ATALANTE / agosto-septiembre 2018 / No. 75
 

No soy una bruja, de Rugano Nyoni



I am not a witch
Rugano Nyoni
Alemania, Francia, Reino Unido, Zambia, 2017, 93 min


Shula (Maggie Mulubwa) no era una bruja, pero al gobierno de los hombres le bastó la convicción de una sola mujer para instaurar una creencia contraria. La niña deambulaba cerca del pozo de su pueblo cuando una vecina tropezó y tiró una cubeta. Convencida de que la chica causó el infortunio, la afectada decidió acusarla de brujería a pesar de que Shula intentó ayudar. Bajo la presión del griterío masculino que irrumpió en una suerte de juicio popular en plena comisaría, la oficial en turno decidió contactar al alcalde Banda (Henry B.J. Phiri) para que se ocupara de la presunta hechicera. A partir de esta noche, Shula padecerá las imposiciones del funcionario y mirará a Charity (Nancy Murilo) como uno de los posibles futuros de las mujeres que, como ellas, fueron obligadas a asumirse como brujas o a condenarse como cabras.

En el prólogo del primer largometraje de Rugano Nyoni (Lusaka, 1982), un camión turístico se aproxima a un campamento en Zambia. En un principio, estamos en el interior del vehículo y contemplamos a través de las ventanas como lo hará la propia Shula todo el tiempo. Luego vemos turistas blancos que escudriñan un separo. Finalmente, observamos aquello que miran: un grupo de brujas donde cada una de ellas está atada a un listón blanco que emerge de su espalda. Estos puntos de vista diferentes participan en una trama intersubjetiva de miradas y abordan lo aparente para desglosar la imposición de una identidad. No soy una bruja nos vuelve conscientes de que Shula no es ninguna encantadora, sino una niña tratada y oprimida colectivamente como un objeto.

El circuito de lo objetivo a lo subjetivo que sugiere la interlocución de puntos de vista del filme permite que la cámara de David Gallego ofrezca una colección de composiciones desprovistas de rebuscamientos que favorece el cometido de la producción: crear la impresión de que una población aglutina a muchas otras poblaciones; sugerir que un solo lugar, al dejar de ser para convertirse en aquello que se cree que es, puede expandirse para simbolizar una opresión generalizada. A partir del leitmotiv dado por el nexo entre Shula y el listón blanco, Nyoni busca crear una atmósfera imaginaria antes que registro de condiciones de vida verificables. Con el extrañamiento provocado por ocasionales jump cuts, ángulos imprevisibles, ralentizaciones, batería de jazz y un par de memorables campos vacíos, la visualidad de la película quiere alejarnos del referente para convencernos de que no miramos un poblado de Zambia, sino que estamos inmersos en el orden social que supone un estado de creencia.

De manera consistente con su estrategia visual, la atmósfera del filme potencia los paralelismos de la atmósfera en una cromática turquesa de objetos. Después de que el brujo del pueblo determina la nueva condición de Shula, el alcalde y el líder espiritual presentan a la niña frente al campamento. Cuando la llevan ante el resto de las presuntas brujas, literalmente develan su presencia al retirar una manta turquesa que la cubría. Cada una de las mujeres oprimidas por la misma creencia debe usar ropa de faena del mismo color, pero el círculo que completa la cosificación de Shula se vuelve tangible en un descubrimiento que vivimos al mismo tiempo que ella: cuando visita la casa del alcalde, la esposa del regidor le muestra una manta idéntica a la que cubrió a la niña. La pequeña alza la tela y descubre un rodillo de listón blanco de Charity. Shula no sólo descubre que su casi mentora también es una bruja, sino que se descubre a sí misma como un objeto.

No soy una bruja plasma un estado de creencia. No es una película sobre la fe. Más bien aborda el sentido de la creencia como la convicción de que existen otras realidades. La disposición a creer está materializada en toda clase de detalles. La señora que tropieza, la sangre del ave crucificada, los “testigos” de la comisaría y los intentos de evasión de la niña potencian la voluntad del pueblo a aceptar la creencia más allá de que el símbolo más relevante es el listón blanco. Cada una de las mujeres que son determinadas como brujas escucha la misma advertencia del alcalde: se convertirán en cabras si retiran el listón de su espalda. Una paradoja tragicómica, como el magnífico canto coral de las brujas ancianas que celebra la iniciación de la niña, dada por la semántica del listón: un objeto de materialidad frágil que, al mismo tiempo, evoca un escenario implacable en su simbolización.

Si bien el listón blanco también es una alusión a una de las afinidades cinematográficas de Rugano Nyoni: el cine de Michael Haneke (El listón blanco, 2009), su adición al filme como catalizador del imaginario de esa otra realidad que admite lo sobrenatural permite que la atmósfera de No soy una bruja sobrepase el sentido filosófico de la creencia como disposición para sugerir su existencia como construcción sociopolítica intencional. El listón condensa un orden social opresivo. Aunque ofrece un motivo sumamente plástico para la estética cinematográfica (los listones y cielo, o el camión abandonado con los listones danzantes por el viento), también condensa un orden social opresivo. Nyoni creó un símbolo desde su propia película para ofrecer una idea propia del estado de creencia: se trata de hacer creer para imponer un hábito; para establecer las normas; por eso vemos que la creencia mueve la vida de la comunidad; la creencia, que es principalmente creencia de los hombres, estructura los roles y justifica la opresión de la mujer.

Los hombres de ese mundo, en su papel de jueces de improviso, alcaldes de facto, hechiceros sabios o ciudadanos de la urbe, propagan la convicción de que la niña es una bruja y de que hay que tratarla como tal asignándole un listón esclavizante y una rutina de trabajo. Salvo por las incorporaciones inoportunas de fragmentos de Vivaldi y Schubert con que los Nyoni buscó amplificar dimensión absurda de esta sátira tragicómica, al tiempo que extrañarnos aún más de su referente real (Zambia), su trabajo consigue mostrar (no decir) la situación de opresión histórica que ha padecido la mujer. La pretensión de su símbolo es universal; no estamos frente a la mujer africana que, literalmente, aparece encerrada en la boca de un aborigen gigante de papel, sino que se trata de la mujer-mundo que puede mirarse a sí misma encadenada. De alguna manera, incluso, la evidencia última de que se trata de una imposición patriarcal está concretada en otro signo del file: Charity, la esposa del alcade, que aparece en el filme lavando el cuerpo de su opresor y que se despide del mismo vejada verbal y corporalmente por los hombres de la ciudad.

La relevancia de No soy una bruja consiste en que su perspectiva eminentemente feminista está articulada en sus elementos de composición implícitos y simbólicos, y en la edición de George Cragg, Yann Dedet y Thibault Hague. El equipo multinacional de producción (Film 4, BFI, CNC) seleccionó las tomas más apropiadas del rodaje y las estructuró en momentos significativos. Ángulos (los picados sobre el camión repleto de mujeres), duraciones (el campo vacío de las fugas fallidas de Shula) y movimientos de cámara (el balbuceo colectivo y el ralentí) potencian la expresividad de las imágenes sin sobrecargar el dramatismo que el relato ya contiene y se integran a la intersubjetividad dada por el deseo de hacernos ver la percepción de los hombres en distintos puntos de vista.

La política representacional de la película frente a la violencia es tan prudente que los espectadores podrían pasar por alto que están frente a la recreación (no el registro) de un orden fundado en la humillación de la mujer. El guión de Nyoni evade el panfleto y la exaltación, pero nunca niega los agravios. El trabajo de Maggie Mulubwa resulta esencial para conseguir la plasmación equilibrada de una colección de horrores. Shula pasa por un juicio sin magistrados y sin evidencias. Shula recibe la obligación de decidir, literalmente, si se asume como bruja o si prefiere convertirse en cabra. Shula es cargada a fuerza por muchachos o cubierta con una manta como si fuera una cosa. Shula es designada para decidir, por mero albedrío, quién merece ser juzgado por ladrón. Shula es derrumbada y arrastrada, usada para vender huevo o esclavizada en el campo. Toda esa violencia aparece intermitentemente en el campo visual, pero sobre todo en el silencio implacable de la actriz que todo lo dice a través de la mirada.

Maggie Mulubwa nos hace ver a Shula como una niña que parece provenir del cine mudo y que se instaló en una atmósfera de película moderna que arranca con Vivaldi, que hipnotiza con jump cuts y baterías sincopadas, y que se aproxima a la concepción occidental dada por la tragicomedia con una protagonista que quiso cambiar su destino y que deviene un ser ejemplar para todas aquellas mujeres, adultas y ancianas ya, que han sido víctimas del mismo silencio y que podrían huir de él. El relato puede reducirse a los tres intentos de evasión de una pequeña asediada por un estado de creencia, pero su expresión es mucho más amplia debido al universo mímico y corporal de una niña que convierte el gesto visible y la mirada en una fenomenología de la opresión y la emancipación. Si Cannes vio y aplaudió el debut de Rugano Nyoni, fue también porque vio la irrupción de una actriz muy joven dotada de una compresión notable de la puesta en escena en el cine.

En una secuencia visualmente distinta por sus imágenes con apariencia de archivo, Banda exhibe a Shula en un programa de televisión. El alcalde aprovecha el silencio de la niña para promover la venta de huevos cuando el público comienza a cuestionarlo. El momento evidencia que solamente un hombre (el entrevistador) puede cuestionar la visión que el funcionario tiene de Shula, pero la solución de esta escena es más relevante por la "polifonía" de miradas que obtenemos de una cámara que corta y ofrece detalles de toda clase de fisonomías femeninas. Público de mujeres emancipadas. Cabellos con tintes al gusto y a la moda. Espaldas sin listones. Gestos pensativos de mujeres que visten como quieren. Fisonomías de la indignación. El público condena la situación de Shula con la mirada. Son conscientes, como la propia Shula, de que atestiguan un caso de opresión. Un contraste final que nos hace pensar en la definición de creencia de Ortega y Gasset como la interpretación que cada cual construye de lo real. Aquí hay un choque entre la invención masculina de la bruja y la certeza de explotación de una colectividad femenina. Si Shula aglutina a la mujer vejada, las muchachas que la ven objetivan la toma de conciencia de que hay que erradicar un estado de creencia tan endeble como un listón blanco.

 


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Rodrigo Martínez. Es maestro en Comunicación y doctor en Ciencias Políticas y Sociales, con orientación en comunicación, por la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del BúhoIcónica . Es profesor visitante de la DCCD de la UAM Cuajimalpa y también imparte asignaturas de periodismo, literatura y cine en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (UNAM). Colabora con la revista F.I.L.M.E. Actualmente prepara un libro colectivo sobre la noción de autor fílmico en la era del cine digital.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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