Sé que estoy de paso, sé que me han criado para absorber mi leche y añejarla, para cubrirse del frío y comerme, lo sé. Bajo este azul y el sol de siempre voy con las demás. Salto, pretendo saltar la albarrada y correr lejos, hasta perderme, hasta que caiga la noche y suplique a mi Señora Amaltea me convierta en combustible que alimente su luz. Yo no quiero sentir el filo sobre mi cuello hasta desangrarme. Quiero ver otro mañana, acariciar el ayer, husmear el olor del campo que arrastra la suavidad del viento.

Todos los lunes viene un niño a este corral. Viene de lejos. Arrastra sus zapatos y los pisa, como corriendo, hace ruido al levantar el polvo de esta tierra ancestral. Es una promesa. Trae consigo una bolsa repleta de mandado. Apenas escucho su paso, me acerco a la puertezuela y dejo que me acaricie el lomo y los cuernos. Sabe que están llenos de ambrosía y fruta.

—¿Cómo estás? ¿Qué has hecho? ¿Cómo te han tratado?

Sólo lo miro, no me canso de mirarlo. Seguramente sabe mi destino, pero se niega a decirlo. Sonríe a medias. A veces creo que está triste, es un niño serio, pero con una sonrisa sincera. Olisqueo sus zapatos. Quisiera decirle que no los arrastre, pero no lo hago porque a él lo hace feliz. Después de un rato, su abuela lo busca: ¡Arcadio, vamos a casa que ya es tarde!

—¡Adiós! —exclama cabizbajo. Mueve su mano de un lado a otro y luego se va. Creo que eso también significa adiós.

Aquí, entre las cercas, hace falta una revolución. Algo así como en los corrales rusos, un movimiento donde unidos optemos por seguir vivos, regalar nuestra leche, pero no nuestros huesos. Tal vez nuestro pelaje, nuestros cuernos. No nuestros gritos agónicos. Yo sólo sé que quiero ser libre para ir a la montaña de donde viene Arcadio. Dice que siempre llueve y hace frío. Pero nadie es capaz de balar de más. Tienen miedo. Nadie que bale hace nada. Ni los carneros, ni los corderos, ni las ovejas, ni los gamos, ni los ciervos. Son voces apagadas.

Mi madre me contaba de nuestra estirpe cretense antes de morir. —¡Amaltea nos proteja! Zeus bebió de su leche, Zeus nos quiere. No nos va abandonar nunca— Pero lo dudé desde el año pasado en que picaron a cientos de cabras. Salían chorros de vida de sus cuellos. —La vida es rojísima y caliente, sabe a fierro oxidado —pensé.

Don Manuel nos cuida y nos quiere. Eso he creído siempre, por eso le digo Mane, por puro cariño. Nos pastorea. Si yo le dijera que me dejara escapar me abriría las puertas de este lugar. Pero no me entiende. Siempre me busca a mí. Se sienta a mi lado y toca su armónica. Le gusta la banda de viento y tronar cohetes. Un día me tocó “Dios nunca muere”. Es un vals triste, pero bonito. Tenía razón don Porfirio al hacer que se lo tocaran a cada rato. Dan ganas de llorar si uno lo escucha despacio. Si uno deshilacha la vida entre cada una de sus notas. Me da de comer maíz y puñitos de azúcar. Un día me ofreció un puñito de sal. —¿Para qué como sal si puedo sorber mis lágrimas? —pensé. Pero aun así lo comí.

Yo no sabía que los nombres hacen a uno único y excepcional, incluso indivisible, como los átomos. Uno se llama como se llama y punto. No hay más. Arcadio me nombró Chispa un día que llegó bebiendo una chaparrita de uva. Me dio un sorbo y otro poco me lo echó en la frente. —Así te bautizo —dijo contento viendo escurrirme en color morado. Me gustó mi nombre, porque también me gustaban los cohetes que aventaba Mane los días de fiesta, esos que revientan y sacan muchas luces, y por supuesto que esas son chispas, esas son luces que se evaporan. Son fotones fugaces y contentos.

Siempre han dicho que las cabras están muy locas. Quién sabe cuántos tornillos perdimos en el útero donde nos gestamos. Más de tres. Antes de dormir siempre me he preguntado: ¿por qué dejamos de ser mórulas totipotenciales?, ¿en qué momento perdimos la cola de pez?, ¿cuándo dejamos de parecernos a las aves de engorda?, ¿por qué nos salieron cuernos y pezuñas? ¿Por qué? ¿Cuándo permitieron Zeus, Amaltea, Atenea, Coatlicue, Mictlantecuhtli abandonarnos en el hervor de un mole de caderas? ¿Cuándo?

Pero siempre me vencía el sueño y abría los ojos con el amanecer. Para entonces, octubre había llegado con todo y sus flores de muerto y su viento frío. Y a pesar de ello no nos asustaban tanto las heladas. Ni a la reina Victoria le asustaba el frío londinense envuelta en sus chales de cashmire. Sabía elegir las mejores cosas para cubrirse. Una cabra sobre su espalda, muy calientita. Galletas untadas de queso acompañaban su té. Un queso sin brucela, sin fiebres ondulantes, bien limpiecito. —¡Pasteur, protégeme! —rezaba la reina antes de darles una mordidita. Un queso más sabroso que del que está hecha la Luna. ¡Lunita mía! ¡Luna que se asoma siempre!

Y sí, no hay mejores lunas que las de octubre. Pero eso y las flores anaranjadas que huelen a Mictlán enlutaban todos los corrales de la región para esas fechas. El aire daba miedo. —Mane también mata, también pica y llena cubetas con sangre de cabra —presentí. Por eso tanta fiesta. Por eso aquel collar de cempasúchil. Soy la expiación, el ofrecimiento. ¡Zeus, sálvame! Aunque esté lejos el Olimpo, aunque vengas a pelearte con Huitzilopochtli y los dioses nahuas sean montoneros y cabrones. ¡Abracadabra, patas de cabra, ábrete corral! ¡Déjame ir! Yo ni soy de aquí, a buena hora crucé el atlántico para poblar esta tierra de guajolotes y venados. Prefiero perderme en el desierto con los pecados de todos los judíos, ser la bolsa donde Atenea guarda su espejo y su polvera, jalar el carruaje de Thor y pasear por todo el universo yendo de Andrómeda hasta Casiopea; aparecer en el calendario chino, aunque sean amarillos y chaparros y me caigan mal. No desangrarme aquí. Que no me pongan a bailar sobre los hombros de nadie, ni me hagan entrar a la iglesia adonde todos los santos me miren con sus ojos vidriados de hace quinientos años.

A lo mejor Arcadio también quiere comerme. Quiere ponerme en una olla y sacarme los pulmones con todo y aire. Aunque me llame Chispa, Chispita, Chispa de colores, Chispa de chocolate. Quiero correr, tirarme al monte. ¡Ay, por mis antepasados artiodáctilos! ¡Ay, por todos los cabritos al horno! ¡Déjenme ir!

Ya casi era el tercer jueves de octubre. Por eso comíamos vegetales y hierbas, por eso nada de agua, por eso tanta sed. ¡Arcadio, dame un poco de refresco sabor a uva! ¡Arcadio, si no vienes mañana miércoles me matan pasado mañana! Me lleva don Mane a la piedra de los sacrificios. ¡Qué cabrón, me va a sacar el corazón! ¡Escúchame! Mis balidos no llegan al Olimpo, ya los telégrafos se fueron a la quiebra en este país. En ese monte no hay internet, sólo clave Morse.

Arcadio podía escucharme. Sabía mis congojas. Aprendió cada tono de mis balidos. Conocía mis ansias de vivir. Por eso no compraba su pan en la panadería de la plaza. Ahorraba cada centavo, cada peso, cada veinte pesos, cada vuelto que sobraba cuando iba a comprar a la tienda. Todo para pagarle a don Manuel lo que valía. Venir por mí para caminar a su lado; estar en casa, darme sorbos de chaparrita de uva y de naranja, ir al campo, ver caer la lluvia y sentir el frío de la montaña. La montaña de donde bajaba todos los días arrastrando sus zapatos.

Era miércoles cuando Arcadio llegó al corral. La mayoría pastaba. Casi caía el atardecer, porque los últimos rayos redimían al día agonizante. Pude escuchar el arrastre de sus zapatos, pude ver cuando levantaba el polvo. Su abuela lo esperaba a lo lejos y a pesar de tan lejos podía verse cómo lo quería. Cada uno traía una bolsa de mandado.

—Vengo por Chispa. Aquí está lo acordado —le dijo a don Manuel ofreciéndole un sobre amarillo. Me acerqué despacio. Olisqueando en el aire la felicidad. Quizá la felicidad es un manojito de menta. Eso me dio a comer Arcadio apenas llegué a su apapacho fortuito. Lo sacó de la bolsa de mandado. Caminamos hasta su casa. Pude alcanzar la libertad tirándome a la plenitud del monte, pero quise quedarme a su lado.

—¿Cómo crees que iba a dejarte morir? —dijo y sonrió.

Apenas llegamos a casa, acompañé a Arcadio y a su abuela a regar las plantas de su jardín. Arcadio cargaba las cubetas mientras metía mi hocico sediento de hace meses. Una eternidad.

—Hoy vemos las estrellas —dijo cuando nos cayó la noche encima.

Recostados, en el jardín de enfrente de su casa, vimos el cielo repleto de cristales. Todo vestido de luces con edades diferentes. Millones de años luz, luciérnagas que hacía tiempo se apagaron y apenas veíamos su viajero fulgor resplandeciente.

—Mira, Chispa. Mira a Amaltea hecha de estrellas. Mírala. Mira más allá, mira esas súper novas, ¿ya las viste? Mira cuánta luz. ¿Sabes rezar? Yo le pedí hasta a las Chivas rayadas del Guadalajara porque estuvieras aquí. Viendo las estrellas, aquí conmigo. Inmensamente vivos. Inmensamente felices.






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Ilustraciones:

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Antonio Jiménez Ochoa (Ciudad de México, 1989). Médico de profesión, ha publicado en la revista Punto en Línea. Ganador del Primer premio en la categoría de Cuento en el Concurso 42 de Punto de Partida por su cuento "Civet de Jabalí". Actualmente es residente del cuarto año de Gíneco-obstetricia en el Centro Médico Nacional La Raza. 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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