La noche es dura por estos lugares, y aún más dura para los que ya no sienten frío ni calor y se apilan por costumbre. Así amanecía todos los días en esa barraca del olvido, planeada para un destino muy distinto al que ahora acogía. Decenas de hombres acurrucados, tapándose hasta con lo que no existe, dormían anestesiados a la espera de la diana que los llevaría a la lucha. El resplandor dejaba ver cómo caían partículas mínimas de polvo que se resistían a tocar ese suelo inclemente. Todavía se vislumbraban unos esbeltos hilos de humo de velas vencidas que bailaban, entre mil obstáculos invisibles, una danza exótica con el vaho de la existencia entregada al azar. Por los orificios de las ventanas perforadas por las balas, entraban pertinaces haces de luz decididos a anunciar que comenzaba una nueva vuelta en el carrusel de la supervivencia.

Entre los cuerpos hacinados, David abrió los ojos como todos los días, soñando que estaba en otro lugar. Si alguien le hubiera preguntado cómo se sentía en ese instante, probablemente algún gesto mínimo habría gritado la respuesta, pero nadie lo hizo. No era lo que alguien describiría como pesimista, era un gestor de la vida. Sus amigos lo respetaban, le acercaban chocolates, las telitas limpias que tanto codiciaba y el alcohol. Él respondía con historias largas sobre una vida, que tal vez fue suya en algún momento, y algunas otras cosas. Al final, sus 16 años sabían a 50.

Hizo a un lado el brazo de su compañero y lentamente se fue incorporando física y mentalmente al mundo que se empecinaba en esperarlo. Sus entrañas traían los ecos de la noche anterior. No sintió nada especial. Ningún sonido, ninguna voz, nada. No miró a nadie. Tampoco se lo cuestionó. Tomó un cigarrillo que algún distraído había apagado sin terminar y lo encendió con el último fósforo que le quedaba. Fue un triunfo. Cada inhalación marcaba la cuenta regresiva de un comienzo con sabor a final.

Sin dilación, emprendió su rutina diaria con rigor castrense. Amelia, la rata que había hecho su lecho sobre su cajita de lata, lo miró con la displicencia de siempre. ¡Maldita rata! Ni se molestó en moverse, sabía que David jamás la incomodaría. Había entre ellos una relación familiar que se había forjado a la sombra del olvido. Tras un duelo de miradas desafiantes, Amelia decidió dar unos pasos al costado, literales, y se mantuvo vigilante del procedimiento. El muchacho abrió la caja ceremonialmente, extrajo una vieja tela manchada vaya a saber uno con qué y, con rigor de cirujano, desplegó sobre ella los siguientes objetos: un alicate oxidado, una telita blanca, un diente de ajo y un frasquito de alcohol. Cualquiera habría quedado espantado al ver esos pies, parecían contener en su superficie todo lo que estaba mal en la Tierra, amoratados, escarados, exhaustos de caminar sin rumbo. David no reparó un segundo en eso, hacía tiempo que había renunciado a hacerlo. Quitó con no poco suspenso y ansiedad la media prestada que cubría su pie izquierdo. Ese pie sostenía, con un fino hilo vital, lo único que le daba sentido a su vida, la uña de su dedo gordo.

Ya había renunciado a todo, ya no le interesaba ni se planteaba algo más allá de lo que era necesario hacer para sostener esa uña unida al mundo de los vivos. Poco a poco, sus renuncias cotidianas, su resignación ante el otro y lo otro, lo redujeron a un ser para la uña. Tal vez era la única parte de sí que creía que podía cuidar, proteger, aquella parte sobre la que tenía algún tipo de poder. Notó que el color no había mejorado, la carne estaba roja y la inflamación no había cedido. Tomó con cuidado un gajito de ajo y lo frotó suavemente sobre esa cutícula oscura, rasgada por la desesperanza. Luego roció alcohol en la cutícula, bautizándola, como cada mañana, rogando que resistiera y no cayera como las otras nueve que se habían esfumado esperando vaya a saber uno qué. La tapó suavemente con la telita para evitar que se manchara con el rigor del quehacer, volvió a colocarse la media, se calzó y guardó los instrumentos en la cajita ante la mirada indiferente de Amelia y sus compañeros, salvo la de su oficial al mando que lo observaba con sorna.

Cuando el ser se reduce al hacer, ya no se trata del porqué sino del cómo. El procedimiento, rey del orden, garante del éxito, tomaba cada mañana el volante de sus vidas. David lo sabía muy bien, por eso trataba de vivir lo mejor posible en la jaula oxidada que había dado en llamar vida. ¿Siempre estuvo oxidada? ¿Cuándo entró en ella? ¿Lo metieron? ¿Lo metimos? Era un niño viejo sin historia, sin signo de interrogación, sin puntos suspensivos, vivía en un estado funcional a otros y se mantenía en pie con la ilusión de un mínimo poder sobre sí mismo y sobre los demás cuando recibía, como todos los días, algunas balas para su arma reglamentaria. Ese lunes no fue la excepción, su comandante lo esperaba en el mismo lugar, con las mismas balas cargadas con el mismo veneno y él las ponía de la misma manera. Una por una, entraban en el cañón, expectantes, esperando destruirse para destruir, resbalando en la grasa que había visto pasar miles de proyectiles con idénticas tribulaciones.

Una vez recibidos los atributos del poder, escuchó las instrucciones del día con atención, pero sin interés; la posición era una lotería diaria y ese día los astros lo habían favorecido, le había tocado un lugar bastante tranquilo: esos recovecos extraños donde ni el fuego se molesta. No iba a estar a cargo de las armas grandes, no iba a custodiar un convoy, sólo debía observar y notificar cualquier despliegue de fuerzas enemigas. Indiferente, saludó a desgano y se subió al vehículo de transporte con los de siempre. Mientras saltaba al ritmo del camino, compartió con el de al lado el punto álgido de su día; había encontrado un cigarrillo a medio terminar. Las circunstancias se habían erigido en medida de la felicidad, el horizonte se había reducido a la materialidad cotidiana, al cigarrillo, a las balas, a su uña. Se apeó en el rincón designado, relajado, con los ojos puestos en la sombra. No tenía reloj, siempre sabía que el día estaba acabando cuando la sombra daba sobre esa ventana desvencijada que llevaba años abierta, sin más razón de ser que anunciar la hora señalada.

David no estaba completamente solo en ese hoyo, aunque muchos disentirían. Mientras buscaba imágenes en la sombra, vio a unos metros a la viuda con sus tres hijos que siempre se cruzaba cuando le tocaba esa esquina. No sabía qué edad tenía, antes decían que las viudas tenían que ser viejas, pero no en este pueblo, no en este mundo. Arrastrando sus pies más que su carro, rastrillaba incansablemente las casas abandonadas en busca de comida y arrancaba todo lo verde que creciera entre los escombros. Sus hijos estaban aprendiendo el oficio de carroñeros, para ellos toda una aventura lentificada por el cansancio de la malnutrición. Su mirada, macerada en el vertedero de la historia, contrastaba con la de David, pero, al igual que él, no pensaba: hacía ¿qué? Algo que quienes no lo han vivido llaman sobrevivir. No paraba de darse vuelta, anhelante. ¿Esperaba a alguien? ¿Su pasado? Incluso ocasionalmente caminaba hacia delante de espaldas, como asumiendo que el mundo no quería verle la cara. Pero avanzaba, tambaleante pero avanzaba. Cruzó una mirada con David, pero ninguno entendió bien qué quiso decir el otro. Hubo un diálogo que fue sin serlo. En esa incomunicación expresaron como nadie el sentido de este mundo.

La violencia genera vacíos que parecen no ser tocados por ella en medio de la convulsión. David se reclinó contra una columna caída, un lujo, el día parecía marchar bien. La humedad abrasadora lo invitaba a dormitar, pero sabía que eso estaba prohibido, era el anillo exterior de protección del arsenal/depósito en esa ciudad apéndice de la gran guerra cuyos límites jamás había contemplado. Era el vigía, el rapaz con ojos de halcón. Debía mantenerse alerta, los encargados de la barricada principal se ocuparían de la carga pesada. Eran tiempos duros, lo sabía, por eso estaba tranquilo en esa esquina. Había oído cosas. Ya no le importaba. Pero había oído cosas. Tenía que ver y avisar. Punto. ¿Cómo? Como fuera, pero su vida ese día era ver y avisar. Y matar, si se daba la oportunidad, o si se la daban. Miraba el sol recorriendo la pared esperando que llegara a la ventana, cada minuto más lento, cada minuto más fuerte, cada minuto más sol. Casi no pasaba gente, ¿se habrán ido de allí? Quién sabe. La guerra desplaza, corre, siempre hay lugar para más carne en el matadero. Espanta y acerca.

Al rondar las diez, pasó el caballero del lugar montado en su gallardo semental, ¡qué espectáculo! Galopante, displicente, de otro siglo, cruz alta, porte dignificado, resoplando aires de imperio. Y no hace falta describir al caballo. Pasó lentamente, desfilando ante una multitud imaginaria al ritmo de una música perecida. Rey de la nada, pero rey. Ni Bucéfalo volteó a ver a David.  La vida en guerra se entiende tanto por su ruido sordo como por su silencio ominoso, por el dinamismo del sable y la ausencia de la espiga. Ese joven, desechable en este mundo, no existía en ese escenario donde todos los mundos se rozaban sin tocarse, y donde se imponía el mirar hacia adelante sin ver a los costados. El muchacho tampoco lo miró. No se reconocieron, agua del mismo río.

Pasado sin pena ni gloria ese jirón de historia que se niega a morir, David oyó un ruido raro, como de esos bichos mecánicos que tan ajenos le parecían, que se alejaba. Se tranquilizó. Ya era media tarde, el azul arriba muy azul, el marrón abajo muy marrón. En el medio, el gris saturado, muy gris, muy saturado. Aprovechó esa luz nebulosa para contemplar su alma. Claro que para él no era más que una uña, suya, la última que le quedaba y se negaba a perderla. Punto.

No hay romanticismo, no hay nobleza, no hay parábola ni giro tranquilizador. No nos rasguemos las vestiduras. Él solo pensaba ahora en esa uña que era suya, sólo suya. Se quitó la media, removió tímidamente la telita blanca y la acarició. Se sintió satisfecho, ahí estaba, luchando, como él, como ella, como ellos. La rozó con sus yemas, la textura rugosa supo a profundidad. Encontró un gran alivio en esa geografía caprichosa, y repitió el movimiento. Cerró los ojos, quién sabe qué se imaginaba. Tal vez lo que haría si viviera. Por primera vez en el día, sintió algo que no venía de afuera. No adquirido.

David estaba soñando. Sí. Por eso no vio venir al monstruo. Justo en el blanco. Su caricia se volvió cada vez más lenta, sus yemas se detuvieron en cada grieta esperando que le contara algo que había olvidado. Sonrió. Al fin. Quedó en la misma posición en la que estaba, inmóvil, pétreo, soñando. Un hilo rojo empezó a recorrer cansinamente su frente, tomó la curva del ojo, aceleró por la mejilla y recayó sobre esa uña rozagante, fuerte, que ahora hablaba de otra cosa. El monstruo no frenó. No hubo gritos, no hubo sirenas. Era una troca de cinco litros que levantó el polvo de la Sierra Madre Occidental, polvo que todavía sigue tapándoles a todos los ojos.

 


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Veronica S. Souto Olmedo (Buenos Aires, Argentina 1981). Licenciada en Ciencias Políticas por la Pontificia Universidad Católica Argentina. Fue profesora en la Universidad Católica Argentina y en el ITESO. Su actual tema de estudio es Turquía, en particular la situación de los refugiados sirios. Ha dictado conferencias en la Universidad de Buenos Aires, Universidad Católica Argentina, ITESO, Universidad Panamericana, Koç Üniversitesi y Şehir Üniversitesi. También ha participado en actividades de divulgación en medios y publicado trabajos académicos al respecto. Actualmente está desarrollando un proyecto cultural sobre desplazamientos y refugiados.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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