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CUENTO / No. 49


 

Breve historiografía de La nave de los locos en América



Fernando Martín Velazco

 
 

Pocas e imprecisas son las fuentes que arrojan información fiable acerca del destino de las embarcaciones flamencas del siglo XVI que llegaron a América. El tema ha sido despreciado por generaciones de historiadores, que han visto en este una simple curiosidad concerniente a las leyendas populares y el folclor de los conquistadores. Sin embargo, hallazgos recientes arrojan datos reveladores que nos hacen replantearnos de manera urgente las investigaciones al respecto1.

La historiografía concerniente a las llamadas “naves de locos” en la Europa renacentista es documentada y demostrada. En su Historia de la Locura en la Época Clásica, Michel Foucault (FCE, 1967) dedica un amplio apartado a describir la naturaleza de estas embarcaciones. Suerte de metáfora colectiva de la locura, la figura de una nave conducida por el azar entre las corrientes del deseo es una constante que aparece en toda Europa durante los siglos XV y XVI.

Si bien predomina la noción de la sinrazón en la descripción de los tripulantes de estos barcos, no hay que olvidar también el fundamento de su representatividad:
 

“[…] estas "naves" cuya tripulación de héroes imaginarios, de modelos éticos o de tipos sociales se embarca para un gran viaje simbólico, que les proporciona, si no la fortuna, al menos la forma de su destino o de su verdad (Ibíd. p. 10).”

Nos estamos refiriendo pues, no sólo a proto-manicomios volcados a las aguas sin ministerio aparente, sino bien, a sociedades complejas, simbólicas como cualquiera, en búsqueda de un destino que las justifique.

La primer mención clara que encontramos respecto a su posible traslado intercontinental, corresponde a la narración del tripulante de uno de los primeros viajes de exploración a las Américas, en su trayecto de regreso a Europa. Se trata de Juan Valdemar y Cabido, vigía de la Santi Spiritus, carabela perteneciente a la expedición de Alonso Vélez de Mendoza hacia el año de 1500.

El marino relata en su diario de navegación lo que bien parecería una visión alucinatoria. Cabe mencionar que durante mucho tiempo este fragmento fue visto con recelo entre los estudiosos por su carácter fantástico, enmarcándolo dentro de la tradición de “mitificación de América”, común para su época.

A continuación el fragmento mencionado:2

 

Noche diecisiete en altamar, al mes de marzo del año 1500 de la venida de Nuestro Señor Jesucristo.

Entrada la noche, a puesto de mi guardia navegamos con viento favorable y tranquilo por gracia de Nuestra Señora y Virgen Santísima, que diónos cielo despejado de nubes y estrellas y acercónos la luna en su completa redondez y más brillante y cercana a como fuera jamás vista en Nuestro Reino, que pareciera ésta surgir de los mismos resplandores que con su luz ocasionaba.

Estando aguas tranquilas y gentiles, como las de lago sin corriente, observé de pronto venir a nuestro paso una pequeña embarcación. Extrañóme en gran manera el verla sin velas ni estandartes, aún más que el descubrirla en altos mares, de cuyas exploraciones sólo teníamos por noticia la empresa propia. Aún así temí el desconcierto de mi desconocimiento, y acerquéme al bauprés de la propia viendo aquella, que en su navegación silenciosa me era ajena y que mi mente imaginaba oriental o mora, o de los reinos atlantes que los antiguos gentiles relataran.

Sin embargo, conforme se acercaba, descubriéseme su soledad. La nave no llevaba fuegos para noche, y más que extranjera pareciese naufragar de humanidad, que en su silenciosa oscuridad parecía flotar como sombras sencillas sobre los fulgores reflejantes de la luna, que la habitaban aún más que los tripulantes harapientos y oscuros que desde su cubierta me observaren sin pedir auxilio alguno ni prestar cortés reverencia.

La nave de espíritus pasó a un costado de la propia, mientras su tripulación emitía un sórdido rezo. Habiéndome quedado sólo su posteridad a la vista, observé un viejo canoso y barbado que con cerrados ojos extendía desde la popa una rota red de pesca eriza. A donde fuesen embarcadas esas criaturas caídas en desgracia, eran seguro conducidas por aquél que como timón vertía los hilos de sus manos sobre los esplendores de la luna, para mantener las aguas tranquilas y a su voluntad obedientes.


Nos llama la atención, en este caso, la descripción de la nave en su tamaño y carencias peculiares. El relato presentado ha tenido diversas lecturas, desde aquellas que lo exponen como el encuentro (alterado) con una embarcación de corsarios berberiscos o náufragos portugueses (Turrent, 1989), o la confesión del sueño de un navegante. En cualquier caso nos vemos obligados a proponer una reinterpretación de la fuente: el probable hallazgo de una nave flamenca que ha perdido su rumbo, o bien, que lo ha hallado finalmente.

El rastro de la nave aludida puede seguirse mediante pocas, pero constantes referencias a lo largo del primer año del siglo XVI. El diario de la capitanía del puerto de Vlissingen (entonces Flesinga), relata brevemente sobre el 18 de febrero anterior: “salió del cauce del Río Escalda para introducirse en mar abierto, llevando aquellos locos al destierro continental de su propio pensamiento”. El relator es específico a un grado asombroso: “doce visibles, sosteniendo ramas vegetales como velas rotas. Parecióseme observar religiosos acompañados de inmorales desnudos, tan determinados en su navegación, que el sobrado entusiasmo parecía rebasarles la locura”.

La historia al parecer tardó poco en hacerse popular en tierras flamencas. Puede observarse un ejemplo de esto en la célebre pintura de El Bosco, que inspirado en esa visión hace un cuadro alegórico en que bien y mal toman forma en aquella anécdota del siglo que iniciaba, una muestra más en su visión, del inminente fin del mundo.

Pero al parecer el pintor, al igual que muchos otros providencialistas de su tiempo (y de otros tantos), erraba rotundamente. Lejos de precipitarse a su propio fin, la ventura de aquella pequeña tripulación pareció encontrar un rumbo que a la vista retrospectiva de la historia halla un significado más rico y desconcertante: El Nuevo Mundo.

Durante los años siguientes a estos relatos, cuando las exploraciones en América se hicieron más constantes, son comunes las alusiones que los conquistadores encuentran a su paso entre los grupos indígenas sobre individuos de piel blanca habitando aquellas tierras. Ya en su cuarto viaje en 1502, Cristóbal Colón al interceptar una pequeña embarcación recibe información de esto, lo que le hace suponer encontrarse cerca del Gran Kan, y que quizá europeos forman ya parte de su corte —a menudo los historiadores han creído encontrar aquí una malinterpretación en la comunicación con los nativos (“Epístola de los Reyes”, 1504).

Estimamos entonces que ha sido en el transcurso del año 1500 en que la distinguida embarcación de la que seguimos rastro tocará las tierras americanas, noticia que más pronto que después ha sido difundida entre las comunidades nativas americanas. Pero no sólo eso: sabemos por el relato del superviviente Gerónimo de Aguilar que para el 1511, año de su naufragio en las costas de Yucatán, ya era acreditado entre los nativos el buen sabor de la carne blanca europea (Cervantes de Salazar, Crónica de las Indias).

No tenemos indicios claros que den razón sobre la nave flamenca durante varias décadas. Acaso la simpatía causada, según la narración del mismo Aguilar, por la locura ocasionada a uno de los suyos (cuyo nombre calla) luego de un golpe en la cabeza. Situación que los indios Cocomes juzgaron de injerencia divina, y que sin duda era una noción popular que a menudo les hacía indicar, según el religioso, con entusiasmo hacia los mares (Ibíd.).

Será hasta el descubrimiento de Florida por Juan Ponce de León y Figueroa que se encontrarán nuevas pistas al respecto. Había partido el conquistador con tres naves de Puerto Rico seducido por la leyenda de la fuente de la juventud eterna. Se conoce que a su desembarco continental en 1503, halló al menos algún nativo capaz de hablar castellano con fluidez (Smith, 1978). Pero su asombro no terminó ahí, al ver que sus hombres, europeos de diversas naciones y hablas, se entendían con regocijo con otros tantos, que les compartieron haber aprendido estos y otros saberes de una comunidad de hechiceros barbados y de piel blanca que hubieran llegado hace pocos años en una pequeña embarcación proveniente del otro lado del mar.

Luego de aquel feliz episodio hubo un extraño cambio en la actitud de los nativos de esas costas. Creyendo regresar a un sitio seguro, el explorador Francisco Hernández de Córdoba navega de vuelta a la península en 1517, huyendo desde Yucatán y teniendo esta vez un recibimiento por demás hostil. En las décadas siguientes esta actitud permanece, volviéndose la zona intransitable a los europeos y la actitud belicosa inexplicable.

Del mismo modo permanecería a nuestros ojos, de no ser por el Diario Espiritual de Francisco Villarreal, hermano jesuita y fundador de la misión de Tequesta en 1568, justo en la desembocadura del Río Miami. Han pasado entonces más de seis décadas desde aquél encuentro en la lengua, y sin embargo, el recuerdo de aquella inicial empatía permanece latente en el corazón y la ambición de los españoles. Confrontado en su fe, el religioso cuestiona a la divinidad sobre cómo ha de llevar a cabo su misión encomendada:

 

¿De qué sirve a un hombre ganar el Nuevo Mundo a Dios, si pierde a Éste? Las tierras de Misión me alejan de la certeza del Reino a construir por la ventura que hubiéseme de facilitar el Espíritu. Pareciera pues, que entre estos indios más que la voluntad de gozar internamente del Divino, ansían hacerlo del espíritu maligno y sus pecados prometidos.

A momentos parecieran disfrutar internamente la Palabra, atendiéndola y amándola. Pero la consolación dura bien poco. Que aprendiéndola fácil la deforman, haciéndola incoherente más continua, profana más sentida, cuál necios incapaces de razón y entendimiento de las cosas del Señor.

Más que la descripción típica del aprendizaje (voluntario u obligado) de la fe por parte de los indígenas, lo que aquí notamos es una descripción más propia de lo que fue la locura en la época clásica. Creyéndolos pervertidos, según las degradaciones de la vieja Europa, el jesuita manda quemar toda aquella comunidad temiendo que su influencia actuara en perjuicio de la evangelización de los demás pueblos indígenas.

Ancestros o maestros de estos necios; los locos embarcados hacia la América permanecen aún como un misterio entre las líneas de la historia. Historiografía breve, pero como cualquiera, con la esperanza de no haber hallado aún su definitiva finitud.



1 El Dr. John Lawrence, director del Southeast Archeological Center (SEAC), declaró a la revista Archeology: “Estamos bastante sorprendidos […], los restos encontrados coinciden tanto en su descripción como en antigüedad a los predichos en las narraciones populares, por lo que sin duda deberemos replantear por completo nuestras apreciaciones al respecto […]. Hay fuertes indicios de que a Florida, durante el siglo XVI, no hubieran llegado sólo conquistadores del continente europeo” (Archeology, Mar/Apr 2011 64:2. “Ship of Fools founded on Florida”).
2 Las traducciones son propias.

 
 


Ilustraciones:

La nave de los locos de El Bosco
histeriadelarte.files.wordpress.com

Carabelas de Colón
de Rafael Monleón
3.bp.blogspot.com/-nkE4jET7olw

Stultifera navis de Sebastian Brant
blogs.opinionmalaga.com/
 


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Fernando Martín Velazco (San Luis Potosí, 1990). Escritor y creador escénico. Egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha colaborado en varias publicaciones electrónicas y es fundador del colectivo Cleptómanos del Amanecer.