ensayo / febrero-marzo 2024 / No. 109


Para disfrutar solo o acompañado*


Jonathan Mirus


Nunca he sido alguien particularmente fiestero. Ciertamente soy reacio a los ritos báquicos, a la congregación que prefiere a la masa que al individuo, sobre todo cuando hay personas que no conozco.

Comprendo que estaré dentro de un grupo de inadaptados sociales. Sin embargo, vale la pena aclarar que, aunque la psicología nos hable de los introvertidos, extrovertidos o tipos de personalidades Myers-Briggs, lo cierto es que lo único que necesitamos es compartir algo con alguien, reconocernos en el otro. En mi caso, hay dos cosas que me han permitido experimentar esa sensación de comunidad: los libros y la música.

De los primeros es difícil desligarlos de la soledad. Se lee para uno, para hablar con los muertos, comprender otras latitudes, otros alcances. Algunos han visto en la novela, por ejemplo, la actitud solitaria por excelencia, el acto “burgués” del individualismo. Un reclamo por demás injusto y, además, quienes airados reclaman que así debe ser condicionan cualquier lectura al ágora y a la vox populi, la turba airada que te dirá qué puedes o qué no puedes leer, ver o escuchar dependiendo de tus condiciones materiales. Parece, entonces, que esto desprende una actitud de dependencia, más que de unión. Me pregunto si aquellas gentes disfrutarían una película solos: en la oscuridad de la sala de cine, o viéndola en la fiel computadora —ya sea teniéndola en el regazo, en una mesa o conectada a una televisión—, para simplemente perderse. Pareciera que en el acto se lleva la penitencia.

Con esto dicho, ha habido algunos sitios en los que he podido experimentar la sensación de regocijo y festejo. Particularmente quiero señalar un par de lugares que comparten el encanto de albergar a las personas: los cafés y los bares. En los primeros, la discusión cultural se ha dado al menos desde finales del siglo XVII, junto con el auge de los periódicos y las revistas. Hacer un viaje por los cafés sin duda sería recorrer espacios que han visto discusiones acaloradas y han sido protagonistas de diferentes momentos de disertación del pensamiento. Basta con recordar los cafés parisinos para darse cuenta de que ellos vieron el nacimiento del surrealismo o los que sólo existen en la propia imaginación, piénsese en “El café de nadie” de los estridentistas.

Respecto a los bares, es suficiente con saber que es el lugar que reúne al pobre infeliz y al bebedor ocasional; a quien, después de una jornada de trabajo, busca relajarse y al alegre que festeja los triunfos suyos o los ajenos, pienso en los cánticos ingleses en la previa de un partido de futbol. El bar es un lugar que, religiosamente, congrega distintos rostros que en momentos parecen disímiles, pero que están ahí en búsqueda de algo. No es sorpresa encontrar en los bares el escape de un Bukowski o la escritura de un Ernest Hemingway, de William Faulkner o de Tennessee Williams. ¿Qué habría sido de la actitud festiva de los hobbits si J. R. R. Tolkien no se hubiera reunido en un pub con C. S. Lewis y otros académicos para comentar sus escritos? Desde que profundicé en el mundo de los libros, estos lugares han estado presentes, no sólo como divertimento, sino también como formación. Discutir ideas, divertirse, festejar a la palabra y, sobre todo, hacerla hablar.

Hace no poco, me encontré una conversación en las redes respecto al escritor Ricardo Castillo, ganador del VI Premio Jorge Ibargüengoitia de Literatura de la Universidad de Guanajuato. En ésta se leía un festejo en forma de reclamo donde, parafraseando el comentario, se decía: “al fin, un poeta que se puede leer en un bar sin verse mamón”.

En primera instancia, me parecería aún más presuntuoso fijarse en lo que hacen los demás en un lugar de esparcimiento. Sobre todo en un bar, sin miramientos ni fobias, simplemente hay reglas que existen y que son de mera convivencia: no acosaréis con la mirada a tu prójimo, no lo miraréis mientras orina, si tuvierais un problema lo resolveréis afuera, etc. En segundo punto, ¿quién dicta qué sí se puede leer y qué no? La queja de la poesía en los bares me parece que no va de la mano con la poesía que se lee per se, sino de una actitud hacia la vida que no acepta la diferencia.

En ese sentido, este tipo de actitudes sólo coartan la fiesta y el encanto que se produce al compartir entre un grupo de amigos el ánimo por leer poesía. Sobre todo, en un país como México, donde la gestión cultural parece inoperante en favor de la promoción de la lectura. Si el establecimiento lo permite y además la felicidad se transmite con los versos que se recitan en el diminuto grupo, no veo mayor problema si a quien se lee es a Góngora, Verlaine, Nervo, Plath, Celan, Kaváfis o Carson, por tirar los dados de algunos nombres al azar.

De esta misma forma, no debería haber problema si alguien quiere leer un cuento en voz alta o un mismo ensayo, reseña o cualquier actividad escritural. Vale señalar, de nueva cuenta, que muchos de estos sitios también abren sus puertas como lugares donde se practica la escritura a modo de taller. Vale pensar que Ricardo Castillo y otros escritores de Guadalajara también se reunían, en bares y cafés de esa ciudad, para encontrar una diversidad en la palabra, para escuchar. Podríamos estar de acuerdo con tal o cual estética, pero lo que me parece triste es tratar de justificar más que una posición o postura, una pose, acusando, además, a otras personas de hacer poses.

Lo preocupante es que esa actitud parece estar presente, ahora más que nunca, en las nuevas generaciones. Por ejemplo, las nuevas formas aesthetics de relacionarse entre sí. Navegando por la red, se puede dar cuenta de que existen páginas que te dicen exactamente cómo vestir, qué películas ver, qué leer, qué escuchar, qué pensar si quieres ser Dark academia, White academia, Hardcore Barbie, Vintage y demás etiquetas.

Esto me lleva al segundo punto del disfrute: la música. Y es que, si bien con la música uno se puede volver partícipe de los ritos, también están las exigencias del grupo por la pertenencia. Si tienes tal o cual playera, si escuchas tal o cual álbum, si prefieres este género o el otro. La pose sigue siendo, bajo esos términos, la falta o búsqueda de una identidad personal, algo que sobresalga de la masa a pesar de querer parecer algo que quizá no se es. En tiempos anteriores, lo mismo pasaba bajo los estandartes de las llamadas tribus urbanas: punks, darks, góticos... Quienes ostentaban una aparente pose y conocimiento eran llamados en ese entonces como posers o wannabes.

El problema es que la actitud de algunas de estas tribus que te dicen qué sí se puede y qué no se puede, más que cuidar una postura, simplemente homogenizan y no permiten a las personas disfrutar, conocer y reconocerse. Parece que esto se decanta en una eterna lucha de contrarios, para el placer de los comentaristas de Heráclito, y lo único que suscita es que el individuo quede en el fuego cruzado del querer ser o del querer aparentar. Lamentablemente, ante esta actitud se pierde lo más importante: la música.

En mi experiencia, lo más cerca que he estado de algo así es a una suerte de movimiento que reúne distintos tipos de géneros relevantes por allá de los años 2000. La escena esencialmente es un oxímoron del underdog o el wallflower, el exiliado. Un lugar al que además se pertenece y no se pertenece, por eso ahí era donde coincidían diversos géneros.

El problema se da nuevamente cuando la masa deja de lado lo festivo y se vuelve identitario ad nauseam. La prueba de mis tiempos fue la famosa pelea de los punks contra los emo. Donde una subcultura reclamaba a la otra un tipo de pose, tratando de legitimarse a través de la fuerza. La ceguera colectivista de los punks no permitía darse cuenta de que actuaban de la misma forma impositiva por la cual nació su propio movimiento, aunque culturalmente sean bastante diferentes.

Dentro de la escena, ambos géneros musicales coexistían, al igual que distintas subvertientes del alternativo, rock, pop, punk y metal (lo siento por aquellos que se denominan trues, pero ellos mismos rechazarían bandas porque no son lo suficientemente pesadas). El regocijo, al menos en mí, partía desde la música y para la música, no por la pertenencia. Dentro de la diferencia de estilos y tonos, podías reconocer que al otro le gustaba algo que a ti también, ahí es donde radicaba la pertenencia, una suerte de anagnórisis aristotélica. Para mí, la escena representa la esencia vitalista de la fiesta porque precisamente reunía muchos géneros. Pienso en la actitud del alternativo (Smashing Pumpkins o Placebo) y el punk más cercano a nosotros (Green Day o Blink-182), aunque, de nuevo, a varios trues (pero ahora del punk) les molestará. Así existían una diversidad de bandas que, como he mencionado, podían fácilmente coexistir, aunque en el género diferían; no importaba si eran catalogadas como alternative & punk, happy punk, hard rock, nu metal, post-hardcore, alternative metal o de las miles de formas que las quisieran nombrar.

En este espacio podría debatir qué bandas son, por ejemplo, emo o no, sobre todo, y como ya he escrito, por la vaga incomprensión que se tiene del término como género musical y que se entendió en los dosmiles como una suerte de invento aesthetic que incluso podría sonar muy actual. Lo curioso es que los más devotos a este tipo de “envoltura” defendían (y lo siguen haciendo) a una sola banda mexicana con plagios musicales comprobados. Preferían escucharlos a ellos que a otros grupos que luchaban por darle su propio giro a su música. Podría alguien citar las redes de Foucault o las posturas de Bloom respecto al canon, pero para eso tendría que haber cierto grado de conciencia. No es lo mismo apropiarse de la tradición, reinventarla, dotarla de sentido, que decir que tú inventaste el hilo negro. No eran los Plagios de Ulalume González de León o el reconocerse en la tradición como Alejandra Pizarnik construyendo su Palais du vocabulaire, estaban más cerca de la famosa frase mexicana en referencia a los políticos que llegan al poder: “robaron, pero robaron poquito”. Regresando al tema de los emo, sólo diré al respecto que muchas bandas de la escena no lo eran y que el término aplica más a bandas que surgieron en los noventa que las que lo hicieron en la primera década del siglo XXI. Podría entrar en un debate al pensar si Thursday o Taking Back Sunday son bandas emo o no, o si el screamo es una subvertiente, pero no lo haré, puesto que lo que me interesa rescatar aquí es que, si bien estas bandas podían coexistir, vale señalar también uno de los espacios donde lo hacían: los conciertos.

Sin ellos, parece que no hay una comprensión total del artista, quizá sean el rito más sagrado. Hay un gusto por la música en vivo que parte de lo emotivo a lo festivo. Sea un concierto de música clásica o uno de cumbia al aire libre, lo cierto es que es un punto que reúne a las personas, las congrega, de la misma forma que la palabra hablada hace vivir al poema. En el caso particular de algunos músicos, es sentir las voces del coro de los espectadores, las miradas de las personas que se entregan totalmente, que bailan, sudan y observan con devoción. Otros, que simplemente acompañaban, tienen la oportunidad de volverse partícipes de su entorno, de disfrutar el extrañamiento que produce el no entregarse totalmente para quizá ceder en el último momento y entender el amor que se puede vivir en un espacio habitado por miles. Un momento entre el individualismo y la masa, donde el primero se reconoce en el otro, no por lo que se lleva puesto, sino por lo que escucha al momento. Por entrar, si acaso el concierto lo amerita y los músculos lo permiten, al moshpit, por alzar su cerveza en lo alto y brindar por ese momento que quizá no se repita, a menos que los dioses estén de su lado, por sentir el peso de las personas coreando una simple canción.

Después de las restricciones más fuertes de la pandemia, regresaron los conciertos. En mi caso, no significaba mucho, por más de que genuinamente los disfrute, puesto que desde 2016 no había podido entregarme a estos eventos. Esperar un poco más o un poco menos, hasta cierto punto me seguía pareciendo lejano. Quizá, una parte de mí no sabía cómo regresar. Los años de ser un estudiante de Letras y la lucha por sobrevivir el día a día me habían enseñado algo que agradezco: mesura. Sin embargo, cuando empezaron a reactivarse los conciertos a lo largo del mundo, sabía que el momento había llegado. Mi banda favorita, la cual se había separado en 2013, planeaba regresar a México en 2022. Lo suspendido por años tomó fuerza. Me entregué al rito, al regocijo, a la fiesta, por saberme uno entre la multitud, por escuchar religiosamente el canto y dejar atrás todo por un instante en el que fui eternamente feliz.

Finalmente, el regocijo que encuentro en estas dos expresiones es más de lo que puedo describir, es algo que se vive y es probable que muchas personas lo compartan conmigo. Yo entro a este esparcimiento no para ser parte del todo, sino para saberme uno entre la multitud con la infinitud de posibilidades que se despliegan entre sí, la de reconocerme entre la palabra que toma vida cuando se recita, el diálogo que se tiene con el otro, aunque éste se oculte entre el papel o se despliegue a través de unos audífonos o de un escenario. 



* Publicado primeramente en Irradiación, número 12.
Jonathan Mirus (Guanajuato, 1993). Licenciado en Letras Españolas por la Universidad de Guanajuato. Es cocreador y editor de la revista El Gallo Galante. Ha colaborado en las revistas Polen (UG), Cardenal, Página Salmón, Los Demonios y los Días y Punto de Partida (UNAM). Participó en las ediciones VIII y X del Festival de Poesía de Fusagasugá, Colombia.


 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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