—¿Cómo?
—Si es mucho es porque hubo trabajo, fíjese, ¡hasta mi señor me llevó a comprar un par de aretes y una blusa!, pa'que los estrene un día de estos. Es hora de pagar esas bondades.
—Pues sí, tiene razón.
Se sientan cerca de Parácata que no deja de tallar mientras platica. Se teje un ritmo suave compuesto por las notas del arrastre de la ropa con la piedra, la voz del agua y las palabras compartidas.
—¿Y en qué trabajan sus hombres? —pregunta el chico.
—Mi señor es pescador, estos días surtió la cocina de varias fondas y pintó la casa de unos turistas, así como ustedes; y mi muchacho, Eduardo se llama, da clases a los chamacos del pueblo vecino, es maestro, acaba de terminar su carrera.
—Entonces ya trabaja, ¡pídale una lavadora!
—No, señorita, ¡cómo cree!, verlo como un muchacho de letras y que no se olvida de su pueblo es el mejor regalo. Con una lavadora no podría venir al lago, no dice usted misma que hace buena tarde, ¡mire nomás qué vista!
—Ay muchachos, ¡ustedes también!, al menos tráiganme una para ver cómo salgo y tenerla de recuerdo.
La pareja, apenada, guarda la cámara.
De pronto las palabras ya no quieren salir, se ocultan como el sol, poco a poco. La pareja, al no saber qué más platicar, permanece callada, Parácata se siente a sus anchas en la plática.
—Cuando estaba chamaca mis padres nunca me dejaron venir a lavar sola. Ya de grande me contaron que los abuelos de mis abuelos, los de antes pues, cuando veían a una persona cerquita de un lago, o un ojo de agua, ¡la tiraban al agua si volteaba a ver a los pájaros cuando cantaban!; era como una ofrenda pa'que no llegara la sequía. Les daba miedo que me pasara lo mismo cuando bajaba a lavar. Por eso me acompañaban. Luego crecí, los tiempos cambiaron y la creencia se cuenta, pero ya no se hace, aunque a los ancianos no se les olvida, dicen que más vale.
A lo lejos se oyen unos gritos:
—¡Parácata!... ¡Ya vine!
La voz se hace más fuerte y poco a poco se distingue la silueta de un hombre bajo de estatura.
—Es mi señor. Vino por mí para comer. Salúdenlo, a veces es testarudo, pero es bueno, ¡nomás la cara tiene!
La pareja sonríe y se acercan al hombre antes de que él llegue a donde están ellos.
—Buenas, ¿cómo está?, le estamos haciendo compañía a su mujer
—Ah… ta'bueno. ¿Andan de visita acá en Zirahuen?
—Sí. Mañana nos vamos —comentó el chico.
—Su esposa nos contó una historia de cómo antes regalaban vidas al agua para que ésta no se fuera de sus pueblos —intervino la chica.
—Ah, mire. Eso antes no cualquiera debía saberlo…
—…
—¡No se apuren muchachos!, ya no es lo mismo. Pero muchos lo seguimos creyendo con fuerza pa'que no se les olvide a los que van naciendo. Mi mujer es de las que ya no.
La pareja se despide alejándose a paso lento, un ave atraviesa el lago, su silbido los hace voltear, se buscan la mirada y voltean hacia Parácata quien también observa al ave, su marido corre hacia la mujer, cada vez más rápido, a gran velocidad. El chico trata de alcanzarlo, la chica grita con desesperación, pero la voz del agua movida por el viento impide que los gritos lleguen a oídos de Parácata, quien observa el ave y canta para despedirse del atardecer, del día.
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Ilustraciones: |
Luis Mauricio Martínez (Celaya, Guanajuato, 1982). Periodista y gestor cultural. Es creador y coordinador de la iniciativa Atoctli, Periodismo y Gestión Cultural, enfocada en la difusión de la diversidad cultural indígena del país. También es creador y coordinador del proyecto Grupo Tlioli Ja'Intercultural, enfocado a crear un movimiento cultural con la población juvenil indígena radicada en León. Ha colaborado en diversos medios digitales e impresos como Zona Franca, Revista Contratiempo, Horizonte Histórico, Papalotzi, entre otras. Ha impartido charlas sobre literatura indígena contemporánea en diversas universidades de todo el país. <periodismoatoctli.blogspot.mx> |