ATALANTE / febrero-marzo 2018 / No. 72
 

A Ghost Story



M (Rooney Mara) y C (Casey Affleck) perciben de manera diferente el silencio imperfecto de la casa que habitan en los suburbios de Texas. Ella está incómoda; él no. M no siente ningún apego; en cambio, su esposo adoptó el nuevo espacio desde el momento en que llegaron y descubrió un piano. El comportamiento de la residencia, que habla y protesta con chirridos, apagones y objetos que actúan por sí mismos, es suficiente razón para que el matrimonio tenga un desacuerdo debido a la necedad del músico de prolongar una mudanza. C finalmente acepta buscar un nuevo hogar, pero apenas un día después resulta víctima de un accidente de tránsito. Testigo mudo e inmaterial, él vuelve al lugar de sus afectos con una sábana blanca encima. C es ahora una entidad temporal.

Una casa encantada, una mujer taciturna y un hombre con una sábana en la cabeza. Tres motivos mayormente fijos y poco significativos. Tres elementos plasmados en planos duraderos. Tres personajes en la dinámica implícita del formato académico que evoca un proscenio donde las capas de la imagen tienen vida tanto en el tiempo representado directamente por cada escena como en el resto de las temporalidades que aparecerán en el filme. Todo como resultado del juego compositivo con que David Lowery ideó A Ghost Story y en el que M y C intercambian constantemente jerarquías dentro del plano del mismo modo que lo harán otros habitantes de esa misma casa en otros tiempos. Todos habitan una misma casa. Son seres que parecen transcurrir en un mismo espacio de temporalidad cíclica por la sensación de simultaneidad que provoca la similitud de las escenas.

Después del prólogo de la película, donde el matrimonio aparece en un nivel parejo dentro de la imagen, como si ambos estuvieran en el mismo tiempo y espacio en el abrazo íntimo y duradero que comparten, el resto de las secuencias del filme utiliza el espacio como confinamiento del fantasma, pero también como mecanismo de distanciación. Las imágenes plenas de verticalidades no sólo dan coherencia gráfica al todo, sino que permiten una nitidez amplia que da dinamismo al plano aunque, por ejemplo,  sólo veamos a M comiendo un pay completo mientras C inmaterial mira desde el fondo durante cinco minutos: una escena de genuino horror (acústico) en la que el fantasma literalmente no hace nada más que contemplar y escuchar como nosotros.

Aunque es una película sobre el apego a un espacio y sobre un amor perdurable, A Ghost Story sugiere que sus elementos más significativos son instancias distantes de un tiempo pensado como complejidad. Los niveles de la imagen, las acciones repetidas, los movimientos de cámara y los cambios de luz son equivalentes a elipsis. El cliché de un hombre con una sábana en la cabeza adquiere más interés cuando advertimos que está atrapado en el tiempo múltiple de la casa encantada buscando vestigios de la mujer taciturna que ama (amó, amará).

En una secuencia que alude a Poltersgeist (Tobe Hooper, 1982) con la irrupción de una puerta de luz, C se levanta de la camilla en la clínica y lo miramos caminar dos veces hacia el fondo de la imagen. Primero cruza un pasillo vacío; luego, otro repleto de médicos y pacientes. Su andar es igual en ambos casos: va al fondo de la imagen hacia una puerta mientras la cámara lo acompaña por detrás. El fantasma parece moverse en el espacio, pero se mueve en el tiempo. Cada vez que la cámara lo sigue así o que se desplaza en espacios vacíos transcurren semanas o años. Otros actos, como el cruce de personas por la puerta principal de la casa, también detonan el paso del tiempo, pero de un modo tal que éste puede ser material o inmaterial como las primeras puertas que vio el fantasma o como el espacio donde alguien construyó la casa.

Más allá de que las imágenes de Andrew Dros y la edición del propio Lowery lograron coherencia estructural y rítmica, el equipo de realización no pudo evitar un segmento que parece pensado para espectadores impacientes. En una de las temporalidades transcurre una fiesta. Una pareja cruza una puerta besándose y C irrumpe. Su visión anda a través de la pista de baile. Llega a una mesa donde un sujeto enuncia un discurso sobre el tiempo, la muerte y sobre la naturaleza cíclica de la materia. Es una explicación verbal inserta en una película no verbal. Un monólogo prologando, casi un cliché, en una propuesta visual que consiste en prolongar los planos para que el observador tome el lugar del protagonista y, sobre todo, para convertir las escenas en representaciones de distintas emociones por la disposición de los personajes y las cosas, o por la tensión de lo visible con el silencio o con la música. Incluso, la salida de esa secuencia no está articulada. No vemos un familiar cruce de puertas, sino un corte directo para salir de un diálogo ajeno a una película organizada en el resto de sus partes y que no oculta la influencia de Tsai Ming-Liang (Good Bye Dragon Inn, 2003).

A Ghost Story no se separa de su elemento más significativo: la casa como un leitmotiv que el flujo de imágenes con aspecto análogo vuelve omnipresente. Incluso en las secuencias donde el inmueble no está, hay un efecto cognitivo que lo evoca ya por la elección del formato de filmación o por la manera de construir el plano. El cierre del prólogo es un plano prolongado de la casa; el accidente es un paneo de la casa al auto; la ausencia de la casa es la colocación de sus cimientos en el páramo de Texas en un plano cuyo espacio sería suficiente para registrarla entera. Además, en esa misma escena la composición es idéntica al cierre del prólogo. Cuando la casa es una infraestructura corporativa del futuro, C camina por los pasillos de la obra gris como si fuera el inmueble originario en su versión ruinosa. Más que una casa se trata de un espacio; más que un lugar físico, se trata de un apego.

C siempre estuvo allí. C, como el personaje de Orlando (Sally Potter, 1992), otra película inspirada en algún motivo de Virginia Woolf, existe fuera del tiempo, pero pertenece a la casa como idea o a la casa como realidad; su apego es también su encierro. Su hábito es cruzar puertas simbólicamente cerradas para él como lo sugiere el epígrafe del cuento “A haunted house” (Whatever hour you woke there was a door shutting). Él no es la casa, pero sí pertenece a ella porque en ella estarán sus razones para arraigar. Por ello es capaz de esperar en ese lugar durante una eternidad completa hasta recuperar el último vestigio de un ser amado luego de haber caído sin caer por la luz de un espacio infinito auténticamente vacío.

 


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Rodrigo Martínez (Ciudad de México, 1982). Es maestro en comunicación y doctor en ciencias políticas y sociales por la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho e Icónica. Es profesor de asignatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (UNAM) y colaborador de la revista F.I.L.M.E (www.filmemagazine.mx). Actualmente prepara un libro colectivo sobre la noción de autor fílmico en la era del cine digital.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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