Sus manos tenían llagas por tanto cloro, pero Michelle seguía restregando el espejo. Debía borrar esa obstinada mancha negra. Jamás lo lograría: en su locura no pudo distinguir que era un raspón, una rotura del espejo.

Ese día, su madre la obligó a comer dos tortillas, una ración de arroz y un pedazo entero de bistec. Al menos, el agua de jamaica no tenía azúcar. Su estómago de monedero no podía aguantar tantos carbohidratos y proteínas, mas ella tenía muy bien educada su garganta: sólo bastó una visita al baño para deshacerse de ellos.

Era su ritual: a las cinco de la tarde, cuando su madre acompañaba a su hermano a la práctica de basquetbol, ella iba al baño, ponía seguro a la puerta, vomitaba y limpiaba todo. TODO. Ningún azulejo, ninguna esquina, ningún tubo huía a su trapo, que más bien parecía una hoja de papel mojada. Michelle debía borrar cualquier prueba que la delatara, por más nimia que fuera. Nada debía manchar la blancura total de ese baño, como si los ángeles fueran a excretar a ese lugar (si lo hicieran).

Pero en el espejo… Ahí estaba Mariana. Ahí estaba siempre, con sus cachetes caídos de bulldog, sus tres papadas como acordeón y su mirada redimida a una figura amorfa como masa de tortillas. Michelle la odiaba. Mariana se burlaba de los esfuerzos de Michelle, jamás borraría ese punto negro que le salía de la frente.

Por más de seis meses, de lunes a viernes, de cinco a seis, Michelle hizo su ritual. Su madre no la recriminó, no le preguntó por qué lo hacía, al contrario, estaba feliz que el baño estuviera así. Es cierto, notó su pérdida súbita de peso, pero lo atribuía a los pilates. Sin embargo, fue hasta que los ojos de Michelle se sumieron, sus pulseras se le caían y su cuerpo temblaba, a pesar de los 30 grados del ambiente, que se preocupó por ella. La obligó a comer, le dio vitaminas en el desayuno, la llevó a un nutriólogo; pero eso sólo aumentó sus ansias de alcanzar el cuerpo que deseaba. Escondía las pastillas en su boca y las tiraba por el inodoro. Nunca fue al nutriólogo, uso el dinero de las consultas en laxantes. Y, después de cada comida, continuaba su ritual.

El lunes era su peor día. Suspender el ritual sábado y domingo acumulaba bacterias en las esquinas, en el borde de la tina, en las llaves de la regadera. Las podía ver nadando en el agua del retrete, en las gotas que caían del grifo. Ella juraba que la gripe, la diarrea, el pie de atleta y el herpes se reían de su inmortalidad en ese piso gris. Todo lo miraba percudido, nunca blanco, ni siquiera el cloro la ayudaba.

Mataba impurezas cual si matara las de su cuerpo. Sin embargo, siempre quedaba una: la mancha del espejo. Ahí, en la cara de Mariana. La restregaba con fuerza para borrar no sólo el negro del lunar, sino toda su cara, todo su cuerpo. No se dio cuenta de que esa mancha no hacía más que crecer, con cada limpiada, con cada grito; cada vez que la rascaba, cada vez que le escupía.

Fue un lunes cuando por fin se deshizo de ella. Inició puntual a las cinco, cerró con seguro la puerta, vomitó, tomó su jerga y cloro, limpió cada azulejo, tubo y porcelana, y continuó con el espejo. Mariana la veía con desesperación, con miedo de su cuerpo de hilo, y con ira por haberle hecho eso a su cuerpo. Quería luchar: jamás dejaría que Michelle viviera así.

Tallada tras tallada, la mancha se convirtió en línea, después en una telaraña, hasta que el espejo cedió por completo. Pedazos negros cayeron al lavabo y al suelo. Mariana veía a Michelle desde el único pedazo reflejante. Su ojo le dijo: “por fin lo conseguiste”, mientras una lágrima salía de su orilla. ¿Qué es un baño sin espejo? Un ángel jamás vendría aquí.

Michelle tomó a Mariana para liberar su alma de esta piel imperfecta que ya no era suya. Poco a poco, Michelle salió del cuerpo hasta que Mariana quedó inerte sobre el piso.

Cuando su madre regresó, intentó abrir la puerta. Gritó: “¡Mariana Michelle! ¡Sal de ahí, inmediatamente!”. Pero adentro ya sólo quedaba una gran mancha en el piso blanco, junto a la cáscara de lo que un día fue. La cáscara de la perfección.






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Ilustraciones:
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Katherine Evans 
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Luis Antonio Durán (Morelia, Michoacán, 1993). Es pasante de Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Profesor adjunto de la asignatura Taller de literatura y periodismo. Percusionista e integrante de la banda moreliana Adás.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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