Introducción


Atreverse a suministrar una interpretación extra a la obra de Jorge Luis Borges supone algo escaso para el amplio acervo que ésta contiene. Superfluo en extremo si la audacia, o la impertinencia (ambos adjetivos no son una modesta hipérbole), trata de colocarla un genérico lector: novel y aventurado... Redunda una explicación cuando algo no lo necesita, pero el empecinamiento opaco del ego retoma las riendas del pudor, lo aleja, y conmina al descaro a desbordar la blanca llanura de la página en blanco con el galope de las palabras, dejando a la tinta como rastro: Mucho se ha escrito, hablado y leído sobre Borges. Yo no voy a presentar algo nuevo al amplio volumen de anagogías que han convertido en casi Sagrada Escritura la obra literaria que escribió y dictó aquel bibliotecario ciego y espectral; mi lectura está basada en motivos ajenos al interés colaboracionista con el magma que constituye el análisis borgeano. Busca explicar y promover a Borges bajo una premisa clara y amena, tratando de colocar su escritura en contacto con un público lector (no porque carezca o sea escaso el nivel de lectores de un escritor con consecuencias abarcadoras e insondables en la tradición literaria) que, en lo disparatado e inverosímil que esto implica, se aterroriza y justifica de mil incrédulos modos su exigua atracción ante la mención del nombre del autor o alguna de sus ficciones. 

2. La catatonia es un síndrome complejo y propio de la psicosis esquizofrénica, que supone negativismo, mutismo, sugestionabilidad, amaneramiento, catalepsia y estereotipia; la voz griega con la que se enlaza supone tensión. Y esta reacción es propia de los falsos-lectores de Borges (la división aplica a quienes han oído hablar sobre el personaje sin leerlo, o mienten sobre haberlo hecho, y comentan sin remordimientos su impostura): desde funcionarios de Estado y extraviadas figuras presidenciables a comunes (pero no menos extraños) estudiantes universitarios; anonadando la sorpresa hasta desaparecerla porque después de esto queda el silencio: alumnos de humanidades también conocen la reacción... La conmoción arranca así: Borges, el nombre del autor supone la obra y la biografía, es parte de ese control cultural que denominamos bagaje, y cualquiera está capacitado para resolver sus opiniones sobre el hombre-obra en ocurrentes extravíos. El espasmo inicia cuando se cuestiona a alguien que comenta cómo llegó a una lectura tan sugerida de la obra, aquí aparece la tensión: la negación de lo dicho; mutismo por la confusión que esto ocasiona; sugestión de las voces de otros; fingir ironía o desprecio a replicas sencillas mediante amaneramientos; suspensión de sensaciones (catalepsia) ante el descubrimiento de la ignorancia padecida y, como defensa, la estereotipia: repetición involuntaria e intempestiva de gestos, palabras o acciones del consenso dominador.

3. Esta enfermedad se presenta en los falsos-lectores; es en ellos donde se pueden encontrar versiones grotescas sobre el viejo profesor universitario y sus libros o, y esto resulta más interesante, preguntas en forma de dislate. Me explico: leer los cuentos de su obra (poesía, ensayo, traducción y obra periodística son retirados aquí por ser la parte del conjunto menos concurrida) provoca la obligada relectura de cada texto; en acotación concreta, leer El aleph requiere más de las tres horas que los infandos utilizan para mirar el panorama de las páginas de uno de los libros más difundidos de Borges. Esta tarea no es agobiante, aun así es resistida sólo por aquellos que desean aprender a narrar en el placer de la lectura, pero para los falsos-lectores practicar esta experiencia resulta abrumador e imposible. ¿Por qué? Y bueno, parece ser que la respuesta está en una emoción muy simple: Terror.

4. Fue en una conversación desmesurada donde apareció que esta expresión atávica detenía la inquietud intelectual por hurgar entre las páginas de una literatura que no necesita adjetivos para constituir el hábito en quien la frecuenta. Ocurrió así: en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, específicamente en el Colegio de Estudios Latinoamericanos, Borges es una mención obligada como parte de los cursos de Literatura Latinoamericana, o el recuerdo de la incapacidad por memorizar bien un nombre entre la élite política del mandato anterior, no más. Los profesores suelen apreciarlo como una pintoresca aberración de la naturaleza y en el ¿mejor? de los casos como un generoso ser extraterrestre salido de alguna galaxia inalcanzable para el estudiantado. Resulta de esta forma porque se le mira como algo que podría dar para otra cosa (¿para qué? desconozco la respuesta), no para su estudio de manera seria en un curso general; su nombre (no su obra) sólo propaga un mito ya descontrolado desde que Borges apareció en la portada de la revista Time e infinidad de profesores alistan a sus alumnos para continuar con esta teogonía. Lo anterior se comprueba en el comentario de un estudiante que lamenta la perturbación que inhibió su lectura: "No leo a Borges por miedo." Dicho, para él Borges es Terror y su voz concurre en una generalización no excesiva con la palabra casi total de los alumnos de dicha licenciatura. Catatónicos y aterrados, muchos fingen leer a Borges; son los falsos-lectores que conservan el prejuicio inoculado (angustiosa paradoja) por una academia devastada en una agnósica lectura e incapaces de superar la inopia de lo que han producido... Este ensayo no pretende corregir o tranquilizar el pánico; es demasiado para él solo; pretende apuntalar con el dedo meñique la obra y no los monstruos.


Colaboracionistas

5. Roberto Bolaño (lector extremo de Borges) escribió un cuento llamado "Henri Simon Leprince" donde un adocenado escritor francés —cuyo nombre es el mismo que lleva el título del relato—, en la Francia ocupada por Pétain, para sorpresa de todos, rechaza la oferta de ser colaboracionista, se enrola discretamente en la Resistencia y salva a muchos de aquellos que lo despreciaban antes de la guerra (y que volverán a despreciarlo después) para terminar sus días convencido de que los buenos escritores necesitan a la gente como él: como lectores, como mera referencia o incluso para salvarles providencialmente la vida. También Milan Kundera, en su libro El arte de la novela, revela lo siguiente:

Las situaciones históricas siempre nuevas revelan las constantes posibilidades del hombre y nos permiten denominarlas. Así, el término colaboración adquirió contra el nazismo un sentido nuevo: estar voluntariamente al servicio de un poder inmundo. ¡Noción fundamental! ¿Cómo pudo la humanidad estar sin ella hasta 1944? Una vez encontrada la palabra, uno se da cuenta más y más de que la actividad del hombre tiene el carácter de una colaboración. A todos aquellos que exaltan el estrépito de los medios de comunicación, la sonrisa imbécil de la publicidad, el olvido de la naturaleza, la indiscreción elevada al rango de virtud, hay que llamarlos: colaboracionistas de la modernidad.

Las anteriores referencias son apremiadas a cruzarse para obtener una estrategia de lectura: el personaje de Bolaño es un héroe menor, alguien tan oscuro y vapuleado  por sus contemporáneos que logra dar consecución, desde la invisibilidad y en su condición de paria, al fracaso en que la Resistencia oficial remite: salvarse a sí misma. La nobleza del personaje abunda, incluso con el descrédito total de su ayuda no se resiente, y otorga su condición de lector para seguir manteniendo vivos a los escritores de su tiempo. La definición de Kundera glosa mayor detenimiento y declara con quién se puede colaborar, a saber: un astroso sistema político (el nazismo), consecuencia directa de un sistema humano de valores y creencias (la modernidad).

6. Lo mismo puede ocurrir para una literatura. Hay malos escritores que sólo sirven como lectores, capaces de sostener y colaborar con el desvanecimiento de su figura la vigencia intemporal de los libros, no de los autores, que lo merecen. El escritor del cuento que menciono salva personas, pero lo mismo hace con las obras que éstas arrastran. Del otro lado están aquellos que no rechazan el momento de surgir del desprecio al que los han sometido colaborando con el enemigo, los eternos vengadores efímeros. Es la primera opción la que armoniza con la propuesta de este ensayo: rechazar colaborar con el Terror impuesto a Borges, promoviendo la soledad de su lectura. El móvil no es proteger al autor de algo a lo que es impermeable: la erosión de su calidad; sí desea retirar el miedo (de)generado por los colaboracionistas en los falsos-lectores. Sin embargo, cabe deslizar una aclaración: la definición articulada por el escritor checoslovaco anteriormente juzga a la modernidad como empedernida generadora de malestar continuo en cada manifestación que resulta de ella; Kundera instala un reproche y promueve su preferencia de evitar cualquier contacto con lo moderno, fijando un deseo velado pero latente por pertenecer a otro tiempo. Desafortunado y condenado a lo que no desea, Borges podría ayudarle a retomar la cordura: en el prólogo a la reedición en 1969 de un libro de verso (La luna de enfrente) reflexiona: "Hacia 1905, Hermann Bahr decidió: ‘El único deber, ser moderno'. Veintitantos años después, yo me impuse también esa obligación del todo superflua. Ser moderno es ser contemporáneo, ser actual; todos fatalmente lo somos." Lo que es no necesita declararse.


  

Resistencia lectora


7. Fue un intelectual francés —Roger Caillois— quien traicionó el afán ocultista de un bibliotecario argentino que escribía pequeños cuentos (Borges declara en una entrevista ante Richard Burgin sus intentos anulatorios: "Intento pasar lo más desapercibido e invisible que puedo. Y tal vez, la única manera de pasar desapercibido es vestirse con un poco de cuidado ¿no? Lo que quiero decir es que cuando era joven pensaba que siendo descuidado la gente no se daría cuenta de mi presencia, pero era al revés. Siempre se daban cuenta de que mi pelo no estaba bien cortado o de que no me afeitaba"), para exhibirlo en el continente europeo. El propio Borges en distintas ocasiones se consideró un invento de aquella curiosidad que lo insertó como emblema y estilo de todo un continente. También allí apareció una nota periodística que el escritor italiano Antonio Tabucchi comenta: en ella se pretendió que la existencia de Borges no era sino el resultado de una invención realizada por un grupito argentino de escritores, comandados por Bioy Casares, que pagaron a un viejo actor italiano para representar el personaje; fuera de control, la creación adquirió vida propia y consumó el juego en un Borges de verdad. Borges dejó de ser él para aparecer otro Borges (un actor italiano). Similar a la historia que ocurre en el cuento "Tlön, Uqbar Orbis Tertius", un objeto de otro mundo, inventado en un libro, aparece e invade éste hasta convertirse en realidad. En el cuento es una enciclopedia mítica la que trastorna el orden y entrelaza dos universos; en París es un escritor quien ocasiona lo mismo. Borges se convirtió en personaje, en un mito, en un libro, en un clásico de sí mismo. ¿Clásico? ¿Cómo un libro, un personaje, un escritor, pasa a ser un monumento de significados y sentidos inagotables, ejemplar a la vez, que ordena toda la literatura y la cultura de un país y su sistema de ideas? La respuesta está desplegada y reproducida en toda la obra como principio motriz. El concepto aparece formal y sintetizado en un ensayo titulado Sobre los clásicos, donde decreta que nada hay de particular en este consenso, dice: «Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término». Entonces, la propiedad clásico no está dentro del libro, existe fuera de él: en la forma en que cada cultura lee, se apropia y asigna valores a lo que lee. El problema del valor literario es el de su historicidad. Este valor no es propio o intrínseco, se debe sobre todo a la asignación que la lectura regala a tal valor.

8. ¿De qué manera leer entonces al Borges del siglo XXI, específicamente entre la promoción de lectores jóvenes, no mayores de 30 años? Pregunta de respuesta caliginosa: Las maneras o formas de leer, al igual que los clásicos, se asignan; no son los aprendices, sino los promotores quienes convienen el cómo hacerlo. Así, tenemos un amplio almacén de lecturas, dispuestas al uso, reciclaje y sin caducidad próxima. Sin embargo, aun con los estantes llenos, predomina el gusto o la tendencia por uniformar épocas con una manera de leer particular: formalismo, fenomenología, hermenéutica, estructuralismo, semiótica, postestructuralismo, psicoanálisis, marxismo, feminismo y un alongado etcétera. La factoría son los departamentos de literatura en las instituciones de educación superior y sus dependientes los teóricos literarios, los críticos y los profesores quienes, más que impartir una doctrina se encargan de preservar un discurso, ampliarlo y explicarlo, iniciar a los novatos y decidir si han logrado o no dominarlo. Terry Eagleton lo define así: "Lo único que se le pide es que manipule un lenguaje especifico de una manera aceptable. El tener un título donde el Estado certifica que usted terminó satisfactoriamente los estudios correspondientes a la carrera de letras, equivale a decir que usted está capacitado para hablar y escribir de determinada manera".  El pensamiento creativo queda entonces relegado, no importa si es radical, moderado o conservador, se invalidan esas posturas; lo necesario y urgente se aprecia en la compatibilidad con una forma específica de refrendo que pueda articularse dentro de lo sugerido como válido... Abruma hacer análoga a la academia con un recinto de abarrotes, y a los profesores como despachadores de ideas; pero esta imagen es menor al Terror que imponen las maneras oficiales de leer a Borges: se obliga a interpretarlo (tal vez a preenjuiciarlo) antes de presentarlo; no se le piensa, se le acata; tan extraño como aspirar a colocar un piso como techo cuando se está bajo una tempestad de granizo.

9. "Cualquier signo de intencionalidad delata una inautenticidad secreta" declara el escritor argentino Alan Pauls en un ensayo donde refiere la fobia de Borges a lo artificioso de la literatura. Aplicar la expresión de Pauls a las escuelas de interpretación borgeana desarma cualquier deliberación de lo coactivo y dispuesto, aunque se mantenga sombrío y cierre el paso a lo auténtico. La confusión es muy grande: en una época donde un autor que a los once años tradujo El príncipe feliz de Oscar Wilde (siendo el texto publicado el 25 de junio de 1910 en el diario El país de Buenos Aires) y con el tiempo sería el escritor más celebrado del siglo XX, la atención del lector queda descentrada, ya no lee el texto, sino al autor mismo, con admiración o recelo, tanto da. Porque entonces admirar a Borges significa comprender —en el sentido más etimológico de la palabra—, compadecer, compartir su inteligencia y fama. Luego leer a Borges es aplaudir su erudición sobrehumana, y de paso desactivar la obra, considerada como una máquina repleta de significaciones implícitas inalcanzables para un lector asustado y resignado a no adivinarlas nunca. Hasta aquí es suficiente crítica. ¿Cómo entonces leer a Borges sin entrar en pánico? Fácil: da terror lo desconocido y se huye de lo inconcebible, pero una vez cerca de aquello que atemoriza comienza a controlársele. A Borges hay que leerlo con sus ojos ciegos.

10. Son inusuales las herencias rechazadas, sin embargo existen en un rubro despreciable, tal es el caso de las enfermedades genéticas. Borges, aparte de una vasta biblioteca, también obtuvo la ceguera paterna como usufructo en una perfecta paradoja. Fue en las penumbras, desde muy joven, donde felizmente leyó hasta agotar su vista. No podía ver, pero sí leer. Este acto significaba mucho, una definición de lo que él era, por eso declara: "El individuo se evade de sus circunstancias personales y se encuentra en otro mundo, pero puede ser que aquel otro mundo le interese más, al mismo tiempo, porque está más cerca de su verdadero ser que sus circunstancias". Esta manera de plantear la lectura como evasión es utilizada para hablar del hábito asemejándolo con la lógica del adicto a las drogas. Hay una imperiosa obligación de procurarse la dosis de continuo sin reparar en las consecuencias: leer perturba. Entonces, droga mortal, con la fuerza de una pelota de opio, el abuso facilita respetabilidad social a fuerza de convención; sólo que al dejar el letargo (el instante en que transcurre el acto) la repercusión es retrospectiva, dando sentido al ensueño mediante la mirada atenta de la experiencia encarnada durante el abuso extremo de libros... Aunque la necesidad por la lectura no debe tomarse tan en serio, pues buscar significados extremos o reveladores, más allá de los existentes, degrada el acto al ridículo. Por eso Borges conmina a tomar algunos de sus relatos por su sentido del humor y no por sus simbolismos ocultos, "Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto", dice, es un ejemplo de ello. Se debe leer por su comicidad, no por un ocultismo inexistente.

11. Y dentro de esta fascinación, la pregunta sigue siendo cómo leerlo. Aquí va: en una película titulada Borges para millones, se obtiene el extracto de una entrevista con él:

Pues bien, yo he sido profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires y siempre les aconsejé a mis estudiantes: "Si un libro los aburre, déjenlo; no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lo lean porque es antiguo; si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo, aunque ese libro sea el Paraíso perdido, que para mi no es tedioso, o El Quijote, que para mí tampoco es tedioso, pero si un libro es tedioso para ustedes no lo lean, ese libro no ha sido escrito para ustedes, la lectura debe ser una de las formas de la felicidad." De modo que yo les aconsejaría a los lectores que eligieran mucho, que no se dejaran asustar por la reputación de los autores, que leyeran buscando una felicidad personal, un goce personal, que es el único modo de leer, si no, caemos en la tristeza de las bibliografías, de la cita, de Fulano, luego un paréntesis, luego dos fechas separadas por un guión, y luego, por ejemplo, una lista de críticos que han escrito sobre ese autor. Y todo eso es una desdicha. Yo nunca les di bibliografía a mis alumnos, les dije: "No, no lean nada de lo que se ha escrito sobre fulano de tal. Shakespeare no leyó una línea escrita sobre él y escribió la obra de Shakespeare. Ustedes no se preocupen de lo que se ha escrito sobre Shakespeare. Lean ustedes a Shakespeare. Si Shakespeare no les interesa, muy bien; si Shakespeare les resulta tedioso, déjenlo. Shakespeare no ha escrito aún para ustedes, pero algún día Shakespeare será digno de ustedes y ustedes serán dignos de Shakespeare. Pero mientras tanto, no hay que apresurar las cosas." Es decir, yo aconsejaría ante todo la lectura hedónica, la lectura del placer, no la triste lectura universitaria hecha de referencias, de citas, de fichas. Yo he tomado examen durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras y tengo un orgullo, uno de los pocos de mi vida: no hice jamás una pregunta; yo les decía siempre a mis estudiantes: "Hablemos, por ejemplo, del Doctor Samuel Johnson, hablemos de la poesía anglosajona, hablemos de Shakespeare, hablemos de Oscar Wilde, hablemos de Shaw, y hablen, ustedes digan lo que piensen. Ustedes digan lo que piensen, prometo no interrumpirlos, prometo no preguntarles una sola fecha, porque yo mismo no la sé —y se descubría mi ignorancia—, de modo que ustedes hablen, si es que el tema les interesa." Y dieron excelentes exámenes. En cambio hay profesores muy torpes que hacen preguntas porque no saben tomar exámenes.

Con precisión, para Borges la erudición es más bien una búsqueda de imágenes e ideas que algo verdaderamente sistemático; es la hermosa generadora de esas monografías alemanas y textos antiguos, de las enciclopedias británicas que tanto admiró. Fue un gran lector del mundo; su idea de la literatura como una realidad tan primordial como cualquier cosa que uno ve o tiene en sus manos, se entreteje en todos sus cuentos y le sirve de apoyo. Esto es, según yo, lo que le da a sus cuentos esa cualidad sinuosa, esa idea de que lo imaginado es real. Esa es su teoría del lector, donde la literatura vive a través de éste. No hay dos lectores que tengan la misma imagen visual de los personajes y constantemente les están atribuyendo vida a esas imágenes sugeridas por el autor. Un libro no es nada sin el lector, el círculo no se cumple, y naturalmente, se desvanece.

12. Todos los lectores viven exiliados y muchos escritores, antes que nada, son lectores. También hay lectores que escriben, y Borges fue uno de ellos. Porque deseoso de pertenecer a otro tiempo y a otra parte, se convierte en un escritor anacrónico; alguien que decidió retirarse de la afectación vanguardista y que añoró con nostalgia el siglo XIX, el de la gloria de sus antepasados (dueño de una mitología familiar que presume suceder de Juan de Garay y de Irala —colonizador durante el Virreinato de la plata— Francisco Laprida, fundador de la Asamblea Constituyente de Independencia; Isidoro Suárez, bisabuelo materno que dirigió en 1824 la batalla de Junín, la penúltima de la guerra de Independencia en América del Sur; Francisco Borges, el abuelo materno, coronel de caballería; también convirtió este pasado en una constante de sus libros). Por lo que, vecino discreto en un arrabal sudamericano, la apuesta que espera ganar lanza todo su azar al destino literario. Ahí realizará su pertenencia a una patria, que él bien lo sabía, tiene que ser inventada. Utilizando como materia de afirmación creativa la palabra, Borges conoce su efecto letal; cada una, ubicada en la estrategia narrativa con la precisión de un francotirador, lesiona al lector, generando y logrando un efecto en el mundo de éste. No sólo se trata de escribir, el fin desea lograr una conmoción en la percepción del agredido a palabras. Este es el terror en el falso-lector: conocerse ignorante y débil para burlar los ataques en su trayectoria infalible, ya que los cuentos de Borges requieren el mínimo valor para acometerlos. Por algo, la acción de sus personajes en un instante define el valor, la heroicidad ("El sur", "Emma Zunz", "La otra muerte", "Biografía de Tadeo Isidoro Cruz", "El fin"); obliga al escucha temeroso de la historia, y no dispuesto a arriesgarse, a descubrir su cobardía; aunque la contraparte, el valor, acarrea la tragedia, otorga una escisión en el tiempo, desgarre o pliegue que flota en el vacío y se marca como una victoria: la lectura da una sensación de eternidad.  Así, Borges infiere la realidad, escribe postulando que la realidad consiste en imaginar "una realidad más compleja que la declarada al lector y referir su derivaciones". Ya que violentar, alterar, modificar, tergiversar la verdad, lo real, es válido en el entramado de la ficción. Canjearla por otra no menos válida es parte de su programa artístico. Y sin lanzar amonestaciones a la calidad de lo real, reinterpreta y revive en su literatura. Borges era explícito y no lo ocultaba, pero cuidaba con celo que la firma de sus libros/lectura, llevara su nombre.



Conclusión


13. Recientemente, en una entrevista publicada en el suplemento cultural del diario La jornada a María Kodama, la viuda de Borges, ésta declara un aspecto demasiado humano del autor. A la pregunta del reportero sobre qué gustaba al escritor, la que fuera su pareja responde con megalomanía y revela la faceta melómana de Borges:

Gustaba de mi ludismo para vivir. Aun cuando creo que más lúdico era él. Borges era fanático de los Beatles, de los Rolling Stones, de Pink Floyd. Amaba la música que le daba fuerza, le gustaban los espirituales negros, muchas veces fuimos a Nueva Orleans a escuchar jazz, también le gustaban los blues y la milonga le gustaba muchísimo. Le gustaban los viejos tangos, que eran totalmente distintos a lo que él decía que había hecho Gardel con el tango, hacerlo llorón, sentimental, arruinarlo.

Esta declaración, y esta entrevista, son ajenas a la corriente colaboracionista que se esfuerza por oscurecer a Borges: expone más una anciana dueña de una mitología personal que reparte sin pudor cada vez que se la requiere, y que emparienta a Borges con la cultura pop del siglo XX, que todas las ineficaces conjeturas sobre él y su obra. Supongo que es preferible, para un lector cotidiano, saber que Borges era roquero a semiótico. Que sus cuentos inspiraban primero carcajadas en Michel Foucault antes que libros con nombres de palabras y cosas. Son la prueba final de que estamos ante un ser humano. Otra prueba irrecusable es la biografía en forma de diario que hizo Adolfo Bioy Casares; en ella recorre desde el momento en que, gracias a la redacción en conjunto de un folleto para promocionar yogurt, deciden dedicarse a escribir cuentos, hasta la muerte de Borges. Sin embargo, estos dos testimonios alojan un rechazo mutuo: por un lado Bioy Casares considera que María Kodama alejó a Borges de él; en la entrevista mencionada, Maria Kodama señala:

Nunca quise alejar a Borges de nadie, fue el comportamiento de sus amigos lo que alejó a Borges de ellos. Bioy, en ese diario que van a publicar muestra también cómo lo envidiaba, cómo lo utilizaba. Quizás sea cierto que le tuvo mucho afecto, pero también es cierto que era muy egoísta. Un día Borges me dijo: "Adolfito sólo viene o me invita a comer cuando quiere leer o que yo corrija cosas de él. Pero nunca me invita al campo." Yo le insistí: "Pero, Borges, a usted no le gusta el campo." Y él me contestó: "Eso no importa. Él debe proponérmelo y yo, en todo caso, decir que no." Borges era tímido pero, como todas las personas introvertidas, muy observador de la personalidad y del alma del otro. ¿Por qué no iba yo a querer a sus amigos? Yo soy oriental y no soy celosa. Los celos son amor propio, no amor al otro.

Consignar esta disputa como prueba resalta lo común en Borges: un ser humano que se aleja de sus amigos porque éstos no le gustan a su mujer o viceversa; y que se casó con alguien lleno de prejuicios raciales aunados al carácter, ¿o es que tener ascendencia japonesa arranca emociones tan humanas como los celos? Como haya sido, anécdotas de este tipo resaltan, y mencionarlas no implica disminuir la investigación o dilapidar el rigor académico; convencen en al lector de una intriga, y si alguien prosigue por cuenta propia hay mayor posibilidad de que continúe leyendo y obtenga disfrute, en vez de mantener los ojos en la obligación de leer con desagrado. De lo contrario: "Quién se resigna a buscar pruebas de algo no creído por él o cuya prédica no le importa."


Apéndice

En este ensayo no aparece ningún tipo de bibliografía, ya sea en forma de notas o mediante una lista final de las obras consultadas para la redacción definitiva de este texto. Pero negar la consulta de cualquier obra de respaldo es una mentira sin sentido, pues no hay motivo para ocultar el influjo de ciertos autores en la concepción de la idea que tengo sobre el manejo académico que se da a Borges, sobre todo en el Colegio de Estudios Latinoamericanos, ámbito al que me constriño por ser alumno y haber cursado el cien por ciento de las asignaturas de literatura en él, donde comprendí el poco esfuerzo que se hace por comprometer a los alumnos con un escritor necesario en la formación que presume fabricar esta academia. De ahí que la búsqueda se encaminó hacia tres autores que podemos mencionar como contemporáneos, con todo lo que limitar así implica: el chileno Roberto Bolaño y los argentinos Rodrigo Fresán y Alan Pauls, que con sus ensayos, lecturas y artículos sobre Borges dieron solvencia a mis vagas ideas; y mención aparte: la biografía de Adolfo Bioy Casares, que es un abismo al que pocos entrarán y no me comprometo a comentar aquí; aun así, su consulta fue una valiosa ayuda para entender a Borges. Una última mención: en 1996 el diario El Clarín de Buenos Aires convocó a un grupo de escritores para que de manera miscelánea comentaran la obra de Borges a diez años de acaecida su muerte. Participaron Susan Sontag, Julian Barnes, Ernesto Sábato, Antonio Tabucchi, Beatriz Sarlo, María Esther Vázquez, Ricardo Piglia, Umberto Eco, Harold Bloom y Bioy Casares. Estos comentarios se encuentran en internet y de ellos obtuve algunas citas y anécdotas.



Cristian Ochoa (México, D.F., 1979) estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Su texto "El estilo salvaje de un artista latinoamericano (poética y política de Roberto Bolaño en la novela Los detectives salvajes)" fue finalista en el concurso de Ensayo del Colegio de Estudios Latinoamericanos. También fue finalista en el concurso del Premio CIDE de Ensayo: Los grandes retos nacionales: México ante el siglo XXI. Es un lector asiduo.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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