Los funerales son las fiestas de mi madre. Después de sobrevivir a un año de luto riguroso como imponen las creencias, Elena, mi madre, buscó motivos para seguir vistiendo de negro, para justificar las lágrimas que aún le mojaban la cara en las noches, para no acudir a fiestas ni escuchar música en la casa. Razones para perder sus ojos en imágenes pasadas y vigilar objetos en desuso: la blusa negra sin estrenar, el perfume medio lleno, la dentadura postiza, no saquen nada de este cuarto, su habitación se cierra.

Así se le pasaban los días, custodiando el dormitorio de mi abuela sin recibir a nadie. Al principio de su encierro renegaba, gritaba frases inconexas, pronto susurros, silencio después. Nos resignamos a verla por la ventana para despejarnos las angustias. El cariño es una mirada lejana, un plato de comida abandonado.

Cuando pensamos que mi madre no hablaría más, que los esfuerzos por sacarla de su estupor habían fracasado, ella sola encontró la solución. Es muy de la gente dar el pésame, le oímos decir.

Desde entonces, sábados, viernes o domingos, principalmente, mi madre desaparece en las madrugadas. Toma su chal negro de lana, su rosario de cuentas desgastadas, y sale a visitar las casas ajenas, lugares donde los muertos tienen nombre, familia, veladoras y entierro.
 


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En su primera visita funeraria, mi madre se quedó afuera con otras personas. Al segundo velorio al que asistió se animó a entrar. Se sentó junto al ataúd y lloró de nuevo. Hasta decidirse en uno más a abrazar a la esposa, al padre o al hijo. En los siguientes velorios ayudaba a colocar sillas, a repartir té y rezar el rosario, a comprar las flores que faltaran.

Al ganar confianza entre los deudos los convencía para que colocaran un balde de vinagre con trozos de cebolla debajo del ataúd. Su afán era lograr que el difunto no apestara el lugar donde se velaba. Creía que el olor a muerto atraía desgracias. Explicaba las propiedades mágicas del brebaje: el vinagre para absorber los olores; la cebolla para proteger del cáncer que exhalan los finados. Con la muerte de su esposo ejemplificaba las consecuencias de no usar el vinagre en un velorio. Ay, si le hubiera hecho caso a su madre. Pero era tan chiquilla para saber, 18 años no son nada. Y con una niña en brazos y de otra embarazada, con la ignorancia que ahonda el desconcierto, el de la muerte, de lo que se descubre cuando ya no hay vida para resguardar secretos, es difícil pensar.

Repetía, pues, que de haber sabido, habría puesto la cebolla. También el vinagre. Todo antes de que llegara al velorio la otra esposa, a quien le informaron más tarde que el marido, el de ambas, había muerto en un accidente automovilístico.

 

 

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A mi madre la vemos ir y venir de velorio en velorio, de panteón en panteón. Ha acudido a una veintena de funerales de adolescentes baleados, a unos nueve entierros de caídos en asaltos. En su lista también figuran quienes murieron por enfermedad o “por gusto”. Con tanto velorio, mi madre sonrió de nuevo. Ahora platica con otra gente. Cuenta quién murió, en dónde y de qué. Anoche mataron a P en el baile de la feria. Pobre señora K, ya estaba muy mal. A J lo balacearon frente a la paletería, dicen que lo confundieron.

Por ella sabemos a qué muerto no le lloraron, a quién le cantaron durante el sepelio, a quién velaron sin cuerpo presente, qué difunto tuvo una caja prestada porque no había pa’más, a quién le dejaron sangre en la cara y el que lo veía se espantaba. Aunque, mira, sea quien sea el muerto, siempre dan miedo metidos en la caja.

Pasamos de incomodarnos a acostumbrarnos a sus comentarios. Elena habla, sale. Todos lo preferimos a verla sentada en el cuarto de mi abuela, lejos de nosotros.

Dejamos de intentar disuadirla, de explicarle que salir tan tarde era peligroso porque nada la hacía cambiar de opinión. Si la reñimos porque no conoce al difunto ni a la familia, o porque ese lado de la colonia está más feo, además de explicarnos que el muerto de este fin de semana se llamaba Erik y tenía 17 años (me contó el señor del pollo), nos responde convencida que la tragedia no reconoce caras, que ella les llora a los otros porque es como si le llorara a mi abuela.

Así que mejor le ayudamos a preparar café, cooperamos para comprar las galletas o el pan que siempre dona a las personas que velan el cuerpo. Un cuerpo distinto cada día que a menudo muere por la misma causa: una bala perdida, una bala dirigida, una bala confundida, pero siempre una bala.


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Elena dejó el hogar materno después de casarse a los 15 años. Lejos de El Saucillo, su rancho, las noches en las que su esposo faltaba por viajes de trabajo se tornaron más oscuras. No soportó la soledad. Sólo pasó seis meses de su vida sin vivir con su madre. Compró una cama para que ella se fuera a su casa. La misma cama en la que ahora duerme en el día, después de vivir en la noche y lavarse la cara que lloró en la madrugada. Por las tardes, si no se ha enterado de otra muerte, regresa al cuarto de mi abuela. Lo observa y recuerda. Cuánto sabrá esa cama de pesos en la espalda y resortes encajados. Aguantó los embates de varios cuerpos. Se cansó del lado superior derecho y perdió una pata. Le pusieron tabiques para mantener el equilibrio. Aun así ha resistido tanto. Recibió visitas a falta de sillones. Fue comedor a falta de más muebles. Nunca conoció a otro hombre. Cargó la nostalgia compartida de dos viudas y los movimientos quejosos de la enfermedad.


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El domingo desde temprano mi madre se prepara para el funeral de esta noche. La veo entrar al cuarto de mi abuela. Me preocupo. Pero sale a los pocos minutos con un vestido que perteneció a su madre, un vestido marrón. Te va bien, le digo. Me sonríe mientras se apura a contarme que le queda porque también usó los pañuelos de tela de mi abuela, aquellos que intentaban suplir en la copa del brassier el vacío causado por el cáncer.

Pese al cansancio provocado por tanto desvelo, con cada nuevo entierro parece recuperar más fuerzas. Mientras más trasnocha en funerarias, más ánimos recobra. Me gusta verla así, en sus fiestas de muertos.


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En la noche mi madre llega al velorio como casi todos los fines de semana y por primera vez en los últimos 730 días no viste de negro. Ve a la multitud, sillas y una lona en la calle. Reconoce a don Manuel, el dueño de la tienda que se enoja si le piden fiado, pero que entabló amistad con ella por haberle ayudado a organizar los rosarios de su esposa. A su izquierda observa que va llegando el coro, el mismo que con apenas dos guitarras, una mandolina y unas claves ameniza los velorios de la colonia. Sigue avanzando, nota cómo las personas se levantan de sus lugares y arman dos filas laterales para que entre en la casa. Ve gente que conoció en otros funerales tomando café con galletas, y sonríe. También hay desconocidos y se siente invadida. Varias personas se acercan y le susurran “descanse en paz”. Es parte de esa comunidad de dolientes. De pronto la irrumpe la pena, pena por no sentir dolor ajeno, por estar callada, sin entonar en voz alta las aves marías que le enseñó mi abuela. De ella también heredó la creencia de que la tristeza es otra forma de estar alegre, aunque los médicos piensen que enferma.

Mi madre continúa su recorrido por el velorio y repara en la mujer que se levanta y camina hacia el centro del patio de la casa. La observa de frente y reconoce sus ojos aguosos, la voz que ordena que cierren el féretro. Y entonces Elena no ve más nada.


 


Ilustraciones:
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j g www.freeimages.com


Soledad Luévano. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

 

 

 

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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