El viento alejó a Bernie del objetivo. Aunque la ciudad estaba a oscuras, el cielo era surcado por los haces blancos de cientos de reflectores antiaéreos, como si esa noche se estrenara el filme más esperado de la década. Los lentes de visión nocturna transformaban las calles y cuadras apiñadas allá abajo en un laberinto cubista que mezclaba el verde intenso de la jungla con el arreglo poliédrico de un caleidoscopio. Eso era, una jungla-caleidoscopio, y Bernie se dirigía a la vegetación de filosas esmeraldas para ser triturado en cachitos.

Tenía, en una expresión que siempre lo había intrigado, los huevos en la garganta. En el briefing les habían dado una idea muy... vívida con respecto a los peligros. El deportivo, plano y extenso, era ideal para el aterrizaje, pero Bernie y los otros estaban a merced del viento impredecible. Si éste los sacaba del perímetro designado, podían enredarse en la maraña de cables negros y morir como zancudos en un matamoscas eléctrico. Las bardas coronadas por trozos de botella eran potenciales causas de hemorragia. En las azoteas impermeabilizadas de rojo, los tendederos auguraban la estrangulación y las antenas, empalamientos medievales.

Sin esos lentes a través de los cuales el mundo verdeaba, a ojos de Bernie la ciudad tal vez habría parecido una mina de carbón; las montañas quizá le habrían hecho pensar en la muralla de una urbe hundida en el océano. El alumbrado público había sido apagado. Las ventanas eran cuencas ciegas. "Extremaremos precauciones", había dicho el presidente. En su timbre de barítono había sonado impresionante, pero esto no era 1941, y un apagón no engañaría a los sofisticados sistemas de navegación. Se trataba de una medida tan obsoleta como los reflectores antiaéreos. Corrió un meme que mostraba al mandatario rodeado por águilas calvas en posición de ataque, tapándose los ojos con las manos y diciendo que en la oscuridad nadie lo hallaría.

La jungla-caleidoscopio se deslizaba cada vez más cerca de sus pies. Mientras tanto, desde el deportivo le llegaba el estallido de los morteros contrapunteado por las metralletas. En otros barrios las bombas ya caían. A medida que el viento arrastraba a Bernie, el paisaje adoptó una forma distinta a la de la colonia popular colindante con el objetivo: la aglomeración tercermundista de azoteas, la cual le recordaba un angustiante dibujo de Escher, devino en una amplitud ventilada. En lugar de patios al estilo El Chavo del 8 había grandes jardines con alberca y brincolín, abundaban los techos de cristal en vez de los de lámina, y las bardas sustituyeron los trozos punzocortantes de botella por alambre electrificado. Se había adentrado en una zona residencial. Si uno pasaba por alto el temible voltaje que los rodeaba, esos jardines espaciosos eran sumamente halagüeños. Con todo, podría haber perros de musculatura firme…

Pensándolo un poco, no era mala idea dejarse zarandear un rato antes de ahuyentar a Rufus con un tiro al aire: una mordida bien puesta le valdría la baja. Por fin, en la privacidad de su estudio, reanudaría la relectura de la antología de cuentos mexicanos, interrumpida por el reclutamiento del Tío Sam. La literatura de los "bad hombres", en palabras del Mero Mero. "Qué lástima que esté prohibida —le había dicho Bernie a su mujer—. Como tantas otras cosas". Por ejemplo, la comida. ¿Era necesario que anularan los burritos de la dieta nacional? ¿Acaso te hacía más patriota comer una hamburguesa que un esquite? ¿Unas french fries que un tamal de rajas? (Corrección: freedom fries, y diez días en el calabozo por aludir a los franceses, tan críticos de la invasión).

La consigna castrense era la misma que habían tenido sus ancestros anglosajones después de la llegada a Plymouth Rock: destruir y no mezclarse. Así había sido hasta el momento: iglesias coloridas como pasteles, abajo, murales nacionalistas, abajo, las mexicanitas, sólo con protección, para evitar un sistema de castas tan complicado como el de la Colonia. Y antes de la invasión, la comida... "¿Quién en su sano juicio le haría el fuchi a las tlayudas, al cabrito, al zacahuil? Estúpidas leyes alimentarias", había sentenciado Bernie frente a su mujer.

¿Y Rulfo e Ibargüengoitia y Sergio Pitol? ¿Qué hacía la culposa antología en el librero en su casa en Nueva Jersey? Ahí estaba, en una de las filas traseras, oculta detrás de la autobiografía del Muy Salsa y la King James Bible, libros obligatorios en los hogares gringos. Era el único sobreviviente de una copiosa colección de literatura mexicana, la cual había ardido en una hoguera seis meses antes de la toma de Tijuana. Publicada en 2009, aún conservaba su lozanía. La releía con frecuencia y la cuidaba como un bibliófilo trataría un manuscrito medieval. (Sólo le faltaban los guantes de látex).

La posesión de esta pieza incriminatoria estaba rodeada de circunstancias atenuantes. Así lo consideraba él. Mientras que el grueso de sus compatriotas vituperaba a los escritores mexicanos sin siquiera haberlos leído, él había tomado un curso en la literatura de ese país cuando todavía no era condenable leerla. Fue en Columbia. Bernie estudiaba Letras Inglesas y en su tiempo libre estaba aprendiendo español. Una tarde en que leía una novela de Altamirano al aire libre, una chica delgada, apuesta y alegre se le acercó y le hizo plática. Congeniaron y ella lo invitó a tomar el curso "Twentieth Century Mexican Lit". Bernie se enamoró de ambas. ¿O más bien su amor por José Emilio Pacheco y Fernando del Paso nació de su amor hacia Katrina? Difícil saberlo. Ambos sentimientos estaban tan enmarañados como los cables de electricidad de una urbe rezagada en materia tecnológica.

Comenzaron a salir. Bernie hizo avances significativos con el español y llegó a cantarle boleros. En un momento de cursilería irónica visualizaron una boda en el River Café, con un fondo de fuegos de artificio. Pero ocurrió lo de siempre: ella regresó a México y, a pesar de las promesas mutuas para visitarse y serse fieles hasta el fin del mundo, a pesar de la antología decuentos que ella le regaló como símbolo del lazo indestructible, Bernie en el fondo creía en la frase de que amor de lejos, amor de pendejos. La correspondencia electrónica que se juraron mantener amainó con el paso de los días; al año Bernie conoció a la que sería su esposa y de Katrina no quedó más que un recuerdo dulce y fantasmagórico.

Un recuerdo que, como un perfume, conservaba entre las páginas del ejemplar y que resucitaba cada vez que lo leía. Y había llegado a preguntarse si la finalidad de abrirlo tan seguido no era el placer literario, sino que lo hacía para recordarla, como si las hojas de ese libro bien cuidado fuesen un trasunto de la piel con la que había intimado en sus tiempos estudiantiles.

El aterrizaje era inminente. Si bien con un viento como el que soplaba no podía asegurarlo, todo apuntaba a que se realizaría en ese jardín de gran extensión, sin alberca, es verdad, sin dogo, pero con una araucaria grande, picuda y, en resumen, poco apetecible para el tafanario de un paracaidista. Es más, las corrientes de aire parecían dirigirlo directamente al árbol. Ni maniobrando las líneas de control logró imprimir un nuevo curso. En el último momento encogió los pies para evitar el alambre de púas de la barda y, poniéndose flojito, fue recibido por el follaje entre raspones, picotazos y un crujir de ramas que se oyó más fuerte incluso que las bombas. Al impacto, los lentes de visión nocturna se le zafaron y fueron a dar al césped con un golpe seco. Su mundo verde se ennegreció. Bernie quedó colgando como piñata.

Como dictaba el manual, sacó el cuchillo de combate y cortó las cuerdas una tras otra. En menos de un minuto logró desasirse y cayó. Calculó mal la distancia y se le torció el tobillo. Dejando el cuchillo a un costado, se hizo bolita, se sobó y lanzó maldiciones contra el Muy Vergas.

Oyó unos pasos. Alzó la cara en el momento justo en que una sombra se le lanzaba con un objeto de apariencia líquida. Lastimado y todo, Bernie aplicó una llave de pancracio a la sombra, la sometió sobre el pasto y le torció la muñeca hasta que el objeto cayó. Ignorando los berridos claramente femeninos que emitía la sombra, la mano libre de Bernie sacó una linterna del bolsillo y dirigió el haz sobre el bulto. La luz, además de revelar un cuchillo de cocina sobre el césped, mostró a una mujer entrada en carnes, de entre treinta y cuarenta, que gemía y lloraba sin parar.

Shut your trap! —rugió Bernie.

Los berridos cedieron su lugar a un gesto de sorpresa. Debajo del soldado, que aún la maniataba en el suelo, la mujer abrió los ojos, brillantes bajo el haz de luz. Con labios temblequeantes:

—¿Bernie? —dijo—. ¿Eres tú?

El paracaidista la miró con detenimiento.

Who are you?

—Katrina, güey…

"No jodas —se dijo Bernie—. Habiendo tantos jardines…". ¿Cómo la iba a reconocer? ¿Qué quedaba de la ex en los hoyuelos, la papada, el abotagamiento de los mofletes y el cabello con orzuela? En ese instante sintió añoranza por su mujer y se alegró de que tuviera prohibidas las garnachas. El viento seguía soplando y sacaba suaves murmullos del árbol del que colgaba el paracaídas. De las casas vecinas llegaba el sonido de algunas voces. A lo lejos se oían las balas, las baterías antiaéreas y, como truenos distantes en una borrasca, las bombas.

—Hola —contestó al fin, quitando la presión que había aplicado a los antebrazos de Katrina contra el suelo.

—Bernie —suspiró Katrina, llevando las manos al rostro del soldado—. No has cambiado nada. Un poco de calvicie, pero hay una de implantes hoy por hoy… ¡Qué bien te ves! —y, arrugando la nariz, añadió—: ¿Qué pasta de dientes usas?

Bernie recogió el cuchillo de combate, lo enfundó, apagó la linterna, la guardó en el bolsillo correspondiente, se colocó los lentes de visión nocturna, los tiró al comprobar que no servían, se incorporó sobre el pie bueno y, balanceándose sobre éste, sacudió las ramas que aún le cubrían el uniforme. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Revisó su equipo. Cantimplora, check. Linterna, check. Automática, check. Granada, check. Lentes de visión nocturna, fucked. Ya erguida, la novia de antaño restregó una mano contra la otra y se mordió el labio.

—¿No deberías estar en el metro? —le preguntó Bernie.

—Sabes que odio los olores que hay ahí.

El aire hizo flotar un mechón sobre su frente. Katrina lo separó con un floreo. El gesto había perdido el encanto de antes. Asumiendo el tono con que a él le hablaba el capitán, Bernie le dijo:

—Fue un placer verte de nuevo. El deber me llama.

—Sí, el deber —concedió Katrina, moviendo los ojos de lado a lado—. El deber…

Una tos proveniente de la casa hizo que Katrina y Bernie volteasen en esa dirección. Siguió a la tos un carraspeo acompañado, con toda probabilidad, por una flema. Bernie desenfundó la automática. Dio un brinco sobre el pie bueno y:

—¿Hay alguien más? —murmuró.

Katrina esbozó una sonrisa como de disculpa.

—Es Gumersindo. Mi esposo.

—Ah.

—No te preocupes —lo tranquilizó Katrina—. Está en su cuarto. Seguro trae audífonos. De todas formas, no podría hacerte daño. Perdió un pie.

—¿En la guerra?

—La diabetes.

—…

—…

Bernie enfundó la pistola.

—Como te decía, el deber me llama…

Lanzándose hacia él, Katrina lo agarró del cuello. Igual de inestable que un bucanero que, habiéndose quitado la pata de palo en su camarote, recibe la inesperada estocada de un amotinado, Bernie tuvo que apoyar una mano en el tronco de la araucaria para evitar caer. La robusta mujer en que se había convertido su amor de juventud lo miró implorante:

—Por favor, escúchame. Ya sé que lo nuestro terminó hace mucho, pero quiero pedirte, por lo que más quieras…

—¡Por Dios! Estoy casado. Tengo hijos.

La ex arqueó una ceja. Enseguida lo soltó y echó a reír.

—¡No seas mamón! ¿Quién te crees? ¿Marlon Brando? ¿Hace cuánto no vas al dentista?

La mano que había estado apoyada sobre el tronco se puso en posición de firmes, y el pie bueno dio un saltito para ajustar el equilibrio.

—Vieja culera. Déjame salir.

Katrina humilló los ojos. Bernie de nueva cuenta usó el tronco de sostén. La mirada vuelta al suelo, ella alisó el pecho de la camisa del paratrooper con las palmas.

—Ya sé que tienes cosas más importantes que hacer. Sólo te pido que me escuches. En consideración a nuestra amistad, ¿podrías hacerme un favor?

—Depende.

—He cometido muchos errores, —continuó sin levantar la vista, dando vueltas ahora a un botón cercano al plexo solar de Bernie—, pero el peor de ellos fue casarme con Gumersindo… —subió los ojos. Mirando fijamente a Bernie, añadió—: ¿Podrías matarlo?

—¡Vieja loca! —aulló Bernie.

Katrina se frotó las manos.

—Nadie va a decir nada. Eres soldado, estamos en guerra y…

—En la guerra también hay principios.

Katrina agitó la mano en el aire. La cara rechoncha se compactó en una mueca hostil.

—¡No me vengas con esa doble moral! Matas bebés ¿y no quieres matar a un cuarentón fastidioso?

—Nunca he matado a un bebé.

—Ya sé que no, cariño —empleó el tono con que una madre le habla a un niño travieso, al tiempo que le pellizcaba el cachete.

El paracaidista se quitó los dedos de la ex de un manotazo.

—Tengo que irme.

Dejó de recargarse en el tronco y aventó el peso en el pie incólume. Sacó la linterna y la encendió, listo a emprender el camino de salida. La luz se reflejó en los ojos de la esposa desdichada. No parpadeaban, igual que los de un coyote paralizado por los faros de una camioneta. Había en ellos una convicción inquietante. "Un coyote que desafía a la muerte", musitó el paratrooper. Acto seguido: llevó la vista a la casa. Estaba anonadado. ¿Qué clase de monstruo cojo había chupado la belleza y la vitalidad de su ex? ¿Con qué sometimientos la había reducido a una desesperación tan deplorable? A juzgar por la tos, Bernie habría pensado en alguien más bien inofensivo…

Bernie esperaba un nuevo exabrupto. Katrina, empero, se limitó a aspirar largamente y a asentir en repetidas ocasiones. El viento hacía revolotear su cabello, una sombra del que él había besado en la universidad. Adentro, el señor esposo continuaba carraspeando, ignorante, supuso Bernie, de lo que ocurría en su propia casa. Ella pareció resignarse:

—Claro. Te entiendo —dejó caer los brazos, como si cargara bolsas pesadas, y le dirigió una sonrisa triste—. One last kiss?

Bernie se encogió de hombros, cojeó hacia ella y se mantuvo como un espantapájaros. Katrina le plantó un beso en la boca. Luego posó la cabeza sobre su pecho, lo estrechó con fuerza y le acarició el torso. Así lo apapachaba antes. Bernie se sentía incómodo, pero prefirió condescender a sufrir un nuevo berrinche.

Tras la espalda oyó un tronido metálico que no supo a qué atribuir. Cuando recordó que ése era el sonido que hacía el seguro de una granada al desprenderse, ya era demasiado tarde. Escuchada a la distancia junto con las otras, la explosión podría haberse tomado por la pirotecnia de una gran celebración.

 


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Rodolfo Ruiz Vázquez (Ciudad de México, 1987). Narrador. Estudió algunos semestres de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. En 2011 ganó el segundo lugar en la categoría de Crónica en el concurso 42 de Punto de partida, con el texto "Las posibilidades de una línea". Punto en línea publicó su cuento "Glorioso pasado".

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
Responsable de la última actualización de este número, Dirección de Literatura, Silvia Elisa Aguilar Funes,
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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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