cabeza se almacenan recuerdos de toda la vida que ya vivió y que no quiso continuar. Dice que prefirió volver a ser niña y no llegar a saber nada más.


II
La llamé Laetitia, el nombre de la alegría, aunque en realidad la niña eterna no suele estar alegre, quizá es la única cosa que no recuerda. La niña es agradable y sincera, no hace ruido y se queda casi siempre de aquel lado del espejo, acurrucada entre su gran vestido blanco.


III
A veces platico con ella. En sus manos guarda la sabiduría de un anciano y la experiencia de toda una vida. Cuando recuerda se nublan sus grandes ojos claros, pero nunca me deja ver las lágrimas que de ellos salen por las noches. Sé que ha llorado porque al amanecer su piel está más seca; le toma días recobrar la humedad que roba del vapor que escapa del cuarto de baño o de las plantas que descansan en la puerta de la entrada.


IV

Anoche la encontré encogida en la esquina del espejo, más pequeña y sucia. Me dijo que su padre acababa de morir, y que se arrepentía mucho de no haberle hablado nunca, ni cuando supo que una enfermedad lo estaba consumiendo.


V
Laetitia estaba contándome mi propio destino. A mi padre nunca lo conocí, pero aquel hombre que hizo su papel hace años estaba ahora fuera de mi vida. Enfermó, yo tuve miedo y no quise ser responsable; finalmente, pensaba, es sólo un hombre que se acostaba con mi madre hace años y ella decidió sacarlo de su vida.


VI
Esta tarde murió mi padre y no hubo nadie que lo acompañara en su entierro. Laetitia, silenciosa como siempre, humecta su piel con las lágrimas que he llorado.

De Quién vive, UAM, 2012



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Adriana Dorantes (Ciudad de México, 1985). Es maestra en Literatura Hispanoamericana por parte de la Universidad de Guanajuato. Ha colaborado en algunas revistas impresas y digitales y suplementos culturales con poesía y artículos sobre literatura. Autora de los libros de poemas Quién vive (UAM, 2012), Entre mares alados (Ediciones y Punto, 2014) y ¿No habrá puerta de salida? (Abismos, 2016), y del libro de cuentos Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (Sediento, 2014). En 2015 obtuvo el segundo lugar del Torneo de Poesía “Adversario en el Cuadrilátero”, y en 2017 el primer lugar del Premio Nacional de Poesía “Rosario Castellanos” de los Juegos Nacionales Universitarios. Poemas suyos aparecen en la antología Nido de poesía (LibrObjeto, 2018).


 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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