Carlo y yo somos viejos amigos. Todas las tardes vamos al café de don Antonio, nos gusta caminar por la banqueta y mirar a los clientes.

El café está al aire libre y se llena de turistas, sobre todo durante el verano. Enfrente hay una plaza con edificios muy antiguos y una calle que ha sido cerrada al tránsito, la consideran zona típica, por eso podemos pasear sin problemas por ahí. Carlo y yo somos de la misma estatura, también tenemos la misma edad. Él parece soldado romano, es corpulento, tiene los ojos verdes, la barba cerrada y el cabello que le queda es castaño y rizado. No le importa ser medio calvo, porque es hombre de pelo en pecho, dice que ahí tiene lo que le falta en la cabeza y que las ideas fluyen más rápido sin tanto pelo. Asegura que el vello en el pecho le protege el corazón, así no se enamora fácil. Aparenta sonreír, pero en realidad no lo hace, la sonrisa es fingida. Si uno no pone mucha atención, casi no se nota porque aún tiene buenos dientes. Lo he visto practicar esa sonrisa por años frente al espejo, al igual que muchos de sus ademanes. Le encanta fumar, prende un tabaco tras de otro, piensa que le da un aire cosmopolita; toma el cigarrillo con el dedo índice y el pulgar y lo cubre con la palma de la mano, no entiendo cómo no se quema.

A Carlo le gusta que caminemos a lo largo del café de don Antonio, frente a las pequeñas mesas dispuestas hacia la plaza. La gente se sienta ahí para mirar a los que pasan. Son veinte metros los que recorremos de ida y veinte de vuelta, una y otra vez, de aquí para allá. Lo sé porque he contado los pasos. Carlo camina con ritmo y muy derecho. Mete la mano en la bolsa del pantalón, pero no toda, deja el dedo gordo de fuera, dice que así desfilan los modelos y que se ve más chic.

No caminamos de corrido, nos paramos cada cinco o diez pasos, dependiendo del humor de Carlo. Cuando nos detenemos sube una pierna sobre los maceteros que marcan el límite de la cafetería, mira hacia alguno de los clientes y me dice un par de cosas mientras observa a la persona en cuestión. A veces murmura enchuecando la boca. Luego inclina la cabeza hacia mí, como si escuchara lo que digo, chupa su cigarro y lanza el humo por encima de los comensales, me mira, responde al comentario y se vuelve para mostrar su sonrisa simulada. Siempre me dice lo mismo, no importa que la persona que observa sea hombre, mujer, anciano o niño. Él ve cosas similares en todos, por eso sus comentarios no cambian. Yo trato de decirle algo distinto, pero él contesta igual. He llegado a pensar que se está quedando sordo, y aunque aparenta escucharme quizá no lo hace. Por eso, a veces, nos peleamos frente a la gente. Nunca hemos llegado a los golpes, sólo discutimos fuerte.

Un tarde se tropezó y salió volando hacia el frente, cayó de panza, con los brazos estirados sobre el pavimento. Un mesero lo ayudó a levantarse, pero Carlo se sintió humillado y lo empujó, dijo que estaba bien, que no le había pasado nada. Anduvo cojeando varios días. Lo conozco y sé que estaba lastimado pero no acepta esas cosas, le molesta mucho sentirse vulnerable.

Hasta la fecha no hemos tenido ningún problema en el café, nadie se molesta porque Carlo murmure casi en sus narices. Supongo que les causa gracia o admiración. Lo digo porque algunos se ríen cuando lo ven, otros cuchichean y otros más lo contemplan con la boca abierta. Él sabe que esa gente habla de nosotros, es evidente, pero no le importa, dice que es normal, que somos unos tipazos y esas actitudes de las personas prueban que no pasamos desapercibidos.

Algunos turistas al salir del café le dan dinero a Carlo, de eso vivimos. Él dice que gracias a nosotros el café siempre está lleno, que mucha gente se sienta en las mesas de afuera sólo para mirarnos.

Después de las doce es tiempo de marcharnos. Nos vamos caminando despacito por las calles semivacías. A esa hora Carlo es distinto; más sencillo y natural. Habla de lo importante que soy en su vida, de la fuerza de nuestra amistad, de lo necesarios que somos para la industria turística de Sorrento. Lo escucho en silencio porque eso no me preocupa. Sé que le soy indispensable y con eso me basta. Aunque sólo exista para él.



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Ilustraciones:

darwin guevarra www.freeimages.com


Amélie Olaiz (León, Guanajuato, México). Es licenciada en Diseño Gráfico por la Universidad Iberoamericana (UIA). Cursó la maestría en Diseño Industrial en la Universidad Nacional Autónoma de México y un Diplomado de Creatividad en la UIA. Ha sido docente de la UIA y de la Universidad Intercontinental, y coordina el Taller de Minicuentos de Ficticia. Ha publicado las colecciones de minificción Piedras de Luna (Universidad Autónoma de Chiapas, 2005) y A discreción del Gato (Amarcafé, 2016), el libro de cuentos Aquí está tu cielo (Alcalá, 2007) y la novela La vida oculta en la caja de nogal (Amarcafé, 2013). Ha sido incluida en las antologías Vampiros transmundanos y tan urbanos (Selector, 2011) y Cuentos pequeños para grandes lectores (Con Agustín Cadena; Editorial Cofradía de Coyotes, 2015). Obtuvo, entre otros reconocimientos, la primera mención honorífica en el concurso de cuento de Ferney Voltaire, Francia, el primer lugar en el Concurso de Cuento Adela Celorio 2014 y el primer lugar en Cuarto Concurso de la Marina de Ficticia.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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