La Fiesta del Chivo
Mario Vargas Llosa
Alfaguara, 2000


 



Mario Vargas Llosa, autor de La ciudad y los perros, La casa verde, La guerra del fin del mundo, entre otros libros, entregó en el año 2000 La fiesta del Chivo, novela que traza, con técnicas literarias plenamente modernas, un bosquejo de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana. Un mundo literario soberano, La Fiesta del Chivo es una pieza oscura que el autor arrancó de la realidad y transmutó en una novela de buena factura, una gota brillante en la literatura de nuestra lengua.

Desde La ciudad y los perros, Vargas Llosa encontró una voz que lo ha distanciado de los escritores del boom. Como él lo ha dicho, su genealogía descansa en la literatura realista, con una línea directa a Flaubert. En La Fiesta del Chivo este hecho es evidente, como también el discipulado estético de Faulkner, Joyce y Kafka, tres generadores de nuevas formas en la novela. De Faulkner notamos el cambio aparentemente arbitrario de tiempo y narrador; de Joyce, la convicción de que un solo día de una persona es la perfecta metáfora de su vida (Trujillo); de Kafka, la ignorancia casi absoluta de los mecanismos y propósitos de la realidad, y la angustia y la tensión que caen sobre unas débiles espaldas (Cerebrito Cabral).

El peruano unió técnica y prosa maduras con una investigación férrea sobre La Era de Trujillo. Mostró la capacidad del dictador para penetrar no sólo en la vida pública de las personas, sino en su futuro, sus expectativas y sus sueños; en fin, muestra la violencia hacia la esfera oculta e infinitamente diversa que es el individuo. La Fiesta del Chivo tiene un lugar en ese grupo de novelas que tratan sobre dictaduras en América Latina, entre las que destacan El señor presidente de Miguel Ángel Asturias, Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos o El otoño del Patriarca de Gabriel García Márquez. Estas tres obras, es sobre todo la primera (con su atmósfera turbulenta, a ratos surrealista, a ratos tan cruda) la que llega a delinear los destrozos de un régimen autoritario, el miedo y las pérdidas que de él se desprenden. La obra de Vargas Llosa es, no cabe duda, un ejemplo grato de las novelas de esta índole.

Cuando un lector se imagina, casi mira lo que se cuenta, sin ninguna interferencia, estamos ante una narración bien hecha. Así lo ha dicho el autor peruano en entrevistas diversas. Hay partes en la novela que cumplen plenamente este criterio; por ejemplo, el momento en el que Antonio de la Maza, Tony Imbert, Amadito y Salvador Estrella Sadhalá, dentro de un coche, con rifles y pistolas, arremeten contra el Chevrolet de Trujillo. ¿Matan al dictador o no? Lo cierto, en todo caso, es que durante la persecución, las palabras ceden lugar a unas imágenes vehementes. La oscuridad de piedra y el aroma salado del mar son decisivos. Mediante la construcción de personajes, sus monólogos interiores, los diálogos, la elección de palabras, las figuras de lenguaje y, en fin, la estructura de la novela, se logra el hechizo.

El hilo que tensa la obra es la historia de Urania Cabral, que llega a una República Dominicana nueva, décadas después de la dictadura. Como satélites indispensables están las historias del último día de Trujillo, y la de los ajusticiadores, pletórica de nervios, resentimientos y sobresaltos. Estas tres historias, contadas en conjugaciones verbales diferentes (según los momentos históricos a los que corresponden), trenzan la primera mitad de la novela. Hacia la segunda, la estructura cambia y, como en La guerra del fin del mundo, hay una tentativa por construir, mediante la yuxtaposición de puntos de vista, la realidad poliédrica y contradictoria de la historia de República Dominicana inmediatamente después de la muerte del dictador.

“Urania. No le habían hecho un favor sus padres; su nombre daba la idea de un planeta, de un mineral, de todo, salvo de la mujer espigada y de rasgos finos, tez bruñida y grandes ojos oscuros, algo tristes, que le devolvía el espejo”. Así comienza La Fiesta del Chivo, la contradicción del personaje principal se nos plantea rápidamente. Un narrador en tercera persona cuenta paso a paso la visita de Urania a la República Dominicana, a la casa paterna, hasta que una voz en segunda persona irrumpe. ¿Quién es ese narrador que interpela e intempestivamente penetra en la historia de Urania? eres Urania. ¿A qué has venido a este lugar antiguo? Pienso que ese es el personaje que se mirara al espejo: Urania se habla a sí misma, recordando, dando vueltas inconclusas, espirales, a su memoria; se escabulle en sí misma, tratando de ocultarse, pero siempre encontrándose, siempre mirándose niña, de catorce años, en aquella ciudad tan olvidada y tan presente: Ciudad Trujillo. Ese es una búsqueda necesaria pero sin ganas de hacerse; una débil marcha hacia su propia conciencia; la puerta de escape de la soledad. ¿Qué es lo que buscas, ahora, en Santo Domingo?

La novela ahonda en la intimidad del dictador Rafael Leónidas Trujillo, en la explosión cotidiana de pláticas, encuentros, pensamientos y recuerdos. Se trata de la torre más alta del castillo kafkiano. Un día como metáfora de la vida. La obediencia que procuran sus subalternos nos dice las cosas que Trujillo calla, por omisión o por arrogancia. Aunque no lo justifiquemos, lo comprendemos, y su razonamiento se hace nuestro. Nos apropiamos del demonio en su polifacetismo. Sus orgullos se vuelven sus debilidades. Por una parte, a los setenta años, el Chivo ―evidente sobrenombre de ciertas habilidades sexuales―, que presumió siempre de su potencia, se enferma de la próstata. Por otra, su disciplina marcial y la repetición exacta de sus días facilitarían la planeación y la labor de los insurrectos. Trujillo no se arrepiente de nada, pero busca una liberación: tal vez de su cuerpo anciano, tal vez de su familia despreciable. La soberbia busca su lugar, un reconocimiento superior perdido entre tantos “mediocres”:

―¿Cree usted todavía que Dios me pasó la posta? ¿Qué me delegó la responsabilidad de este país? ―preguntó, con una mezcla indefinible de ironía y ansiedad […] ―Muchas veces he pensado en esa teoría suya, doctor Balaguer ―confesó―. ¿Fue una decisión divina? ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí?

Joaquín Balaguer (el Presidente pelele), Johnny Abbes García (el sádico Jefe del Servicio de Inteligencia Militera), la familia de Trujillo, Cerebrito Cabral, Antonio de la Maza, Tony Imbert, Amadito, Salvador Estrella Sadhalá, Pedro Livio, Pupo Román, los subordinados, los cobardes, los insurrectos, muchos son caracterizados física, moral y psicológicamente en La Fiesta del Chivo. Todos ellos constituyen el mundo hipócrita, con ojos y oídos en el aire, con la vida pendiendo de un hilo, con mecanismos y designios tan absurdos como fatales, que Vargas Llosa ha creado. La obra da cuenta de cómo las acciones y los deseos personales, en un creciente vértigo que se escapa de las manos, llegan a ser historia. El deseo de poder y el de libertad se oponen y, como un alfiler, revientan la tensión de una dictadura.

Pienso que la motivación de los personajes estriba en la violenta dialéctica de la prisión y la libertad. Libertad en diversos sentidos. El pasado de Urania tuvo que ser una jaula para haber vivido tanto tiempo en soledad, distante de su propia vida; el pasado glorioso y potente de Trujillo en la frustración de su cuerpo decadente y en un régimen a punto de pudrirse; la sensación de humillación por la que los insurrectos levantan los gritos de muerte. La prisión y la libertad y, más aún, el ejercicio del poder son temas políticos, sociales, pero, sobre todo, humanos que en La Fiesta del Chivo se exponen con densidad. La dictadura es una fiesta de muerte, violencia y sacrificios. En este libro los personajes se juegan la vida, el todo o la nada, el ahora o el nunca, la libertad o la muerte.

 


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Jesús R. Quintero (Puebla, Puebla, 1991). Es egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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