CUENTO / septiembre 2007 / No. 1
Por una cabeza


Había llegado a la estación por la noche y no tuvo reparos en quedarse a dormir en una de las bancas de concreto que había en la estación de autobuses. No supo, más bien no tenía conciencia del tiempo que había pasado entre que tomó ese autobús sin fijarse a dónde lo llevaba y el arribo del dragón domado a los corrales de la central.

La había visto. Fisgoneando por en medio de las cortinas había atestiguado que la mujer que suponía única y propia (su mente no la concebía en otra situación más que en la de pertenencia) estaba en brazos de otro hombre. Miraban juntos la televisión echados sobre un sofá al que ya se le veían varios lustros encima. Se veía cómoda.

Él la había abordado en la oficina en la que laboraba redactando versiones estenográficas de entrevistas de gente a la que ni conocía. La veía pasar a diario con su vaso lleno de café caliente. El vapor que se desprendía del vaso de unicel se quedaba durante algunos instantes flotando por encima de los cubículos, confundido con su perfume. No pasaba desapercibida. Nunca. Siempre había un instante para ver pasar al objeto del deseo.



Su curiosidad, a la par que la atracción, hizo que se decidiera a hablarle. La esperó a la salida del trabajo. La abordó diciéndole que no se asustara. Obviamente se asustó. No puedes acercarte a alguien y decirle que no se asuste. Después del sobresalto, le explicó que trabajaba en el mismo sitio que ella y le invitó un café. Ella dudó pero, después de un instante de esos que se miden en eternidades, aceptó la invitación.

Así fue como comenzó a conocerla. O a creer conocerla. Cada tarde tomaban un café (ella era una fanática de los expressos concentrados), platicaban de las nimiedades que ocurrían en las oficinas, chismorreaban sutilmente sobre algunos de los habitantes de ese laberinto de cubículos, y, sólo algunas veces, deslizaban comentarios sobre su vida privada.

El día en que se atrevió a preguntarle si era casada, las manos le sudaban de manera copiosa. Rogaba al cielo que ella no se diera cuenta de su nerviosismo, por lo que seguramente sobreactuó o se comportó de manera exagerada. Ella le dijo que no, que no estaba casada. Él dijo “yo tampoco”, con una naturalidad que no fue fingida pero sí apresurada. “Y bueno, tenemos algo en común”, dijo ella. Después se despidió con un beso en la mejilla que él sintió mucho más cerca de sus labios que nunca. Cuando se recuperó de la sorpresa, ella se había ido y él se estaba metiendo a uno de los vagones del metro. Repetía inconscientemente el mismo camino de todos los días. Directo a su casa. Entró y cerró la puerta tras de sí.

Se había jurado, en un primer momento, que esperaría hasta el otro día para proponerle que tuvieran una relación más cercana. En realidad nunca encontró las palabras para proponerle algo que no sabía qué era. Pensó que era una cuestión en la que ya no se reflexionaba, un ritual que había perdido adeptos: encontrar las palabras exactas. La ansiedad lo consumió. No tenía que esperar al siguiente día para decirle... lo que se le ocurriera en el momento en que tuviese que decir algo. Sabía dónde estaba la casa de ella. Llegó en un taxi que no tardó demasiado debido a la hora y a la tranquilidad de la zona. Fantaseó incluso con la posibilidad de no volver a su casa esa noche. Se bajó y echó a andar hacia donde suponía se daría una de las escenas más comunes en las comedias románticas del cine. Hasta había una escalera. Y también unas cortinas. Y entonces vio a través de las cortinas. Y el rumor de un autobús llenó la noche...



No era la mentira lo que le jodía la cabeza. Era su propia condición incompleta. Su proyecto de vida fragmentado. Hasta donde llegaba su memoria (y solía llegar muy lejos), todo se reducía a una serie de fracasos que se iban anudando en un rosario que le podía garantizar la paz divina sin ningún problema. Era una vida de “ya merito”, una vida de “casis” repetidos hasta la náusea. Eso era lo que realmente le molestaba. Ver cómo otra vez se había encontrado a las puertas de lo que suponía la felicidad y perderlo todo. Así nomás. [Una mujer se acerca por el pasillo cargando una maleta]. Todo se reducía a pensar en el nudo en el estómago que a partir de ese momento no lo dejaría vivir en paz. [La mujer se deja caer en el otro extremo de la banca frente al hombre, lleva una maleta pequeñita. Lanza un suspiro]. Se había lanzado al vacío sin preguntar, se lo repetía en la cabeza una y otra vez y ya no le pareció más un lugar común: la gente se aventaba al vacío, a algunos alguien los rescataba, y otros simplemente se hacían mierda contra el pavimento. [La mujer saca un cigarrillo de una caja maltrecha. Se lo pone entre los labios e intenta encenderlo. La chispa del mechero no enciende. Lo intenta una vez más y se rinde. Con el cigarrillo en los labios lanza una mirada retadora a lo largo y ancho de la amplia sala de espera. Sólo hay otra alma en el lugar. Otro extraviado]. Seguir buscando por toda la eternidad. Perder el rumbo y la meta a escasos metros. Saberlo de antemano...

 

Miradas que se cruzan.
Mira los labios más que el cigarrillo. En el bolsillo de él hay un mechero que sí enciende. Se acerca y sin decir palabra ofrece el fuego. Ella deja salir un hilo largo y sinuoso de humo que huye avergonzado hacia el techo de la terminal. Van hacia el mismo lugar. O eso afirman.

 



Edgar Adrián Mora Bautista (Tlatlauquitepec, Puebla, 1976) es narrador y ensayista. Ha ganado premios entre los que sobresalen los de Crónic y Ensayo del Concurso 33 de la revista Punto de partida, y el Premio Nacional de Jóvenes Narradores UACM en el género de cuento. Es autor de Memoria del polvo (Ediciones UACM, 2005). Actualmente es becario del Programa Nacional de Jóvenes Creadores del Fonca en el área de cuento.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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