Giacometto_1.jpgQuizás fue el ruido del bosque, los murmullos o las luces de las linternas en nuestros rostros, pero algo de eso nos despertó. Estábamos en la mitad de la noche en el carro de un sicario paisa (viejo para ser un sicario, gordo y con bigote) que nos recogió en la carretera. Hacía unas horas se había fumado un porro gigante armado con periódico. El humo nos drogó a todos y nos durmió. El paisa paró en la mitad de la carretera y se ahorrilló en medio de la nada, en la falda de una montaña. —Parce, quedémonos quietitos acá un rato, no puedo seguir manejando así.

–¡Las llaves! ¡Las llaves! ¿Dónde están las hijueputas llaves?– Nos despertaba el paisa gritando como loco. Al principio me reí adormilado hasta que entendí la situación. Era algo así: venían bajando a toda prisa por la falda de la montaña no menos de 10 o 15 sombras con fusiles y linternas. Nosotros éramos el objetivo. Podían ser guerrilleros o paramilitares. No quería averiguarlo. Estábamos en un carro con un arma, mucha droga y billetes esparcidos por el piso junto a las botellas de ron. La desesperación del paisa me asustó aún más. Carlos, el paisa y yo parecíamos locos revolcando todo dentro del carro, buscando las malditas llaves y mirando las luces de las linternas descender a toda velocidad. Mierda. Era el final.

Todo había comenzado un mes atrás. Me desperté un día aburrido de un trabajo en el que llevaba un año. Había accedido como un escampadero por un mes y estaba atrapado. Encendí un cigarrillo la madrugada de un lunes. Hoy voy a renunciar. Renuncié. Al tercer día recordé que siempre había querido ir hasta Buenos Aires mochileando y me encontré una amiga en Facebook que me recibiría si llegaba. –Me traes una libra de café y una caja de aguardiente–, fueron sus únicas condiciones. Arranqué un domingo en la tarde.

Revisé mi billetera. Podría sobrevivir. Compré las dos cajas de aguardiente, una para el camino y una para mi amiga. Guarde dos ácidos, un Hoffman y un Molécula. Nadie revisaría a un colombiano con dos ácidos pequeños, supuse, dentro del libro de Kerouac. En el camino. Llevé más libros de los que podía leer. La carretera de McCarthy, Miedo y asco en las vegas, los cuentos completos de Bolaño y Cortázar. Un amigo, Carlos, se animó. Sin muchas expectativas llegaríamos hasta donde el dinero nos alcanzara. Empacamos una carpa que nunca usamos, y en dos maletas de 80 litros, además de ropa y artículos de aseo, metimos un portátil y una cámara de video que mi amigo llevaba para usar y yo sólo pensaba en empeñar cuando estuviéramos sin dinero. Arrancamos a las dos P.M. sin más.

La tarde era calurosa. El terminal de Bogotá estaba semivacío. Leímos algunas cosas entre semana relacionadas con la ruta del viaje, pero íbamos sin mucha idea de lo que se nos venía. Había un bus que nos podía llevar directo hasta Lima. El famoso Ormeño. Pero, ¿y perdernos la diversión de Colombia? ¡No! Decidimos coger un bus hasta Cali, de ahí seguiríamos a Ipiales, luego frontera con el Ecuador y habríamos salido del país rumbo a Rumichaca y luego a Montañitas, donde una promesa de olas, licor y mujeres extranjeras fáciles nos esperaba.

Giacometto_2.jpg El bus salió sin contratiempo, la expectativa era grande. Parecíamos dos niños cuando salen de la ciudad pegados a los vidrios del carro familiar. Yo había viajado por Colombia en algunas ocasiones pero era mi primera salida del país. Nos perdimos la magia de Cali porque llegamos en la madrugada al terminal y encontramos una muy buena promoción que salía a las tres de la mañana y nos llevaría directo hasta un pueblo llamado Patía, pasando Popayán. El tiquete estaba a menos de la mitad de precio. Sin dudarlo, lo abordamos. Pasando Popayán, los únicos pasajeros en el bus éramos Carlos y yo. El conductor iba con tres personas más en la cabina. Estaban tomando y eran agresivos. En un punto nos dijeron que nos bajáramos. Carlos se enfureció y se lanzó a pegarle un puño a uno de ellos. Todo se volvió un caos. Yo también empecé a forcejear y pelear. Cuando nos dimos cuenta, el bus había arrancado y nosotros estábamos tirados en la mitad de la carretera y de la noche, con algunos golpes y raspaduras pero con las maletas y el dinero completos. Prendí un cigarrillo y me emputé con Carlos. Le dije que no fuera así de atravesado. Que se midiera. Que mirará donde estábamos por su culpa. Él se quedó callado. Cuando terminé de gritarlo empezaron a caer las gotas de un aguacero torrencial en una carretera polvorienta. Caminamos en silencio, con resignación, y a cada carro que pasaba, que no eran muchos, le hacíamos la señal de autostop. Se veían pocas luces. La lluvia y las pesadas maletas, la tierra seca y mojada; sin ánimo, saqué el brazo pidiendo aventón y a los 20 metros frenó un carro en seco. Era negro, deportivo, tenía algunos años pero rines de lujo y un fuerte sonido de rap salía de él. Los vidrios polarizados bajaron; y con una sonrisa, un amable paisa nos hizo seguir. Yo me hice adelante y Carlos se hizo atrás.

Apenas entramos, vimos un revólver al lado de la caja de cambios, billetes regados por todo el piso y una canana con balas tirada al descuido entre los dos puestos, al lado de una botella de ron semivacía. —Mucho gusto, mi nombre es Alberto, pa’ serviles en lo que pueda—. Nos dijo que nos podía llevar hasta Ipiales, que él iba a un pueblo cercano. Nos hizo espacio con amabilidad. Era un gordo bonachón, maduro y de sonrisa sincera, con bigote y casi calvo. Hablaba sin parar. Decía que llevaba mucho tiempo viajando solo. Que venía desde Medellín y que acaba de matar a alguien en Cali. —Jajaja. Mentiras, pela’os—. Carlos y yo nos mirábamos por el retrovisor y no teníamos miedo, estábamos tranquilos como si el paisa fuera un amigo más. Dentro de todo era honesto. Y casi no nos dejó hablar durante el camino. Empezó a contarnos de su vida en Medellín, de su infancia y de cómo viajaba seguido. Nos ofreció ron. Apure un trago largo, Carlos también.

Llegamos a un pueblo al lado de la carretera. El paisa tenía mucha hambre, pidió carne asada y papas para los tres. A un muchachito que corría por ahí lo llamó. El muchacho salió corriendo y a los diez minutos volvió con un porro gigante. Estaba armado en papel periódico y listo para prender. Seguimos el viaje. Empezó a contarnos sus historias: El paisa era un sicario. Nos confesó cómo comenzó, cómo no lo habían matado: llegar a los 38 años de edad para un sicario era como jubilarse. Reía a carcajadas. Era extraño. Le gustaban los aeróbicos, el rap y las baladas americanas. Llegamos a un paraje solitario y nos asustó porque frenó en seco. Sacó el arma que tenía y dijo: —¡A ver pues, vamos a echar unos tiros! Me asusté. Me dio el arma a mí. Carlos y yo nos miramos unos segundos. Él sabía lo que yo estaba pensando. Podríamos robarnos el carro con todo el dinero, el arma y la droga. Disparé a una señal de tránsito. Apenas sonó el primer disparo, el viento quedo atravesado. Sonó como un trueno en la mitad de la nada. La carretera estaba sola y eran las dos o tres de la mañana. ¡Pum-pum! El paisa se empezó a reír a carcajadas. Carlos estaba nervioso. Tal vez era la marihuana o el ron.

Descargué de una los seis cartuchos del revólver como si ya lo hubiera hecho antes. Siguió Carlos y descargó tres tiros. El paisa se descargó doce tiros. Ocho hacia la señal y cuatro al aire. Arrancamos. Paso una hora o dos, seguimos por la carretera; yo miraba a través de la ventana hacia un cielo infinitamente estrellado. La brisa caliente entrando mientras el camino zumbaba en nuestros odios. Carretera plana, larga y desolada alrededor de la noche oscura. Oscura la canción. Recuerdo que sonaba “Killing my softly” una y otra vez en la versión de Los Fugees y realmente me sentía feliz. El paisa iba embalado andando a través de la carretera a cien, ciento veinte, ciento treinta kilómetros por hora. Mátame suavemente. La canción que se repetía una y otra vez. El humo de los cigarrillos que se apagaban con el viento. Dejé que el sueño me ganara. Mátame suavemente.

Giacometto_3.jpg Me despertó un brusco rombo que hizo el carro mientras el paisa trataba de controlarlo. Frenó en seco. Habíamos fumado mucho y todos, incluso él, nos habíamos quedado dormidos.

—¡Uy, pela’o, qué susto tan hijueputa!

Eran como las cuatro de la mañana.

—Parce, quedémonos quietitos acá un rato.

—Sí, de una.

Quedamos entre dos espesas montañas que nos cubrirían mientras amanecía en esta carretera desolada en medio de un silencio sepulcral. Traté de no dormir pero no pude resistir mucho tiempo. El paisa se durmió.

Un grito aterrador: —¡Hijueputas, las llaves! ¡Las llaves!—. Atolondrado por el grito terrorífico, traté de entender lo que sucedía. El paisa estaba desesperado y repetía una y otra vez: —¡Hijueputas, las llaves!—. Cada vez más enfadado.

En su voz había una decepción extraña, una agonía. Sentí que me encandelillaban unas luces de linterna y comprendí.

Montaña arriba, a cincuenta metros o menos, venían bajando varias luces de linterna desordenadamente y a toda velocidad. Alcance a contar de 10 a 15. Le pregunté al paisa:

—¿Qué pasa?

—¡Marica, las hijueputas llaves no las encuentro y nos van a joder en serio! ¡Pilas!—. Carlos ya estaba despierto, tanteando en la oscuridad del carro entre el piso y los billetes en busca de unas llaves desconocidas.

Cada vez que mirábamos, las luces estaban más cerca y mientras más buscábamos la consternación se iba haciendo histeria.

—¡Hijueputas, las llaves! ¡Las llaves, maricas!— Al fin, Carlos las encontró detrás de la silla del paisa y ya las luces estaban a menos de diez metros.

Giacometto_4.jpg El paisa temblaba de los nervios. Yo había cogido el revólver, asustado y tembloroso, apuntando hacia el vidrio oscuro y con los ojos entrecerrados, esperando que alguien abriera esa puerta para disparar. Carlos estaba estremecido y aterrorizado. No sé de qué manera escuché el dulce sonido del motor del carro y un movimiento acelerado de los cambios realizados en tres o cuatro segundos, dañando quizás la caja de cambios, pero salvándonos la vida. Cuando volteé hacia atrás alcancé a distinguir entre diez y quince tipos camuflados con fusil largo, botas pantaneras, que bajaban cansados por la loma y veían alejarse a su presa en medio quizás de uno de los terrores más grandes que hubiera tenido en toda mi vida. Nunca había sentido tanto pánico.

—Nos salvamos, hijueputas.

El resto del camino fue en silencio. El paisa nos llevó hasta Ipiales y se desvió hacia un pueblo cercano. Se reía de lo que nos había pasado. Intercambiamos teléfonos y quedamos de vernos la próxima vez que fuera a Bogotá. Meses después lo llamé desde mi casa y me contestó una mujer que por el acento supe que era de Antioquia. Le pregunté por Alberto y empezó a llorar, me dijo que lo habían matado hacía dos semanas, y luego me colgó.

Llegamos a Ipiales, cerca de Ecuador…

 

 

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Ilustración:
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Favio Andrés Giacometto Dallos (Bogotá, 1978). Es escritor y guionista, además de ingeniero de sistemas, egresado de la Universidad El Bosque. Tiene estudios de español y filología clásica en la Universidad Nacional de Colombia. Textos suyos han aparecido en diversas publicaciones impresas como la Antología Renata de Cuento 2010 o las revistas La Perra Edición 1 y Letras Libres, además de recursos digitales como la web del Taller de Cuento “Ciudad de Bogotá” y la revista Literatura Libre. Entre otros reconocimientos, ha ganado la convocatoria de proyectos de guion dramatizado unitario Punch (2000), el Concurso Distrital “Imaginación en el umbral” modalidad Concurso Nacional de Cuento para Jóvenes (2004), el primer lugar del Concurso de Cuento de la Universidad El Bosque (2010) y la convocatoria de la Revista Literaria La Perra (2010).

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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