Una mujer descubre que es la líder del cártel de Jalisco Nueva Generación

Ella ha pasado más de 24 horas fuera de casa, a oscuras; y ahora está ahí, frente a las cámaras, ante los flashes de los medios de comunicación que caen como proyectiles. Está parada, sus dedos bailan entre sí, su cabeza apunta hacia abajo, como si sintiera vergüenza, su mirada apunta a los objetos confiscados que nunca había visto antes: Granadas, rifles, marihuana… Está junto a seis hombres. Uno de ellos es su marido.

¿Qué pensará? ¿en qué lugar del espacio estará su? Entre todos lo incautado, reconoce su celular y su laptop. Regresa en sí cuando escucha que a su marido lo identifican como “El Cronos”, “El Rayito” o “El Maniaco”, líder del cártel de Jalisco Nueva Generación.

Escucha cosas que parecen sacadas de una película: que elementos de la Marina los vieron en un vehículo lleno de armas en las calles de Revillagigedo y Pino Suárez –que no son calles sino avenidas paralelas que no hacen esquina–, ubicadas a una media hora de su casa; que los marinos los persiguieron y les dieron alcance en una pensión de autos en la zona norte de la ciudad de Veracruz; que al alcanzarlos les encontraron “un arma larga, un arma corta, una granada, 148 mil 350 pesos y diversas dosis de presunta droga”.

También escuchó que durante su detención ilegal –a lo que la Marina llama en su boletín 154/2012 “aseguramiento”–, los marinos observaron que otra persona con un arma larga se introdujo “al inmueble localizado a un costado de dicha pension” para revisar, por lo que “pensaron” que estaban “ante la flagrancia de un posible delito federal”.

Con ello que detuvieron, o “aseguraron”, a cuatro masculinos armados que dijeron llamarse Cesar Tejeda Moreno, Pablo Arrieta Andrade (a) “El Güero” y/o “Jaiba”, Pedro Temiz Zapot (a) “El Perri”, Javier Benítez Grajales (a) “El Morro Chemo” y William Malpica (a) “El Mochis”.

Además, informaron que todos eran del cártel de Jalisco Nueva Generación, el mismo que se autodenominó Los Mata Zetas y que se adjudicó el asesinato de 35 personas que fueron arrojadas en una avenida concurrida el 20 de septiembre de 2011.

Y sí, ella, Claudia Medina Támariz, esa misma que estuvo atada de manos, con una venda en los ojos por más de 24 horas, pero que antes de todo eso dormía en su casa con su marido, ella, ahora, es la esposa de un líder de cártel en el puerto de Veracruz.


Sube la música, sube la tortura

Reconocí que estaba en la zona naval por los aviones que volaban, y porque no tardamos más de 5 minutos en llegar ahí. Si eres de aquí, identificas que mi casa no está lejos de la zona naval, y menos de madrugada. Reconocí el puente que hay que pasar antes de llegar. Cuando llegamos me metieron a una oficina, había una persona, una doctora: te voy a quitar las vendas, me indicó, pero no vayas a voltear para nada. Cuando me las quitó, frente a mí había un foco muy brillante, no podía ver ni hacia los lados. Escuché que me tomaron una foto y luego me volvieron a vendar. Escuché que metieron a mi esposo e hicieron lo mismo con él, luego nos sacaron de esa oficina y nos subieron por unas escaleras; reconocí que estábamos en un segundo nivel. Alguien le dijo a otra persona “cuídala”, y ésta se quedó cuidándome. Ahí parada, el hombre que me custodiaba me empezó a decir que “yo era la buena, que yo pertenecía a un cártel”; respondí que era falso, que me dedicaba a la venta de productos Herbalife. “Si quieren vayan a preguntar a la empresa de Esteban Morales y Cuauhtémoc, de Herbalife; tengo mi inscripción, tengo mi nip, todo desde la fecha en que empecé a trabajar con ellos. Investiguen”, dije. “No te hagas pendeja, eso es mentira”, dijo y empezó a preguntarme que si me habían encontrado con mi esposo teniendo relaciones; dije que no. “Bueno aquí te van a demostrar lo que es un hombre”, y como yo estaba con las manos hacia atrás, me bajó la blusa y me jaló los pezones. Yo traté de cubrirme y le dije que se calmara, pero él me decía cosas ofensivas, me manoseaba, y mientras lo hacía comencé a escuchar música, una música tipo electrónica, tipo rap; comenzaba bajito y la iban subiendo. Cuando estaba muy alto escuché los gritos de una persona, se me vino a la mente mi esposo. “Lo están torturando”, pensé, y el tiempo comenzó a transcurrir. Estuvimos ahí como media hora, cuarenta minutos, entonces alguien dijo “a ver tráemela para acá”; caminé y me sentaron como en una mesita de doblar, y aquél, el de la voz, me dijo “tú eres la buena, eres la jefa, dinos todo lo que sabes o te va a cargar la chingada”. “Eso es mentira, cómo va a ser posible”, y le dije a lo que yo me dedicaba. “Investiguen, pidan información, ustedes se van a dar cuenta” Entonces el hombre me pegó en la nuca con el puño cerrado. Empecé a llorar, insistía en que hablara. “Pero qué quiere que hable”, le decía. Me pusieron de pie, me dijeron “a ver, pásale”, y como yo iba descalza, sentí mojado. No sé si era un cuarto o un baño pero me sentaron en una silla de metal, me acomodaron las manos para abrazarla, me amarraron un trapo en la boca y, en los dedos de los pies, lo que luego supe que eran cables de electricidad; me aventaron una cubetada de agua, y empecé a escuchar música de nuevo. El volumen subía a medida que aumentaba la descarga eléctrica. Entendí que entre más alta era la música más fuerte era también la descarga. La música es variada, pero utilizan más la de tipo rock; la que más se me quedó grabada fue la música del Haragán. Cada vez que la ponían, llegaban las descargas. Luego me pusieron algo irritante en las fosas nasales, con una jeringa me la aventaban. Yo creo que era chile porque ardía; imagínate, los ojos y la boca tapada y la salsa picante en la nariz, no puedes ni respirar. Yo me retorcía ahí, sentía morirme; luego me levantaron y me pusieron una especie de hule en todo el cuerpo, me tiraron y me pegaron; brincaron arriba de mí entre diez y quince minutos; entonces les dije “no, por favor, estoy embarazada”. Era mentira pero se los dije poeruq pensé que con eso se calmarían. Entonces le hablaron a la doctora y me pidieron una muestra de orina; pero no podía dárselas, porque con las descargas y los golpes yo ya me había orinado antes.

“Si no nos la das te vamos a soltar otra descarga”, me dijeron. Como pude, les di la muestra, sabiendo que iba a salir negativo. Al poco rato salió la doctora y me dijeron “m’ija, ¿por qué nos quieres sorprender?”. Yo les dije “no, pues yo sabía que estaba embarazada”. Me fue peor, me volvieron a dar otra ración de golpes, patadas y descargas. Cuando terminaron me dejaron sola; fue entonces que escuché a mi marido: “les firmo, les hago lo que sea, pero déjenla en paz”. Yo siento que me torturaron de forma que mi esposo escuchara.

Descubrí que un hombre se quedó conmigo porque comenzó a romper el hule por mi parte y a meterme los dedos en la vagina. Yo me hacía de lado para que no siguiera, pero vino alguien y paró. Luego me sacaron a un patio, yo digo que era el patio de ellos; me dejaron todo el día en el sol… estaba yo mojada, imagínate cómo me quemaba… Siempre tuve los ojos vendados y las manos atadas. Posteriormente me levantaron, me preguntaron, “¿sabes lavar ropa?”. Les dije que sí y me llevaron a los lavaderos para lavar su ropa. “ya estás muy cochina, te vas a tener que bañar”, me dijeron cuando terminé; me pasaron a las regaderas, me hicieron quitar la ropa enfrente de ellos, me bañé y me dieron la ropa, esa misma ropa con la que me pusieron ante los medios de comunicación. Creo que el tiempo que estuve incomunicada, después de que me sacaron de casa, fue de 36 horas; me pusieron a disposición a las 6 de la tarde, después de sacarnos de la zona naval, vendados, nos llevaron a la PGR que está a unos minutos, y ya en los patios de la PGR nos quitaron la venda de ojos y manos y nos dijeron que si nosotros hablábamos nos iban a sacar nuevamente, que nos iban a dar otra calentadita, y a mi me dijeron que si yo no aceptaba que participaba en la delincuencia organizada, ellos sabían dónde estaban mis hijos, que iban ir a buscarlos, y que lo mismo que nos habían hecho se lo iban hacer a mis hijos. No te creas, te infunden algo psicológico; yo no quería que le pasara lo mismo a mis hijos.


Mi casa siempre está en silencio

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Desde que los marinos irrumpieron en su vida y violaron sus derechos fundamentales (como el derecho a la dignidad o el acceso a la justicia establecidos en la Convención Americana, cuyo tratado México como Estado Parte está obligado a seguir), la música está prohibida en la casa de Claudia Medina Támariz la. Apenas la escucha, las manos le sudan, la inunda la ansiedad; evita la música, no quiere saber de ella.

“Mi casa siempre está en silencio, y mis hijos me ayudan a que esté siempre así. En mi casa no se pone nada de música, está prohibida”. ¿Por qué una persona dejaría de escucharla para siempre, si hasta en esas frases de internet que la gente comparte dicen que la vida sin música sería un error?

Claudia, involuntariamente la asocia la música con los golpes, la oscuridad, las manos pesadas que la manosearon, las descargas eléctricas, esos tratos inhumanos y degradantes a los que, según la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura, que México firmó, nadie debe ser sometido bajo ninguna circunstancia o justificación.

Ella ahora se dedica a vender comida, tamales sobre todo, que le compran familiares y vecinos de su casa en la colonia Las Caballerizas, ubicada en la periferia, y en la que apenas el 14 de noviembre de 2013, se registró un enfrentamiento a balazos. Su club de Herbalife fracasó. Ya no lo tiene. A su regreso a casa intentó continuar con él pero por el estigma de ser la supuesta esposa de un líder de cártel mucha gente dejó de hablarle. “Sólo iban cuatro y de vez en cuando.”

Su vida cambió. Dice que ahora “es más solitaria”. Sus hijos adolescentes fueron inscritos en otra escuela porque, a pesar de que profesores y directores se solidarizaron y cuidaron mucho la integridad de los chicos, algunos de sus compañeros los molestaban.

La única música que Claudia Medina Támariz puede soportar, aunque suene cursi, es la de la voz de su marido, que la tranquiliza, le da ánimos, le dice que todo va a ir bien, que tarde o temprano saldrá libre y que volverán a ser la familia que fueron. “La última vez que vi a mi marido fue el 14 (de abril de 2015). Siempre que lo veo me da ánimos, me dice que le eche muchas ganas, que saldrá libre.”


Me hicieron caminar por un espejo roto

Ella piensa que todo va a estar bien, ¿qué puede pasar? Ella y su marido sólo se dedican a vender productos Herbalife y tienen dos grupos de 18 personas, uno en la casa y el otro frente a la Escuela Secundaria Técnica Industrial 130, ubicada cerca de la Pinera, en la zona norte de la ciudad. Hace tiempo que ella abandonó los juzgados, su antiguo trabajo, y a su marido hace tiempo que lo liquidaron de la extinta Policía Intermunicipal Veracruz Boca del Río. Piensa en lo acertado que fue enviar a sus dos hijos con familiares, a uno con una tía y al otro con su abuela. ¿Qué hubiera sucedido si estuvieran ahí? Las únicas armas que habían visto eran las de su padre cuando era policía, pero no están y qué bueno. De alguna manera intuye que todo va a pasar, que todo va a estar bien, porque ella sabe que los marinos son gente admirable, de bien, justos y rectos.

Cuando un sentido se bloquea, se sabe que otro se agudiza, por eso escucha cómo los hombres hacen un desorden en la habitación, en la cocina, en la sala, en el baño. Ella imagina todo ese desorden y piensa en lo engorroso que será limpiarlo después. El sonido de un espejo que se rompe te saca de esa idea de limpieza. Unos brazos masculinos la levantan para sacarla de la habitación, la hacen caminar, descalza, sobre los restos del espejo. Ella escucha la burla, “pinche gorda”, mientras es llevada hacia las escaleras, donde se tensa como la gente que está al borde de un precipicio; se pone dura porque siente cómo los brazos parecen querer empujarla para que caiga y ruede sobre ellas. “Es tu casa, pendeja, ¿acaso no la conoces?”, escucha. “Claro que es mi casa, pero no tienen por qué empujarme”, contesta y se recarga en la pared para equilibrarse y no caer. Luego siente el frío de la calle, su rugosidad, las piedritas que se le entierran en sus pies descalzos. La brisa de agosto del puerto de Veracruz, de madrugada, aúlla en su frente, luego se apaga. Ha subido a una camioneta. “¿Será esa camioneta blanca?”, se pregunta. “Ahí no la subas, súbela acá”, escucha la orden. Camina otra vez, sube “¿Será esa camioneta blanca?”, insiste. En ese momento descubre que hay una manera de ver lo que hay frente a ella jalando la cabeza hacia atrás: su marido, encorvado, vendado. Alguien pone la camioneta en marcha. Avanza.


Del puerto de Veracruz o de la exaltación de la Marina

En el puerto de Veracruz no hay institución más adorada, enaltecida y legitimada por el discurso popular que la Marina Armada de México. Son como la representación del bien en el imaginario colectivo; es decir, la única institución de seguridad honesta que nos queda a los que somos de aquí. Pero, ¿de dónde viene esta adoración?, ¿el mirarlos socialmente –qué peligroso– por encima de los hombros?

Cuando el gobierno veracruzano disolvió la Policía Intermunicipal Veracruz-Boca del Río por supuesta colusión con el crimen organizado en diciembre del año 2011, dejó la seguridad en manos de la Policía Naval, la policía militar de la Marina. En los periódicos la llamaron la Fuerza Oceánica. A partir de ahí, los veracruzanos experimentaron una especie de tranquilidad. A cualquier persona que le preguntabas sobre esto te decía que era la mejor decisión que se pudo haber tomado porque los marinos sí eran buenos, no eran corruptos “y no se andaban con mamadas como los polis”. Este hecho se vio refrendado en el mismo carnaval de Veracruz, un lugar donde las fuerzas de seguridad locales eran abucheadas cada año. Era la oportunidad del pueblo de vengarse de todos los atropellos policíacos ocurridos en el año: “Putos, cobardes, perros, nacos” eran las palabras que los policías recibían de los porteños seguidas de una rechifla. Sin embargo, el carnaval de 2012 fue totalmente diferente: los marinos fueron aplaudidos, vitoreados, presentados como los salvadores de una ciudad que se asumía como la Ciudad Gótica sureña de las balaceras.

El respeto a la Marina se debe a diferentes motivos, de los que destaco dos. Uno es la defensa histórica que algunos cadetes de la Escuela Naval Militar, comandados por el comodoro Manuel Azueta Perillos, hicieron del puerto frente al embate estadunidense de Woodrood Wilson del 21 de Abril de 1914. Según Mario Toto Constantino, sociólogo de la Universidad Veracruzana, en el imaginario colectivo siempre es la anécdota lo que permea: No importa que hayan sido pocos, la memoria colectiva rescata a los que se quedaron.

El otro motivo es la “necropolítica”, término acuñado por el camerunés Achille Mbembe, en el cual lo político se fundamenta en nociones de guerra, terror y enemigos. En la invasión de la necropolítica a través de la política militarizada del combate al narcotráfico, el dilema ético del ciudadano no es creer en alguien, sino buscar a la institución menos contaminada para aferrarse a ella cuando las demás instituciones se caen a pedazos.

“Nuestro paisito, y por extensión, el estadito, ha pasado del estado corporativo al necroestado. En esa secuencia, la institución menos contaminada es la más creíble”, sentencia el sociólogo.


La justicia que todavía no llega

El proceso que enfrentó Claudia fue el siguiente: pasó 23 días en un penal de Cieneguillas, Zacatecas, hasta que logró su libertad por decisión de un tribunal en Xalapa. “Nunca pisamos SEIDO, todas las diligencias se hicieron en la PGR y de ahí nos mandaron directamente a los penales. Cuando salgo, el tribunal me quita el delito de delincuencia organizada y sólo me queda el de posesión de armas”, dice.

Del penal de Cieneguillas salió el último día de agosto y llegó a Veracruz el 1 de septiembre de 2012. A su esposo lo mandaron primero al penal de Villa Aldama, Veracruz, y después al penal de Reynosa, Tamaulipas. “Te das cuenta en la cárcel de toda la injusticia que hay allí, mucha gente que estaba en casos parecidos al mío […]. Yo a mi esposo no lo pude ver en Villa Aldama sino hasta que lo cambiaron porque en el penal me dijeron que yo era un peligro para el centro por haber estado en la cárcel”, agrega.

Claudia no pudo dormir durante los 15 días posteriores a su liberación. Todas esas noches las pasó parada mirando sobre el ventanal esperando el momento en que alguien entrara. Por eso, cuando miraba el closet, a veces pensaba ponerlo como obstáculo en la puerta.

Luego encontró en internet el Centro ProDH, y desde entonces ha tenido una buena asesoría jurídica, además de terapia psicológica. Un psicólogo iba a verla al puerto para ayudarla a superar esta etapa de su vida.

El abogado de oficio que le puso el gobierno para defenderla nunca hizo su trabajo. Sin embargo, metió una queja en la CNDH que hasta la fecha no se resuelve como recomendación. “No han sacado una recomendación a pesar de haber presentado todas las pruebas que corroboran que hubo tortura”, dice Claudia, soprendida.

Apenas el 11 de febrero de este año quedó absuelta de todos los cargos, pero su marido no. Su proceso ha sido más lento porque, según Claudia, la juez del Poder Judicial del Estado de Veracruz, la licenciada Cándida, les ha obstruido su derecho de acceso a la justicia. “Ella insiste en que sí somos. Siempre ha estado contra nosotros. El 5 de junio de 2013 yo conseguí el amparo, y a mi marido dos días después lo cambiaron a Matamoros. Mi esposo ya no cuenta con delitos graves, lo acusaron de lo mismo que a mí: de posesión de armas, ¿por qué no alcanza fianza si yo alcancé? Son cosas que no me explico”.

“¿Por qué nos detuvieron?” Hasta la fecha no tiene una respuesta, pero confía en que el proceso les resulte favorable y puedan encontrar a los responsables mediante el responsable del operativo que irrumpió en su casa y le quitó todo, hasta la música.


Alguien se ha robado la luz

Es de madrugada y te despierta un ruido en la puerta de tu habitación. Te frotas los ojos, te levantas de la cama con esa piyama improvisada que sueles ponerte para soportar el calor tropical –un short y una camisa larga de dormir. Mientras tu marido duerme, te acercas sigilosa al ventanal de tu habitación. Ahí, en la planta alta de tu casa, te paras y miras a través de él hacia la calle; observas, cubierta por un manto plateado, una camioneta blanca. Vuelves a escuchar el mismo ruido, es más fuerte: alguien forcejea con cerradura. Piensas que es un ladrón. Un poco alarmada, levantas a tu marido: “Isaías, despierta, alguien se metió a la casa.”

Él se levanta, se talla los ojos, te tranquiliza, se incorpora. El ruido aumenta, escuchas que Isaías pregunta quién anda ahí. Le ordenan que abra. Entonces un ruido más fuerte, como el que se hace cuando algo se rompe, te regresa a la realidad. Hombres vestidos de negro y de civil, algunos encapuchados, entran a tu habitación. Apenas ibas a preguntar quiénes eran, qué sucedía, por qué estaban ahí, cuando ya estabas sometida en el suelo. Antes de caer, miras de soslayo que uno de ellos tiene uniforme militar. Cuando preguntas, ahora sí, quiénes son, ¿a qué se debe todo?, ¿dónde está la orden de cateo?, se apaga todo. Una mano pesada te ha puesto una venda, te han robado la luz.



 



Ilustración:
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Juan Eduardo Mateos Flores (Veracruz, 1991). Es narrador y reportero freelance en el puerto de Veracruz. Obtuvo, en la primavera de 2015, la Beca Prensa y Democracia (Prende) especializada en Periodismo Judicial que otorga la Universidad Iberoamericana y, en 2016, una mención en Crónica en el Concurso 47 de Punto de partida. Sus crónicas sobre violencia y D.D. H.H. se han publicado en medios locales y nacionales.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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