Verduzco_2.jpgTendría yo unos cinco años, tal vez seis. Era de noche, muy tarde, y andábamos en auto por la avenida Juárez, junto a Bellas Artes. En la esquina con Lázaro Cárdenas se encontraba parado un hombre muy alto y muy flaco, vestido de frac. Estaba completamente solo, no había ni un alma en toda la calle. “Uy, ése es un vampiro”, dijo mi mamá. Yo lo miré con más atención. En efecto: el hombre era extremadamente pálido, sus dedos demasiado largos, la corbata de moño que usaba era idéntica a la del Drácula de Bela Lugosi. “Lo vas a asustar”, dijo mi papá refiriéndose a mí. Pero yo no sentí miedo; maravillado, simplemente sentí asombro. Era increíble ver un vampiro en vivo (o en muerto, supongo), tan de cerca. No pude observarlo más que algunos segundos. Momentos después quedó atrás, en la noche.

El hombre, deduje años después, era un músico que había dado algún concierto en Bellas Artes y que seguramente esperaba que pasara un taxi. Después también recordé las valijas que estaban a sus pies y que no noté en un principio: sin duda contenían algún violonchelo o contrabajo. Y, por supuesto, el hombre no debió ser en realidad tan alto, pálido y delgado como lo recuerdo; la memoria falsea la verdad y con los años un hombre común y corriente terminó convirtiéndose en casi un facsímil del nosferatu de Murnau.

Yo soy de Orizaba, Veracruz, pero toda la vida he conocido y sentido cerca la Ciudad de México. Mi abuela paterna ha vivido aquí gran parte de su vida y desde que tengo memoria hemos visitado regularmente la ciudad. Creo que el episodio del vampiro moldeó notablemente mi percepción del Distrito Federal. Lo dotó de una dimensión fantástica que nunca sentí de la misma manera en otras ciudades que he visitado o en las que he vivido. Siempre que visitaba el D.F. antes de vivir aquí, me parecía sentir una diferencia casi tangible con los otros lugares. El sol de la mañana no brillaba igual, el aire se sentía diferente. No mejor ni peor, simplemente distinta. Imaginaba que era una ciudad donde podía ocurrir cualquier cosa. Había una sensación de posibilidad casi infinita.

Las ciudades son entes maleables, cambiantes, con una existencia más allá de la meramente física. Una ciudad no es sólo sus edificios y sus calles. Las ciudades existen también dentro de nosotros, y es ahí donde desarrollan su faceta más importante. La misma ciudad es diferente para cada quién. Cada habitante lleva su propia ciudad dentro de sí mismo, su propia versión de los espacios que creemos comunales. Después de algunos años de vivir en ella, la Ciudad de México ya no parece tan mágica como antes, es verdad. Ése es el precio de la convivencia diaria, de la costumbre. Luego de meses de temer que nunca sucediera, la ciudad terminó por caber en mi mente. Pude orientarme, pude conocer como la palma de mi mano ciertas líneas del metro, logré aprenderme las rutas de peseros necesarias. La ciudad monstruosa se redujo a algo manejable.

Tal vez por eso sentí como si perdiera algo de su mística. Los vampiros fueron sustituidos por los taxistas que fingen no saber cómo llegar a ningún lugar, por la asfixia del metro en hora pico, por el temor a escuchar pasos detrás de ti cuando caminas por una calle solitaria en la madrugada, por las paredes excesivamente delgadas del cuarto que dejan oír claramente cómo cogen los vecinos a las dos de la mañana.

Aun así, todavía encuentro en ocasiones aquella ciudad fantástica al enamorarme cinco veces en el mismo trayecto de metro, cuando el atardecer, las nubes y la silueta de la ciudad se combinan para pintar un paisaje rojo y apocalíptico, cuando bebo pulque y cerveza en un pueblito antiguo escondido e intacto dentro de la ciudad.

A veces ese lugar de posibilidades sin límite aparece de nuevo, brillando detrás de la cochambre, como si nunca se hubiera ido. En Orizaba no hay vampiros. En Puebla, donde estudié y viví casi diez años, tampoco. Pero aquí puedo creer que existen, tal vez disimulados entre las sombras de las calles antiquísimas del centro, acechando entre las fuentes del Parque México, ocultos entre los negros árboles del Bosque de Chapultepec que tanto asustaban a José Emilio Pacheco. Todavía creo que en una ciudad tan grande y tan hermosa puede pasar lo que sea. Yo llevo cerca de tres años viviendo aquí y hasta ahora no me he encontrado con ningún vampiro, pero tres años no son nada y todavía no pierdo la esperanza.

 

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Ilustraciones:

Jorge Tello de Arco, www.freeimages.com
Eric Milet, www.freeimages.com


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Guillermo Verduzco (Orizaba, Veracruz, 1986). Ha publicado el libro Cuento infinito (Ediciones B, 2008) y está antologado en Penumbria Año 1 (KGB, 2013).

 

 

 

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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