Cuento / abril - mayo 2024 / No. 110

Las ruinas


Joaquín Filio


Y aunque ellos estén locos y totalmente muertos
sus cabezas martillearán en las margaritas.

Dylan Thomas


No fue un capricho unánime de la familia lo que degradó al tío Alberto a su condición de piedra. Fue más bien la quietud de los días, el silencio con el que mantuvo al filo a sus hijos trémulos, la cara cosida de su esposa y los andrajos de un odio lejano. “Y lo hijo de puta”, agregaría alguno de los presentes, aún bajo la sorpresa del prodigio.

Mientras tuvo el vigor de moverse, el tío utilizó los brazos para levantar muros: el oficio de la albañilería le llegó muy pronto. Con la voz aguardentosa a causa de la bebida, y la exhalación consuetudinaria de reproches, me confesó un episodio de su juventud. Desde la cueva de sus ojos se asomaba, como no queriendo, la orfandad. Y en el llano de la piel ya se exhibían las primeras pústulas. “Toda la pinche tarde se la vive con la botella” era un rumor frecuente, una herida incierta que deambulaba entre los matorrales del vecindario.

Por aquellos tiempos, poco se confería de la situación. Advertidos ya de la vergüenza, las tardes acuciosas de los domingos eran del todo grises y declinaban, a toda costa, a que el aire hiriese con un secreto durante los bautizos y las primeras comuniones. Siempre a la merced de un comentario hipócrita, parecía como si las oraciones se tropezaran y el resto de los parientes prefirieran quedarse callados.

Más allá de la pobreza por el desempleo del tío, era de dominio común que el alimento escaseaba y que encontraron la posibilidad de algún dinero tras poner en lucimiento los vestigios deformes situados en el patio. A veces uno de mis primos se asomaba a la puerta. “Vengan a ver las ruinas de mi padre”, gritaba como merolico antes de recibir la mano indecisa de mi tía Leo.

Lejos de la infamia y del carácter público de su deshonra, lo que más llamaba la atención de los vecinos era la vergüenza en que se había perpetuado. En su rostro las fisuras tomaron territorio a causa de los daños por el calor insoportable: de los pómulos se fracturaba un conjunto de grietas tan profundas que era posible mirar hacia el abismo de sus huesos; de la cima de la nariz aguileña, curtida por el cemento de la obra, se acantilaba una verruga descompuesta. El mentón, invadido de hierba, era el epicentro de unas inesperadas estalactitas, decían, a causa de las lágrimas nocturnas. Hacia abajo, las piernas sembraron para siempre unos dedos callosos y era difícil distinguir entre el concreto del suelo, las rodillas enmohecidas y los codos apeñuscados.

Con la paciencia que el dolor le había prestado, mi tía Leo echaba todas las mañanas a andar la manguera sobre los crisantemos del arriate. De vez en cuando asistía un breve rumor de agua a los vestigios de su marido decrépito, tratando de no interrumpir el ridículo proceso de la primavera. Lo que antes fue un puño ansioso, ahora se inmortalizaba a través de la humillante erosión de la lluvia y el orín de los perros. 

Al llegar la tarde, mi tía Leo barría el patio con firmeza, a sabiendas de que al menos un poco de provecho tenía la situación. Sin llevarse las manos a la cara, permitía que el llanto invadiera su sonrisa. Fue después cuando alguno de sus hijos sugirió venderlo a la investigación, sin embargo, los especialistas no encontraron evidencia más que el abandono de una simple piedra que “no servía ni para albarrada”.

Entonces se le relegó por meses. Llevó encima el castigo del excremento que de buena manera otorgaban las aves. Incluso supimos, poco tiempo después, de la audacia de algunos niños que allanaron para pintarrajearle bigotes y ojos absurdos.

La última vez que visitamos a mi tía Leo se dispuso a contarnos de su nueva fuente, viva, esclarecedora, a donde llegaban los tordos matutinos a saciar su sed. Nos habló del futuro mientras bebía cerveza. Nos habló del pasado de a poquito, sin querer decir mucho, sin confirmarnos absolutamente nada. “Si alguien supiera, si tan sólo algo se supiera”, refirió la tía ante mi madre, bajo la luz estrecha del candelabro durante un ligero episodio de su memoria. “Si mis hijos hablaran, quién sabe qué cosa”, pero la risa ya no le alcanzó para petrificar ese último legado de miseria. Sin nosotros no nos habitó el menor recelo, sólo la furia de sus palabras que parecían esculpirse en el cuarto, sólo la rabia blandengue de nuestros pasos al abandonar la casa todavía incrédulos, mientras miramos el promontorio inútil del patio, haciéndonos los mismos, dejándolo ir.




  
Joaquín Filio (Yucatán, 1991). Es cuentista. Cursó estudios de Literatura Latinoamericana en la Universidad Autónoma de Yucatán. Es autor de la columna “Invenciones de bolsillo” del periódico Novedades, de Yucatán. Fue mención honorífica del Concurso Nacional de Cuento Beatriz Espejo en su edición 2016. Textos suyos aparecen en revistas digitales como Tierra adentroPunto en línea y Marabunta. Fue becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico de Yucatán en la categoría de Cuento. Autor de los libros Mediocre (Acequia Casa Editorial, 2019) y Escafandra (Acequia Casa Editorial, 2020).

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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