Cada hombre lleva en sí una habitación.
Es un hecho que nos confirma nuestro propio oído.
Cuando se camina rápido y se escucha, en
especial de noche, cuando todo a nuestro
 alrededor es silencio, se oyen, por ejemplo,
los temblores de un espejo de pared mal colgado.


Cuadernos en Octavo, Franz Kafka

 



El temblor expedido por su cuerpo se consumó en un abrazo y en el escondite de su rostro en el surco de mi cuello. Mis pezones respondieron inmediatamente a la emanación de su aliento. Sus miembros prolongaron la convulsión en una especie de alianza espontánea, ceremonia voluptuosa, y con sus manos oprimió mi torso desnudo. Silencio esparcido por las sábanas, el piso, inundación cautelosa de la habitación. Él permaneció ahí, sobre mí, con un cuerpo casi inerte y la expiración de un escalofrío que nuestros poros habían conocido antes. Por un momento pensé que estaba llorando. Se movió ligeramente, se observaron, nos observamos, y la incapacidad del discernimiento visual, de su mirada, oscureció más el espacio. Sentí con mi mano las lluvias subterráneas que se habían creado entre nosotros, entre nuestras piernas, bajo las sábanas. 

Sus ojos lejanos, su mirada azur, la melancolía arrancada de un pasado desgarrado que me era ajeno, que se escondía en un ceño marmóreo y unas cejas pobladas. El acrecentamiento del enigma producido después de la sucesión de labios, de la osculación de los sexos, de conversaciones en voz baja en las noches olvidadas, como las voces, como los labios. Verlo en los pasillos de la facultad, el paso tambaleante, torpeza inconsciente de una mímesis serpenteada, y aquel gesto casi metódico, ligero levantamiento del rostro, saludo adquirido para la repetición cotidiana. 

Las llantas de los autos sobre el adoquín húmedo de la privada rompían el silencio de la calle. Acompañadas de este rechinido del caucho, las luces de los automóviles que se reflejaban en los muros de la habitación alcanzaban el pequeño rincón que lo envolvía en sus sueños de noche y en la pequeña Luna de día. Era octubre.

Se levantó de la cama, se dirigió a la ventana y buscó, a tientas, su cajetilla de cigarros. Yo observaba el torpe espectáculo de su delgadez, de su cuerpo expuesto, de sus veintidós años, y de esa búsqueda nerviosa de tabaco que disfrazaba, inútilmente, la evidente apertura que abrasó cuando cerró la puerta y nos desnudamos. Interrumpió el silencio al encender un cerillo, con el sonido de la casi imperceptible combustión del inicio de un cigarro. Me incorporé ligeramente, sabiéndome tan expuesta como él. Hacía frío.

La luz amarilla del faro entraba por la ventana, casi dorada, casi espesa, casi tangible. Y así, esta densidad era vertida sobre su espalda desnuda, sus hombros y su pelo. Al mismo tiempo que fumaba, se rascó la parte superior de la espalda con la mano que le quedaba libre. Percibí un ligero ruido similar al de un libro cuando se hojea velozmente. Movió su cabeza de derecha a izquierda, aparentando aliviarse de un previo dolor de cuello, de aquella pesadez melancólica. El ruido aumentó convirtiéndose en una estridulación, él se encorvó, casi herido, y de su espalda surgieron tres pequeños élitros, tres pequeñas alas, de un negro casi transparente, que mostraron la verdadera naturaleza de su cuerpo de insecto, de mantis religiosa, de grillo espigado. Me observó desvergonzado y caminó hacia la silla de su escritorio, el sonido de sus patas contra el frío piso resonaba en la oscuridad del cuarto. Caminé hacia él y tomé un cigarro de la cajetilla, él encendió un cerillo y alargó el brazo. Ante la luz del faro pude ver los diminutos pelos oscuros que habían cubierto su piel, reemplazando el vello humano; sus brazos ahora fragmentados y sus cinco dedos que se habían unido para formar tres.

Me senté sobre el escritorio y sentí un escalofrío en mi cuerpo debido al contacto de mis nalgas con la superficie fría. Observé sus ojos verdes, su piel y su pene, intentando encontrar rasgos más humanos. Gran parte de su cuerpo seguía intacta. Yo evitaba ver directamente cómo sus alas revoloteaban y chocaban entre sí.

Pasó tal vez el último automóvil de la noche y el cuarto se iluminó. Él cerró los ojos, molesto por las luces que violentaban directamente su rostro. Se talló los párpados, se incorporó y levantó la cabeza. Me entró humo al ojo, dijo, odio cuando me pasa eso. El sonido de las alas había cesado. Y de nuevo aquel gesto, ligero levantamiento del rostro, ¿Qué pasó? Fumó una última vez y apagó su cigarro. Cinco dedos. Estábamos, de nuevo, encerrados en el silencio casi líquido de un principio, en la densidad de la luz amarilla, en el olor a sábanas, piel y saliva. Nada, respondí. Movió su cabeza de derecha a izquierda y bostezó. Ya es bien tarde, por qué no te quedas.

 

 

 


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Ilustraciones:
Bekah Richards www.freeimages.com
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Lucrecia Arcos Alcaraz (México, D.F., 1993). Actualmente es estudiante de Lengua y Literaturas Modernas Francesas en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Escribe cuento y poesía. En 2013, con la publicación de dos cuentos, participó en la obra colectiva Rendición de Cuentas; en 2014 escribió y dirigió el cortometraje independiente Cajas; y en mayo de 2015 publicó Serondas, una plaquette de poesía.
 

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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